Chile se aproxima a un punto de inflexión histórico. No se trata de una mera alternancia en el poder, sino de una disputa sobre la esencia del Estado, la calidad de la democracia y la vigencia de los derechos sociales. Un eventual triunfo de la derecha radical no representaría un simple cambio de gobierno, sino la instauración de un régimen de ruptura, cuyas nefastas consecuencias ya tienen rostro y nombre en el continente.
El laboratorio internacional es aleccionador. En Estados Unidos, el trumpismo degradó la política institucional, convirtiendo la mentira en método de gobierno y el Estado en un botín para sus adeptos. En Brasil, el bolsonarismo aplicó un vaciamiento sistemático de lo público, desmantelando políticas sociales y aniquilando décadas de avance ambiental. En Argentina, el experimento de shock de Javier Milei exhibe la fase terminal del antiestatismo: un país sumido en el caos, con despidos masivos, universidades públicas estranguladas y una precariedad generalizada como política de Estado.
Creer que Chile es inmune a este virus es una ilusión suicida. La derecha radical local comparte con sus pares globales un mismo ADN ideológico: una hostilidad visceral hacia lo público, un desprecio por los derechos sociales y una fe dogmática en el mercado como único mecanismo de asignación. Su proyecto no es reformar el Estado, sino desguazarlo, devolviendo al lucro funciones esenciales que pertenecen al ámbito de lo común.
Las consecuencias de este programa son previsibles y devastadoras: un sistema de salud crónicamente desfinanciado, la lenta erosión de la educación pública y gratuita, el abandono de la protección ambiental, el desmantelamiento de las políticas de vivienda y un retroceso abrupto en materia de igualdad de género y diversidad. Todo el edificio social, construido con décadas de luchas, podría colapsar en un solo periodo presidencial.
La arquitectura del retroceso
El próximo ciclo político chileno se define como una contienda entre modelos de sociedad antagónicos. El programa de la derecha, tanto en su versión tradicional como en su facción más extrema, se articula en torno a ejes que prometen una reingeniería radical del país:
La “austeridad” como dogma: Bajo el eufemismo de eliminar los “parásitos” y la «grasa estatal», se esconde un recorte drástico del gasto público que asfixiaría servicios esenciales como salud y educación. Esta no es una política económica; es una elección moral que carga el ajuste sobre los más vulnerables.
El desfinanciamiento estratégico: La rebaja de impuestos corporativos carece de mecanismos compensatorios. Es una receta probada para debilitar los ingresos fiscales, ahondar la desigualdad y dejar al Estado sin recursos para garantizar derechos básicos.
La seguridad como espectáculo: La bandera de la «mano dura» reduce un problema complejo a un simple acto represivo. Promueve el aumento de penas y el negocio de la militarización privada, ignorando (…)
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