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Por qué los conservadores atacan la educación superior

El naufragio de las universidades estadounidenses

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Gabriela Zegers, Aguario (Serie de textos armados con hojas de diccionario), 2024
(Exposición en Galería Madre a partir del 7 de junio)

La Casa Blanca emprendió una dura ofensiva contra muchas de las universidades más prestigiosas del país, a las que considera enemigas. Busca aprovechar el resentimiento que generan en parte de la población por su “elitismo” y la creencia en ascenso de que no es necesario el título universitario para trabajar. Más allá de la batalla cultural, lo que está en juego es el lugar de la universidad en la economía.

La administración de Donald Trump ha golpeado el bolsillo de seis de las ocho universidades de la Ivy League: suspendió el desembolso de 175 millones de dólares en subvenciones a la Universidad de Pensilvania, de 210 millones a Princeton y de 510 millones a Brown, e inició una auditoría sobre el uso de los 9.000 millones de dólares que recibe Harvard cada año. Además, congeló másde 5.000 millones de dólares en presupuesto para la investigación; y esto podría ser sólo el comienzo. Las instituciones afectadas son bastiones del elitismo universitario estadounidense, conocidas tanto por la excelencia de sus profesores como por la homogeneidad social de sus estudiantes.

El enemigo

Columbia fue la primera en estar en el centro de la ofensiva: a principios de marzo, el gobierno anunció que iba a retirar 400 millones de dólares de ayuda federal, es decir, más de un tercio de lo que la institución recibe cada año. Oficialmente, Washington le reprochaba su laxitud frente al antisemitismo: el campus, ubicado en el norte de Manhattan, había sido uno de los focos más visibles de las protestas contra la guerra llevada a cabo por el gobierno israelí en Gaza (1).

La pronta rendición de Columbia puso a todo el sector bajo presión, aunque Harvard organizó su contraataque. El Departamento de Educación envió advertencias formales a unas sesenta universidades e impuso nuevas condiciones para acceder a los financiamientos federales. El Ejecutivo espera que esta pulseada le resulte favorable, en un momento en que la popularidad de Trump se está desmoronando.

“Las universidades son un blanco fácil para los conservadores –considera Dylan Riley, profesor de sociología en Berkeley–. Para una parte de la población, cristalizan toda la arrogancia de las grandes ciudades costeras. Su prestigio se mide por su tasa de admisión. Dicho de otro modo: por la cantidad de personas que excluyen”. En 2021, durante la National Conservatism Conference [Conferencia Nacional del Conservadurismo], el actual vicepresidente James David Vance –hijo de una familia pobre de los Apalaches y egresado de la (muy) elitista facultad de Derecho de Yale–, pronunció un discurso cuyo título era “Las universidades son el enemigo”. “Todas las encuestas muestran que el cuerpo docente se inclina de forma masiva hacia la izquierda –recuerda Riley–. No es ilógico que los republicanos vean los campus como máquinas de producir votantes del bando contrario”.

Columbia ya estaba en la mira de los conservadores mucho antes de los atentados del 7 de octubre de 2023 en Israel. Su ex presidente, Lee Bollinger, había roto con la tradicional reserva de su cargo para oponerse de manera pública a la reelección de Trump en 2020. Por su parte, The New York Times también trae a la memoria un viejo resentimiento: a principios del año 2000, Trump se acercó a Columbia para venderle un terreno en el marco de un proyecto de expansión del campus (2), pero Bollinger –que ya era presidente en ese entonces– rechazó la oferta de 400 millones. Es decir, la misma cifra que las suspensiones anunciadas este año.

