Alguien le pidió una vez a Augusto Roa Bastos, el escritor paraguayo, su opinión acerca de la propensión realista en literatura. Él se limitó a comparar ese afán con el empeño de buscar la esencia de una cebolla en su centro, al irla pelando y despojando sucesivamente de sus capas para al final encontrarse con nada, solo un dejo de su aroma punzante entre los dedos, un vacío tan pertinaz como inaprehensible. “Se quiere aprehender la realidad, ¡vaya muestra de inseguridad!”, concluía con ironía el autor paraguayo.
A pesar de experimentar una afinidad instintiva con su propuesta, mi novela Agua que no has de beber, publicada por LOM Ediciones en 2024, orbita en torno a un tema muy real y, en cierta forma, imprescindible: el del derretimiento inminente de los glaciares andinos. Su trama ocurre en Bolivia y está protagonizada por un glaciólogo de origen chileno, aunque no sea yo un glaciólogo experto. Todo cuanto ocurre en esas páginas –o el lugar dónde ello ocurre– es así una impostura deliberada de mi parte, lo cual no significa que fuera todo irreal. No coincidía con mi propia vida y circunstancias y fue la mascarada narrativa que ensayé en esta ocasión: una novela realista y testimonial, adoptando aun así una identidad y entornos no relacionados con mi propia biografía. Algo por lo demás muy frecuente en la narrativa universal: si Marguerite Yourcenar pudo encarnarse en un antiguo patricio romano para dar vida al emperador Adriano, cabe deducir que la ficción novelística opera sobre esta base, la del invento y el delirio sin cortapisas, para que el resultado nos acerque de manera extraña a lo real, con mayor eficacia que el ensayo o la crónica histórica. Agua que no has de beber nació así dentro de una realidad que yo mismo había frecuentado solo a medias, hace muchísimos años. Lo digno de mención es, en cualquier caso, que ella nació arropada en cierta forma por las páginas de Le Monde Diplomatique, por lo cual me complace esta posibilidad de referir aquí su gestación.
Una minoría sensible y lúcida
Fue en septiembre de 2020 (en alguna fase imprecisa de la pandemia) cuando la edición correspondiente de la revista trajo consigo un artículo cuyo título, “La agonía de los glaciares bolivianos”, sugería por sí mismo una realidad dramática y en curso. En él, el periodista Cédric Gouverneur relataba un viaje reciente a Bolivia, al sector del macizo andino que circunda La Paz y otros núcleos urbanos relevantes, esa porción de los Andes donde grandes masas de hielo tienden, desde hace tres decenios o más, a derretirse sin remedio. Con el calentamiento global y los efectos de la Corriente del Niño (que genera una franja de aguas cálidas en la superficie ecuatorial del Pacífico), los glaciares antediluvianos que acompañaron a las poblaciones originarias de Asia en su poblamiento de la columna vertebral de América están en fase de repliegue, generando sequías y trastornos meteorológicos impensados, alterando el riego y labores agrícolas de las vastas poblaciones habitantes de los Andes, menguando la producción hidroeléctrica y el suministro general de agua a las ciudades bolivianas, provocando la muerte del ganado y plagas de orugas de las que antaño no había noticias. Todo ello en un circulo vicioso que empeora cada día: el derretimiento de los glaciares redunda en menor evaporación y, al haber menos vapor de agua y nubes, las lluvias tienden a disminuir, cuando no a ausentarse del todo en ciertos parajes. Cada año que pasa, el grado de ablación, como se denomina a la pérdida gradual de nieve y los glaciares, aumenta y se intensifica.
El mundo aimara concibe su entorno de un modo singular, con una cuota de (…)
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