En su serie de ensayos “La verdad de las mentiras”, Mario Vargas Llosa nos recuerda que la ficción literaria, paradójicamente, puede ser el camino más sincero para explorar las pasiones humanas. Mentir en literatura, sostiene, es una forma refinada de decir la verdad. Esta idea, aunque provocadora, nos obliga a revisar el lugar ambiguo que ocupa la mentira en la vida cotidiana. Si bien desde una perspectiva religiosa, especialmente judeocristiana, mentir ha sido considerado un acto moralmente condenable y contrario a la voluntad divina, otras miradas menos dogmáticas lo comprenden como una herramienta evolutivamente conservada. Richard Dawkins advertía en “The Selfish Gene” que, en un mundo de mentirosos, la honestidad puede ser una desventaja adaptativa; y Yuval Noah Harari señalaba que, nuestras civilizaciones se han construido sobre ficciones compartidas que, aunque ilusorias, resultan indispensables.
Con independencia de la perspectiva, la mentira se manifiesta como un fenómeno estructural, presente tanto en los grandes relatos históricos como en la intimidad del hogar. Mentimos al proteger a un niño de una verdad que consideramos demasiado cruda, o al sostener mitos religiosos y nacionales cuya veracidad objetiva es discutible, pero que cohesionan y orientan. Sin embargo, es el contexto el que define el juicio moral sobre cada mentira. El engaño del “Viejo Pascuero” parece inofensivo; pero decirle a un niño que su padre ha viajado cuando en realidad ha abandonado el hogar, produce una herida más profunda. Aquí se distinguen las “mentiras piadosas” de aquellas que, aunque bien intencionadas, generan dolor o desorientación.
El derecho penal reconoce esta ambivalencia mediante figuras como el estado de necesidad, que justifica ciertos actos si evitan un mal mayor. Pero incluso en estos casos, como en el atroz ejemplo de adultos que amputan a menores para hacerlos más “efectivos” en la mendicidad, la necesidad no borra el daño ni la mentira. La manipulación de fines altruistas para justificar acciones abominables confiere a ciertas mentiras un carácter particularmente siniestro. La mentira no desaparece bajo pretextos; se transforma, se maquilla, pero deja huellas. En este marco, resulta especialmente preocupante la práctica de ciertos sectores institucionales —como algunas órdenes religiosas— que recurren a elaboradas formas de disimulo para encubrir decisiones impopulares o injustificadas. El reciente cierre de un colegio católico, ejecutado con una retórica eclesiástica cuidadosamente ambigua, evidencia la sofisticación con que se puede encubrir un acto bajo capas de liturgia vacía y lenguaje prudente. La prolongada ausencia de frailes en la vida cotidiana del colegio, seguida de su repentina aparición sólo para anunciar el cierre, configura una dramaturgia del abandono. Aquí, la mentira no sólo se manifiesta en lo dicho, sino también en el momento, el gesto y el silencio que la rodea.
En una especie de acto litúrgico tan opaco como (…)
Texto completo en la edición impresa del mes de junio 2025
en venta en quioscos y en versión digital
E-mail: edicion.chile@lemondediplomatique.cl
Adquiera los periódicos y libros digitales en:
www.editorialauncreemos.cl