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Figura emblemática de la extrema derecha

Le Pen, fiel a sí mismo

El 7 de enero murió Jean-Marie Le Pen. Un análisis de sus Memorias muestra su coherencia a lo largo del tiempo: su machismo, su antisemitismo, su colonialismo, su reivindicación del fascismo estuvieron allí desde su juventud hasta el final. Lo que cambió fue la sociedad, que de condenarlas, pasó a legitimar esas ideas.

Publicadas en dos volúmenes, subtitulados, el primero, Hijo de la nación (2018), y el segundo, Tribuno del pueblo (2019), las Memorias de Jean-Marie Le Pen (nacido en 1928) fueron publicadas por la editorial Muller, una pequeña editorial ubicada en Asnières-sur-Seine, cuyo catálogo brinda todo su espacio a la historia militar y a los ensayos de la extrema derecha. Las Memorias, como género literario, son el “relato de una vida en su condición histórica”, donde el individuo “manifiesta su recorrido de hombre llevado por el transcurso de los acontecimientos, actor y testigo al mismo tiempo, portador de una historia que da un sentido a su pasado”. El memorialista, la mayor parte de las veces, asume públicamente su recorrido exhibiendo una “fidelidad a sí mismo” (1). Efectivamente, este es el caso de las Memorias de Jean-Marie Le Pen, convencido de que la historia ya le dio la razón, dado que sus predicciones se habrían verificado progresivamente (el “peligro migratorio”, la “decadencia de la Nación”, el “derrumbe de los valores morales”...), tras haber sido desacreditadas (2).

El mito de “hijo del pueblo”

La trama narrativa de las Memorias está tejida con varios hilos: instalar el “mito biográfico” que da estructura a su recorrido; cuestionar las interpretaciones según él erróneas o malintencionadas de los universitarios o de algunos de sus biógrafos; rechazar la demonización de la cual habría sido objeto, desarmar sus motivaciones, asumiendo al mismo tiempo sus amistades descalificantes y su legado ideológico; criticar a su “heredera”, Marine Le Pen, su manera de gestionar el Frente Nacional (FN), su línea política pero también su “traición”, al excluirlo en el 2015 y al cambiar el nombre del partido en el 2018; afirmar su rol visionario y creerse, a lo largo de todo el relato, el “rectificador de la historia”. Así, el relato retrospectivo, si bien sigue grosso modo la cronología, está entreverado por digresiones sobre la actualidad del partido o sobre algunos desafíos transversales (los procesos, el caso llamado del “detalle”).

El mito biográfico que adopta, el del hijo del pueblo cuya progresión por la escuela es el resultado de una movilización familiar y de una voluntad personal de tomar las riendas de su destino, es de los más clásicos. Pupilo de la Nación tras el fallecimiento de su padre en 1942, Le Pen, hijo único, esboza la imagen de una familia popular, trabajadora, moralmente irreprochable. Podríamos cuestionar esa novela familiar, dado que el propio Le Pen da varios indicios de la pertenencia de su familia a las pequeñas clases medias en ascenso. Su escolaridad en el secundario –muy diferente de la de un niño del pueblo– en el colegio jesuita Saint-François Xavier de Vannes, entre 1940 y 1943, y luego en Saint-Louis-de-Lorient entre 1943 y 1944, en un período turbio, donde se codea con los hijos de la burguesía católica local, si bien le permite esbozar su personaje de alumno indisciplinado, es muestra de un proyecto familiar conforme a las ambiciones pequeñoburguesas.

El único capital escolar honorable de este período proviene de su dominio de la lengua francesa y de algunas competencias, como el aprendizaje intensivo de la memorización, consagrada a su afición por la poesía y la canción. Adhiere a una concepción pobre, cronológica y nacional de la historia, sin desdeñar la exaltación de los héroes patrióticos. En su adolescencia, sus lecturas confesables son coherentes con ese autorretrato: ante todo, habría sido un apasionado de las novelas históricas, las de Alejandro Dumas, y de los relatos de viajes. Más adelante, los capítulos que dedica a su vida de estudiante de Derecho no tratan más que sobre diversas “changas”, sobre su presidencia del Centro de Estudiantes de Derecho (1949-1951) y luego sobre su anticomunismo...

Ni una palabra sobre la efervescencia intelectual de la época, de la que pasa de largo sin conocer nada. Así, pone al descubierto uno de los rasgos de su futuro capital político, una suerte de doble exclusión, intelectual y social, que es el principio de su antiintelectualismo y de su resentimiento hacia las élites, asociado a las humillaciones bastante clásicas de todos los desertores de clase hacia los “burgueses”. “En la secundaria, el gallito del pueblo se había convertido en un pobrecito”. Esta doble frustración se repetirá no solamente en su programa político sino también en sus estrategias de empleo. En esa época, la presidencia del Centro de Estudiantes de Derecho era un puesto preprofesional para estudiantes, desprovisto de capital social para aspirar a sobresalir. Sus empleos como suboficial y luego oficial, en tres (…)

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Bernard Pudal

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