La utilización de la etiqueta “fascista” para describir a Milei y otros líderes de extrema derecha despierta polémicas. Aunque las diferencias entre estas experiencias y el fascismo histórico son evidentes, lo central es entender por qué el término “fascista” conserva su productividad política.
Javier Milei blande su motosierra como símbolo de su cruzada anticolectivista: promete arrasar con “la casta” y le declara la guerra al “maldito socialismo”. Al otro lado del Atlántico, Santiago Abascal vocifera por la patria, la familia y la fe, mientras alerta sobre una “dictadura progre” que, según él, avanza en Occidente. Giorgia Meloni presenta a la inmigración como una amenaza a la “identidad italiana”. Mientras tanto, Víktor Orbán consolida su “democracia iliberal” en Hungría: encarcela opositores políticos, ataca a las feministas y a los colectivos de diversidad sexual, y reclama la “pureza de la nación”. En Estados Unidos, Donald Trump demoniza a los migrantes y promete purgas contra adversarios, mientras llama “enemigos del pueblo” a medios, jueces y movimientos progresistas. La extrema derecha, antes marginal, hoy domina el escenario político y la conversación pública.
Que estas derechas compartan sustratos y dispositivos comunes no significa que entonen la misma melodía. De hecho, como advierten Steven Forti, Ruth Braunstein o Cas Mudde, sus estrategias, posicionamientos y grados de radicalización no siempre coinciden. Algunas —como el Reagrupamiento Nacional en Francia o los Demócratas de Suecia— promueven un Estado de bienestar robusto pero excluyente (reservado solo para los “nativos”); mientras que otras, como Vox, optan por perfiles económicos nítidamente neoliberales. Algo similar sucede en el terreno geopolítico: mientras que formaciones como la Liga, de Mateo Salvini, o Fidesz, de Víktor Orbán, orbitan en torno a la Rusia de Putin; otras —como la polaca Ley y Justicia o Fratelli d’Italia— se alinean en el espectro “atlantista”. Estas diferencias no solo responden a posicionamientos programáticos: también obedecen a genealogías políticas diversas. En la amplia constelación de las extremas derechas conviven formaciones herederas de organizaciones posfascistas, partidos provenientes de derechas tradicionales y organizaciones surgidas de nuevos movimientos identitarios. Estas trayectorias configuran identidades heterogéneas: algunas próximas al nacionalcatolicismo, otras al liberalismo-conservador, otras al etnonacionalismo.
Pero aunque sus diferencias sean nítidas, todas se articulan en torno a un núcleo común. Como destacan Pablo Stefanoni o Steven Forti, estas formaciones comparten un repertorio reaccionario. Su punto de encuentro –que se expresa en instancias como la Conferencia de Acción Política Conservadora o el Foro de Madrid— es la batalla cultural antiprogresista. La retórica antiwoke funciona como una lingua franca capaz de reunir, dentro de un mismo eje, a libertarios como Milei, nacionalcatólicos como Abascal y etnonacionalistas como Orbán. Aunque las modulaciones varían, el enemigo común está delineado. Y cuando estas fuerzas acceden al gobierno, su discurso se traduce en políticas regresivas, vulneración de derechos, ataques a las instituciones democráticas y prácticas autoritarias concretas.
No es extraño que en un contexto como este, las sombras del pasado vuelvan a proyectarse sobre el presente. Es entonces cuando la palabra “fascismo” ingresa en escena. El término, que se reproduce ampliamente en diversos espacios, opera, en algunos casos, como una alarma moral, y, en otros, como una categoría “comodín”, que permite unificar a estas fuerzas bajo un mismo signo. Milei —con su anticolectivismo furioso, su desprecio por la democracia social, sus alianzas con Vox y el trumpismo, y su guerra contra el feminismo, las diversidades y los organismos de derechos humanos— no ha quedado al margen de esta imputación.
Pero, ¿son estas derechas realmente fascistas? ¿Tiene sentido aplicar el término? ¿No corremos el riesgo de vaciar el concepto si lo usamos como sinónimo de cualquier autoritarismo de derecha? ¿Qué ganamos, y qué perdemos, cuando lo hacemos?
El problema del “fascismo”
Los especialistas en fascismo han sido particularmente cautelosos a la hora de extender la categoría más allá de su contexto original. De hecho, el debate sobre qué regímenes pueden ser propiamente llamados “fascistas” sigue abierto, a punto tal que incluso los regímenes de Franco en España o de Salazar en Portugal han sido objeto de controversia. Historiadores y sociólogos como Stanley Payne, Juan Linz y Robert Paxton han subrayado el carácter conservador, clerical y contrarrevolucionario de estas experiencias, más próximo al autoritarismo conservador que al fascismo revolucionario de masas. El propio Emilio Gentile –una de las máximas autoridades historiográficas sobre el fascismo italiano— ha insistido en una definición de fascismo basada en algunas características distintivas: la movilización totalitaria, la religión política, el imperialismo expansivo, la revolución antropológica y la guerra como fin principal de la vida humana.
En este sentido, el fascismo histórico constituye un fenómeno político situado, con coordenadas históricas precisas. Emergió en Europa tras la Gran Guerra, como una respuesta radical a la crisis del liberalismo y —para algunos autores— a la amenaza socialista. Fue un proyecto de revolución nacionalista autoritaria, con ambiciones totalitarias y una voluntad explícita de construir un “nuevo hombre”, regenerado por el combate, el sacrificio y la subordinación absoluta al (…)
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