Aunque los detalles sobre los futuros recortes siguen siendo imprecisos, todo indica que el ámbito biomédico se verá particularmente afectado. Los National Institutes of Health (NIH) [Institutos Nacionales de Salud] se convirtieron en una de las principales palancas de la austeridad gubernamental. Para las universidades resulta esencial el apoyo de esta agencia del Departamento de Salud, que está a cargo de financiar la investigación científica y que cuenta con 60.000 becas y un presupuesto anual de aproximadamente 35.000 millones de dólares. Hace poco, el Ejecutivo había anunciado una reforma drástica del sistema de reembolso de los costos de investigación cubiertos por los NIH; sin embargo, la justicia suspendió la medida luego de que una coalición de universidades y Estados demócratas elevaran una demanda. De todos modos, no logró disipar las preocupaciones: por temor a una disminución duradera de los presupuestos, varias instituciones ya congelaron las contrataciones y comenzaron a eliminar puestos de trabajo.

La pelea por la caja

La educación superior no siempre ha sido objeto de polarización partidaria, sino que comenzó a serlo a partir de 1979, con la creación del Departamento de Educación, a finales de la presidencia de James Carter (1977 1981). Este nuevo Ministerio validaba el espectacular auge del sistema educativo desde la Segunda Guerra Mundial, marcado por el fuerte crecimiento de las universidades públicas y la generalización del título universitario como vector de ascenso social. Su rol se mantenía limitado a una función administrativa: estaba a cargo de centralizar los datos estadísticos y coordinar los financiamientos federales, en un ámbito que competía principalmente a los Estados federados –sobre todo en lo relativo a programas escolares–. Cuestionado desde 1981 con la llegada al poder de Ronald Reagan, quien intentó eliminarlo sin éxito, el Departamento de Educación –aunque en ocasiones estuvo dirigido por republicanos combativos como William Bennett (1985-1988) o Betsy DeVos (2017-2021)– ha ido convirtiéndose poco a poco en un bastión de los demócratas. Las medidas tomadas en las últimas semanas para debilitarlo –la supresión de la mitad de sus 4.000 puestos de trabajo, sobre todo mediante salidas voluntarias o la no renovación de cargos temporales– anclan la acción de la administración de Trump en el imaginario del Partido Republicano.

Sin embargo, detrás de la guerra cultural, se esconden cuestiones muy materiales. Siendo el Ministerio más pequeño en términos de personal –representa menos del 1% del empleo federal– el Departamento de Educación gestiona cerca del 4% del presupuesto del Estado. Administra, sobre todo, los 1.600 millones de dólares de la deuda estudiantil que contraen más de 43 millones de estadounidenses, a los que se suman unos 80.000 millones de dólares en ayudas que se otorgan a los estudiantes con menos recursos cada año (3).

Aumenta los servicios

La deuda estudiantil, en particular, se ha convertido en un factor importante de la ecuación presupuestaria (4). Pesa sobre las finanzas públicas y frena el consumo de los hogares. Un estudio de 2024 estima que cada porcentaje de aumento en la relación deuda/ingreso de los graduados tiene un efecto recesivo tres veces más fuerte sobre su consumo (5). Fue por eso que el gobierno de Biden intentó cancelar por decreto una parte de los préstamos contraídos por los prestatarios más humildes, pero la Corte Suprema invalidó el proyecto, bajo el argumento de que excedía las atribuciones del Poder Ejecutivo. Paralelamente, los demócratas que estaban en el poder decidieron prorrogar la moratoria –aplicada durante la pandemia– sobre los pagos, pero la administración Trump anunció el fin de esta medida en abril pasado. El número de prestatarios en mora, que hoy se estima en cinco millones aproximadamente, no para de aumentar (6).

El incremento de la deuda estudiantil, que se volvió exponencial después de 2008, se combina con el alza de los gastos de inscripción: aumentaron un 150% desde 1990, llegando a tener un costo actual de entre 30.000 y 60.000 dólares al año en las instituciones más codiciadas (7). Para aprovechar este flujo de dinero, las universidades multiplicaron las inversiones en los servicios llamados “de vida estudiantil” y transformaron los campus en auténticos complejos hoteleros de lujo. Así, la Universidad de Louisiana destinó 85 millones de dólares (…)

Artículo completo: 3 885 palabras.

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Martin Barnay

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