Convencido de que las instituciones culturales estadounidenses le son hostiles y enseñan el odio a Israel y a Occidente, Donald Trump decidió purgarlas. Lo hace expulsando a los investigadores extranjeros que son críticos con las políticas estadounidenses, cortando los fondos de financiación de las universidades recalcitrantes y asimilando a antisemitismo las manifestaciones de solidaridad con Palestina.

Desde el comienzo, la segunda presidencia de Donald Trump desencadenó una nueva era de represión de la libertad de expresión. Utiliza como pretexto la lucha contra el antisemitismo. Ahora, ciudadanos en situación regular pueden ser increpados por agentes federales con los rostros enmascarados en plena calle, y quedar incomunicados sólo por haber publicado un texto en un periódico estudiantil.
El caso más mediático fue la detención de Mahmoud Khalil. La oficina de aduanas y protección fronteriza de Estados Unidos (Immigration and Customs Enforcement, ICE) detuvo a este activista pro-palestino en su domicilio de Columbia antes de enviarlo a Luisiana. Sin embargo, tiene tarjeta de residencia permanente y está casado con una ciudadana estadounidense. El 10 de marzo pasado, Trump festejó este arresto en su red social como “la primera de una larga serie por venir”.
El pretexto del antisemitismo
Entre las detenciones que vinieron después, estuvo la de Rumeysa Ozturk, estudiante de doctorado en la Universidad Tufts de Medford (Massachusetts): la ciudadana turca fue arrestada por agentes enmascarados del ICE cerca de su casa en Somerville. Al igual que Khalil, fue enviada a Luisiana. ¿Su crimen? Haber publicado un editorial crítico con Israel en el diario de la universidad. Sin aventurarse siquiera a sugerir que alguno de los dos hubiera infringido ley alguna, el secretario de Estado Marco Rubio proclamó con orgullo en una reunión de gabinete en la Casa Blanca: “Cada vez que descubrimos a uno de estos locos, le sacamos la visa”.
Con el pretexto de luchar contra el antisemitismo, Trump acaba de lanzar una campaña cuyo objetivo es pisotear la independencia de las grandes universidades estadounidenses, a las que reprocha haber fomentado un “asalto marxista contra la civilización occidental”. Es cierto que se produjeron ataques antisemitas en algunas de estas universidades. En ocasiones, manifestantes pro palestinos destruyeron bienes, interrumpieron clases o increparon a estudiantes judíos. Lo contrario también es cierto: estudiantes judíos utilizaron la violencia contra militantes de la causa palestina.
Pero la instrumentalización política del antisemitismo en curso sólo muy raramente está relacionada con amenazas que gravitan sobre judíos. La cruzada apunta primero a silenciar a los críticos con Israel. Entre las organizaciones judías y los ricos donantes de las universidades que forman parte de este asunto, a pocos les molesta que Trump se reuniera y cenara con antisemitas notorios en Mar-a-Lago. Con el apoyo de la derecha cristiana blanca, nacionalista y prosionista, esta campaña no apunta únicamente a las universidades de élite, sino también a la Constitución estadounidense, cuyo primer artículo prohíbe cualquier ley que restrinja “la libertad de expresión o de prensa”.
El asalto estadounidense contra la “amenaza antisemita” se desplegó en el momento en que el gobierno israelí intensificaba las agresiones contra los palestinos y pasaba a una lógica asesina en Gaza (1). El principal blanco de la operación que lanzó la Casa Blanca fue la Universidad de Columbia en Nueva York. Quizás los pro palestinos se manifestaran ahí más que en otros lugares, pero también durante mucho tiempo Columbia albergó al intelectual palestino Edward Said, que murió en 2003 después de haber sido el vocero más famoso de la causa de su pueblo en Estados Unidos (2). Finalmente es también la universidad de la (prestigiosa) Ivy League, que cuenta con la mayor proporción de estudiantes judíos (casi el 23% de los estudiantes en el primer ciclo), y está situada, además, en el corazón de una ciudad con la segunda mayor población judía del mundo después de Tel Aviv y antes de Jerusalén.
Cuando los antiguos alumnos de Said dieron clases sobre el conflicto haciendo hincapié en la Nakba palestina y no en el mito sionista de “un pueblo sin tierra para una tierra sin pueblo”, provocaron indignación. La indignación procedía de algunos estudiantes judíos, de sus padres y de sus abuelos, o de generaciones previas de personas que habían estudiado en Columbia, así como de dirigentes políticos de Nueva York, tanto republicanos como demócratas, y de numerosos editorialistas. Hubo profesores que fueron filmados en secreto para que los videos de sus clases pudieran “demostrar” el lavado de cerebro antiisraelí que se le infligía a la juventud estadounidense.
La amplitud que tomó el movimiento Boicot. Desinversiones y sanciones (BDS) provocó otra oleada de pánico. El año pasado, 38 de los 50 Estados aprobaron leyes o decretos que prohibían tener trato con una empresa o individuo que llamara a un boicot a Israel. De estos 38 Estados, 17 también sancionaron a firmantes de peticiones que pretendieran boicotear a las colonias israelíes en Cisjordania –que (…)
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