Hace casi diez años, la victoria del Brexit primero y la de Donald Trump después incitó a un puñado de liberales desconcertados a volver a codificar el espacio ideológico de forma lo suficientemente rudimentaria como para que nadie pudiera confundirse. De un lado, quedaron los malvados “populistas” y “autoritarios”, un grupo caótico que incluía a Trump, Vladímir Putin, Xi Jinping, Viktor Orbán, Jair Bolsonaro, etc. Del otro, los bondadosos “liberales” y “progresistas”, un grupo que reunía a dirigentes como Angela Merkel y Hillary Clinton, Joseph Biden, Justin Trudeau y Emmanuel Macron.
Sin embargo, este reordenamiento de las divisiones y alianzas en el mundo occidental tropezaba con un obstáculo: Israel. Sean democráticos o autoritarios, tanto los gobiernos europeos como –y aún más– los estadounidenses evitaban sancionar e incluso criticar con demasiada severidad las maniobras ilegales del Estado hebreo y de sus dirigentes. A pesar de ser amigo de Trump, el favorito de Bolsonaro y celebrado por el primer ministro húngaro, el primer ministro israelí no ocultaba su hostilidad hacia el Estado de derecho. Su acusación en 2019 por fraude, corrupción y abuso de confianza habría descalificado a cualquier otro dirigente “populista”, en especial si hubiera sido de izquierda.
Mientras los gobiernos liberales de Francia, Alemania y Reino Unido, entre otros, perdonaban a Benjamín Netanyahu, él cortejaba a la extrema derecha europea y consolidaba el carácter etnonacionalista de su Estado; pero todos, o casi todos, miraban para otro lado. La mayoría de las democracias liberales, su prensa y sus intelectuales de turno, “olvidaban” incluir al líder del Likud en la “internacional reaccionaria” que decían combatir.
Apenas una década más tarde, ya nadie puede alegar negligencia: la política israelí es el elefante en el pasillo de las normas internacionales. Netanyahu, que gobierna en coalición con supremacistas que no tienen nada que envidiar al Ku Klux Klan estadounidense de antaño, invadió el Líbano y Siria, bombardeó Irán y Yemen, arrasó Gaza –exterminando a una parte de su población y matando de hambre a la otra–, reactivó la colonización en Cisjordania y afianzó un régimen de apartheid en Israel. También pesa sobre él, desde noviembre pasado, una orden de arresto internacional por crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad.
Imaginemos la reacción de las potencias occidentales si el territorio israelí hubiera sido invadido y si, cada día desde hace casi dos años, decenas de civiles israelíes fueran asesinados por un ejército de ocupación árabe. ¿Y si, encima, sucediera a la vista de todos? Ya que, como recordaba la abogada Blinne Ní Ghrálaigh en nombre de Sudáfrica, el 11 de enero de 2024, ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ) al referirse a Gaza, “se trata del primer genocidio de la historia en el que las propias víctimas transmiten en directo su propia destrucción, esperando desesperadamente, y hasta ahora en vano, que el mundo haga algo”.
Sin lugar a duda, el hecho de que los sectores dirigentes occidentales, presuntamente democráticos, se muestren tan indulgentes con un gobierno extranjero tan contrario a los valores que dicen defender habría sido considerado sospechoso –o incluso abyecto–. Se lo habría atribuido a alguna turbia razón de Estado, por ejemplo, a los intereses petroleros (como los que se esgrimen para justificar el trato benevolente a Arabia Saudita), o a la necesidad de atraer accionistas con recursos ilimitados para rescatar un club de fútbol en quiebra (como ocurrió con Catar), e incluso a la venta de armas cuyos principales destinatarios rara vez son democracias impecables. Sin olvidar la corrupción. Ahora bien, el apoyo a Israel obedece a otras razones, y tiene la particularidad notable de que no ha sido notado.
Así, casi todas las semanas, el semanario Le Point expone en su portada un nuevo complot islamo-izquierdista, nidos de espías rusos, influencersargelinos, chinos o cataríes. Seguramente, antes que investigar el lobby israelí, preferirá hablar del lobby nepalí, peruano o monegasco. El pasado 26 de junio, la revista denunció en su tapa: “Las redes de los mulás en Francia: cómo manipulan a periodistas, investigadores y políticos”. En el artículo se advertía: “La República Islámica de Irán ha infiltrado casi todos los niveles del mundo mediático, político y universitario francés”. ¿Irán, en serio? Sin embargo, unos días antes de estas fulgurantes revelaciones de Le Point, ni el Palacio del Elíseo ni el Quai d’Orsay [Ministerio de relaciones Exteriores de Francia] condenaron los bombardeos aéreos de Israel, y luego de Estados Unidos, contra el Estado iraní, a pesar de tratarse de una violación flagrante del derecho internacional.
Cómplice silencioso
Por lo demás, ¿quién es capaz de citar diez nombres –o cinco, o siquiera tres– de periodistas o investigadores de primer nivel que actúen como defensores sistemáticos de Irán en Francia? En cambio, cuando se trata de Israel, esos tres incondicionales –o incluso más– salen al descubierto sin tener que buscar demasiado. Basta con hojear Le Point para dar con tres de ellos: el redactor Franz-Olivier Giesbert, el director Étienne Gernelle, el especialista en diplomacia Luc de Barochez. Y no olvidemos, por supuesto, al gran influencer de cabecera, columnista del semanario, editor en Grasset (grupo Bolloré), presidente del consejo de vigilancia de la cadena Arte y confidente de insomnios del presidente de la República: Bernard-Henri Lévy.
