La negación, e incluso el apoyo, de los países occidentales a las atrocidades cometidas por Israel en Gaza y en el Líbano confirman el abandono de cualquier ideario humanista por parte de Europa. En el contexto del avance de una desinhibida ola de xenofobia en el Viejo Continente, la superioridad civilizatoria vuelve como justificación de las guerras sin disimulos.
En Gaza y en el Líbano, Israel se involucró en guerras abiertas, que van más allá de los objetivos convencionales. Hamas y Hezbollah fueron decapitadas, y sus capacidades militares, reducidas a muy poco. La cuestión de los rehenes sigue siendo objeto de largas negociaciones, pero no es el único problema pendiente: Tel Aviv, por su parte, mantiene su política de represalias colectivas y de expansión territorial. Sin embargo, estos complejísimos conflictos son simplificados a ultranza en el discurso periodístico y político, tanto en Francia como en otros países occidentales. Muchos de los aspectos más distintivos de esas guerras fueron pasados por alto en la medida en que comprometen a Israel: las innumerables declaraciones oficiales con carácter genocida, la hambruna como táctica, la obsesiva destrucción de los cementerios, la inédita profusión de videos en los que los soldados registran orgullosamente sus propios crímenes, una ofensiva frontal contra todas las instancias de Naciones Unidas... Un cúmulo de singularidades que se mantienen casi inaudibles en el espacio público occidental.
Esquemas fantasiosos
Para que una guerra sea inteligible, hace falta un marco de interpretación necesariamente simplificador. La invasión estadounidense de Irak en el 2003, por ejemplo, tenía sentido en Francia desde la visión de una conquista imperial, avivando un antiamericanismo de buena ley. Asimismo, la ofensiva rusa en Ucrania ha resucitado una lectura en reflejo, heredada de la Guerra Fría: una Europa vulnerable a la oposición de los grandes ejes. Algunos conflictos ponen en movimiento el relato de una lucha por la libertad frente a una represión feroz, como en el caso del trágico drama sirio. La “guerra contra el terrorismo” ha ido arraigando gradualmente como uno de estos esquemas narrativos, construido sobre un tema evocador, una emoción compartida.
El cuadro de análisis que predomina, en el contexto de las guerras israelíes en curso, combina dos temáticas. En efecto, por una parte, resurge la guerra contra el “terrorismo”, leitmotiv que desde hace un tiempo estructura las interacciones occidentales con los mundos árabes y musulmanes, bajo la modalidad de la lucha contra el oscurantismo y la barbarie. Por otra parte, apunta al antisemitismo, en una redefinición muy amplia. Cualquier ataque a Israel, incluso cualquier crítica, se explicaría principalmente por un odio a los judíos, y equivaldría a denunciar la existencia misma del Estado que simboliza su supervivencia. Esta lógica, más o menos explícita, sustenta la noción de una guerra de autodefensa: frente a las amenazas existenciales, todos los medios son, por defecto, legítimos.
Este esencialismo conduce a ignorar otras claves de lectura que sin embargo son evidentes, como el derecho de los palestinos y de los libaneses a defenderse, cuando Israel es el agresor más que la víctima. Tales matices no tienen ni voz ni voto: se desdibujan frente a una barrera de mantras cuyas formulaciones llevan la hipérbole hasta el absurdo. Israel sería “la única democracia de la región”, lo cual, a la vez, es inexacto y está fuera de lugar: la violenta colonización francesa de Argelia era igual de “democrática”, vista desde la metrópolis. El ejército israelí investigaría sus propios crímenes, incluso sería “la más moral del mundo”, como si las instituciones militares supieran ser transparentes. La sociedad israelí se parecería demasiado a sus homólogos occidentales como para cometer horrores, dada la base común de “valores judeocristianos”, que no tienen realidad más definible en la historia que en la práctica.
El despliegue de este relato fantasioso tiene efectos concretos igual de aberrantes. Alemania declaró formalmente que las infraestructuras civiles son blancos aceptables, precisamente cuando el país recibe a más de un millón de refugiados ucranianos que huyen de ese mismo argumento esgrimido por Vladimir Putin. Los Países Bajos tomaron oficialmente posición en contra del Tribunal Penal Internacional de La Haya –no obstante, un orgullo nacional–. Suiza, al llevar a cabo una lucha contra la UNRWA, la agencia de la ONU que provee asistencia y protección a los refugiados palestinos, contribuye a desmantelar un sistema internacional que hace a la reputación y a la prosperidad de Ginebra. Francia, que se jactaba de su pintoresca independencia, se alineó con Estados Unidos, a la manera del Reino Unido. Este revoltijo de posiciones improvisadas y de funestas (…)
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