En un contexto de desfinanciamiento estatal y desarticulación de instituciones culturales, el dramaturgo Rafael Spregelburd analiza las consecuencias del desguace del sector cultural argentino, sus implicancias económicas y sociales, y reflexiona sobre cómo esta situación afecta la producción artística e intensifica la fragmentación social.

Me avergüenza empezar por decir lo obvio, incluso cuando lo obvio sea hoy bastante difícil de encontrar: los planes de las extremas derechas de todo el mundo siempre han incluido la imperiosa necesidad de desguazar la cultura o de hacerla herramienta propagandística de sus devaneos ideológicos. Y junto con la cultura, la educación. Porque es evidente que ciudadanos cultos y más o menos bien educados no podrían aceptar el paquete de normas de vida que estas ideologías cada vez más fantasiosas y decididamente menos científicas imponen.
La discusión es siempre ideológica: ¿deben las sociedades organizarse alrededor de un Estado o estarán más cómodas y más justas en torno a un Mercado? Las dos argumentaciones generan una dialéctica sin síntesis, un diálogo que, aunque se dé, no conduce a nada, porque quienes suponen que todo es mercantilizable jamás entenderán el valor de la cultura (y viceversa). Mucho menos el del arte, que está incluido en ella pero no es lo único que la constituye.
Argentina no es ninguna excepción. Es más, si se quiere estudiar esta dicotomía, somos el país más apto, porque nos hemos acostumbrado a un sistema de gobierno que incluye la locura, la irracionalidad y el bestialismo como unidades de medida. Escribo estas líneas y en una radio se comenta, para que una vez más nos escandalicemos con su estrategia de inversión de lógicas, que en medio de una reunión de trabajo que sostenía Milei con su asesor tributarista entró su hermana Karina a tirarles las cartas de tarot. Es evidente que para que este gobierno funcione en tiempo y espacio y para que su demencia adquiera entidad cuasi real es absolutamente necesario desarticular toda la riqueza intelectual, cultural y científica que forjó la colorida historia de este país. Lo fundamental es que no podamos entrar en diálogo con sus modos, sus valores y sus estrategias. Porque si se trata de dos idiomas diferentes, uno de los dos acabará finalmente por desistir en el bochinche. No es tampoco casual que la nada improvisada tarotista sea la misma Karina Milei que desde su investidura ejerce controles muy concretos sobre la producción de cultura oficialista.
Desandemos este nudo. Aquí la “cultura oficialista” de todos modos no ha tenido nunca la mayor de las incidencias en el curso de esa otra cultura argentina que supo poner a nuestro país en los mapas culturales del orbe. Hay ejemplos nutridos de instituciones estatales que acabaron por producir fenómenos culturales radicalmente opuestos a los potenciales intereses de sus gobiernos, como certifican el INCAA o el Bafici. Pero nunca en la historia (o casi nunca, porque también estuvo la dictadura) se dio el caso de que todas estas instituciones fueran desmanteladas o cooptadas sistemáticamente para dejar a la cultura toda en un plano de último recurso desesperado de contestación. En una utopía negativa la lógica funciona así: “si la realidad es ésta, esta no puede ser la realidad”. Entonces se puede advertir que las formas de representación de lo real en esta cultura de la resistencia obligada comienzan a adquirir claros signos de “restitución” de lo real, como si de la representación dependiera la conservación de lo que teníamos y no exactamente su reinvención, como hubiéramos deseado en épocas de utopismos positivos. Las obras intentan establecer cosas obvias (como el bien o el mal, el blanco sobre el negro), las películas no buscan alejarse de la denuncia (y asumen el lugar de los desamparados o las minorías o los sin voz) y la literatura acabará seguramente por coincidir toda junta y toda separada en el testimonio escrito de los derechos humanos vulnerados: son asunto de la literatura los valores de la justicia, del feminismo, de la libertad.
Veamos en qué consiste este desguace que algunos celebran a los gritos (su forma estética es el grito.) Es tan veloz que cuesta recordar cómo eran las cosas hace unos meses. Hace unos meses había, por ejemplo, industria cinematográfica (que empleaba personas y forjaba imaginarios) y también había niños con hambre y poblaciones sin cloacas. Ahora no hay industria del cine y aun así los niños con hambre son más y las cloacas son menos. Lo aclaro por si alguien –ingenua o maliciosamente– sigue suponiendo que el retiro del Estado de las cuestiones culturales o de generación de puestos de trabajo va a generar un beneficio en las condiciones de justicia de la repartición de la pobreza. Veamos un ejemplo mínimo: el Decreto 194/2025 dispuso la transferencia de las varias plataformas de Cine Ar (que antes dependían del INCAA) a una sociedad anónima unipersonal que depende de la Secretaría de Comunicación de la Nación. ¿Qué puede pasar con los contenidos que tenían allí su difusión y que lejos de pertenecer a una sola persona eran patrimonio de todo un país? ¿Seguirán siendo accesibles y gratuitos? ¿O se convertirá en una herramienta más (como el periodismo servil con el que nos ofenden sin preocuparse en maquillar sus intenciones) para difundir las pálidas ideas de esta libertad fraguada a fuerza de tarots? Esta (…)
Texto completo en la edición impresa del mes de mayo 2025
en venta en quioscos y en versión digital
E-mail: edicion.chile@lemondediplomatique.cl
Adquiera los periódicos y libros digitales en:
www.editorialauncreemos.cl