Entonces, ¿por qué? ¿Por qué una potencia nuclear como Francia, miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, actúa tan a menudo como cómplice silencioso o como coche escoba de un “Estado canalla”? Anticipemos tres explicaciones posibles. La primera: por el alineamiento progresivo de París con la llamada “diplomacia de los valores”, que postula la superioridad civilizatoria y moral de un Occidente del cual Israel sería el soldado en el Levante. La sregunda: por la recomposición política francesa, que adapta ese discurso de guerra de civilizaciones al contexto nacional, con el objetivo de unir a la derecha, la extrema derecha y los macronistas en la lucha contra una izquierda asociada a la inseguridad, el islamismo y el antisemitismo. La última: por la eficacia del lobby proisraelí en Francia.
A diferencia del término “lobby judío”, a menudo utilizado para sustentar teorías conspirativas, el lobby proisraelí designa, en este caso, a las fuerzas –no necesariamente judías– que apoyan en cada momento crucial la política de ese Estado. En Estados Unidos, reúne a actores tan diversos como los grupos de presión oficiales (el American Israel Public Affairs Committee, AIPAC) y las iglesias evangélicas, convencidas de que el establecimiento de un Estado hebreo precipitará el regreso de Jesús y el triunfo de Dios. El lobby pro-Israel en Francia configura una galaxia igual de heterogénea que agrupa: organizaciones establecidas como el Consejo Representativo de las Instituciones Judías de Francia (CRIF) –alineado con el Likud–, grupos parlamentarios de amistad –como la asociación Francia-Israel–, medios comunitarios –como Radio J–, figuras sinceramente comprometidas con la defensa –cueste lo que cueste– de un Estado al que perciben como un refugio para los judíos, y por úlitmo una trama más informal de medios y personalidades notables que combaten al islam y que ven en Israel la vanguardia de su lucha. En tiempos de crisis, esta nebulosa difunde los elementos de lenguaje producidos por Tel Aviv.
Esos tres factores (diplomático, político y de influencias) se entrelazan y se refuerzan mutuamente. Se los observa con particular nitidez en la prensa conservadora francesa. Cuando se trata de identificar lobbies al servicio de una potencia extranjera, la ceguera (voluntaria) de Le Point se reproduce también en otros medios. Hace poco, Le Figaro Magazine denunció a dos parlamentarios: un supuesto agente de Argelia y otro de Hamas (11 de julio de 2025), ambos pertenecientes al partido Francia Insumisa, por supuesto. Marianne, por su parte, se alarmaba también por “una Francia bajo influencia” (12 de junio de 2025). Que nadie se inquiete: no se trataba de Israel, sino de Catar.
¿Cómo se puede justificar esta miopía tan conveniente para Tel Aviv? Entrevistado el pasado 24 de junio en CNews por la periodista Sonia Mabrouk, Bernard-Henri Lévy (“BHL”) ofreció una explicación reveladora: “Claude Lanzmann hizo una película que se llamaba Pourquoi Israël Y la respuesta de Claude Lanzmann fue: porque el destino de Occidente depende de ello. (…) Si Israel no hubiera nacido o si llegara a desaparecer, sería un colapso simbólico y moral de tal magnitud para Occidente que no podría recuperarse”.
El canto del cisne
La naturaleza moral y democrática de Israel, rodeado de Estados que no serían ni lo uno ni lo otro, forma parte del arsenal ideológico de los propagandistas de Tel Aviv desde el nacimiento del Estado. Israel tendría tanto más “derecho a defenderse” cuanto que, al hacerlo, estaría también defendiendo nuestra democracia. Dirigido por Lanzmann entre 1972 y 1973, el documental Pourquoi Israël [¿Por qué Israel?] se proponía refutar la tesis del hecho colonial. Comienza con imágenes de Gert Granach, un antiguo miembro del Partido Comunista Alemán, que entona con su acordeón un canto antinazi de los espartaquistas berlineses; además, aparecen una poeta, militantes de izquierda sobrevivientes del genocidio, una joven pacifista y un secretario de kibutz. En suma, se trata de un Israel que ya no existe: de los antiguos comunistas alemanes sólo queda un puñado, dado que han sido reemplazados por los electores franceses de Éric Zemmour instalados en Israel, que otorgaron el 53,59 % de los votos al excolumnista de extrema derecha de Le Figaro y CNews en la primera vuelta de la elección presidencial (es decir, ocho veces más que su resultado a nivel nacional).
Y hoy nos sobresaltaríamos al oír a un general israelí repetir, como hace uno de ellos en el documental Tsahal (1994) de Lanzmann: “Nuestro ejército es puro (...), no mata niños. Tenemos conciencia y valores, y gracias a nuestra moral hay pocas víctimas”. Treinta años después, las fuerzas israelíes convirtieron a Gaza en un matadero, apuntan y matan deliberadamente a periodistas y socorristas, pero no importa, porque “BHL” repite, imperturbable: “Nunca vi un ejército –tal vez no les guste lo que voy a decir, pero es así– que tome tantas precauciones como el ejército israelí para que las víctimas civiles sean [y lo pronuncia separando cada sílaba] las menos posibles” (…)
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