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Las complejas negociaciones que reconfiguran la alianza occidental

Otra historia acerca de la expansión de la OTAN

Para el ex primer ministro francés Alain Juppé, el debate estaba terminado: “Tras la caída de la URSS, hicimos todo lo posible para que Rusia se asociara a la organización del nuevo mundo. Pero la paranoia de Putin fue en aumento y hoy está dominado por la ambición de reconstruir el Imperio ruso o soviético. Nosotros no tenemos por qué mortificarnos por este asunto. Somos las víctimas de la agresión, no los agresores” (Le Monde, 11 de septiembre de 2025). De acuerdo con este punto de vista, ampliamente compartido, los reproches del presidente ruso contra la expansión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) derivan de una reescritura de la historia. Rusia no sólo habría consentido ese avance hacia sus fronteras, sino que habría cooperado con Washington y Bruselas, hasta el punto de sacar ventajas sustanciales de la situación e incluso de querer unirse ella misma a la Alianza Atlántica. Si bien los Aliados protegieron a los Estados bálticos del imperialismo ruso, mostraron una peligrosa ingenuidad al dejar a Ucrania librada a su suerte (1). Para ellos, de este análisis se desprende una hoja de ruta: no volver a confiar en Rusia, combatirla hasta su derrota, o su agotamiento.

Mary Elise Sarotte publicó la obra de referencia sobre el avance hacia el Este de la OTAN en la década de 1990 (2). Tras una inmersión de diez años en los archivos diplomáticos de su país, esta historiadora estadounidense esperó al trigésimo aniversario de la implosión de la URSS, en diciembre de 2021, para publicar su obra titánica. La invasión de Ucrania se produjo pocos meses después. Desde entonces, la investigadora se ha esforzado por evitar cualquier instrumentalización de su trabajo que busque justificar la guerra. No obstante, si bien su libro ayuda a entender qué cosas son producto de la “paranoia” de Putin, cuestiona sobre todo la idea de un Occidente benevolente. De su lectura se desprende que los presidentes estadounidenses George H. W. Bush y luego William Clinton estaban decididos a seguir adelante con un proyecto inaceptable para Moscú, plenamente conscientes de los riesgos que una política de esas características implicaba, en particular para Ucrania.

Temores de EEUU

A lo largo de la década, la política estadounidense reprodujo el mismo esquema: avanzar con cautela procurando mantener la mayor cantidad de opciones posibles, ignorar las exigencias de Rusia y acelerar en el momento oportuno cediendo únicamente en nimiedades para permitir al Kremlin salvar las apariencias ante la oposición y ante un aparato militar sobrepasado. El proyecto estadounidense de expansión de la OTAN no estaba definido cuando cayó la primera piedra del Muro de Berlín. Sin embargo, en cada etapa decisiva del proceso, Washington terminó optando por los arbitrajes más hostiles a Moscú, lo que dio a los rusos razones de sobra para sentirse engañados.

Hay tres momentos clave que lo ilustran. El 9 de noviembre de 1989, el portavoz del Comité Central del Partido Socialista Unificado de Alemania (SED, por sus siglas en alemán) hizo una torpe declaración en la que dio a entender que iban a levantar todos los controles en los puestos fronterizos con la República Federal de Alemania (RFA). Una multitud de berlineses cruzó los puntos de paso sin que las autoridades pudieran contener la multitud. El canciller federal Helmut Kohl sacó partido de esta súbita aceleración de los acontecimientos. El 28 de noviembre de 1989, llamó a la creación de una confederación entre las dos Alemanias. Esta iniciativa no concertada dejó a sus aliados atónitos. Los estadounidenses comenzaron a temer un acuerdo sorpresa entre Bonn y Moscú a sus espaldas: si Alemania aceptaba salir de la OTAN a cambio del visto bueno soviético a la reunificación, desaparecería un eslabón esencial de la presencia estadounidense en Europa, e incluso la propia Alianza.

Los temores estadounidenses no eran infundados. Ya se había abierto un canal diplomático secreto entre Bonn y Moscú. El 21 de noviembre de 1989, el jefe del Departamento Internacional del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), Valentín Falin, envió a su adjunto Nikolai Portugalov a Bonn. Llevaba bajo el brazo dos documentos, uno oficial y otro no. El primero expresaba, en términos generales, la preocupación de las autoridades soviéticas por la situación política en Alemania. El segundo sondeaba a Bonn sobre sus intenciones de “introducir la cuestión de la reunificación en términos de políticas concretas”. En tal caso, señalaba el Kremlin, sería necesario reconsiderar la cuestión de las “alianzas futuras de los Estados alemanes” y examinar la “cláusula de retirada” de los tratados de París y de Roma. “Para ser claros, (…) si querían la unidad alemana, debían abandonar tanto la Comunidad Europea como la OTAN”, resume Sarotte.

En aquel momento, una poderosa corriente pacifista apoyaba la desnuclearización del país. Esto representaba una gran ventaja para Gorbachov. Valentín Falin lo exhortaba a aprovecharla convocando un referéndum sobre la cuestión de las alianzas de una Alemania confederada: ¿los alemanes querían que formara parte de la OTAN o de una organización paneuropea? Para los dirigentes de la URSS, era una manera de sacar el máximo provecho de la reunificación alemana, que consideraban inevitable. El ministro alemán de Asuntos Exteriores, Hans-Dietrich Genscher, se mostró dispuesto a asumir el compromiso. Por su parte, en Washington, el secretario de Estado James Baker consideró que había que recorrer parte del camino. En febrero de 1990, inició en Moscú una serie de consultas con su homólogo soviético, Eduard Shevardnadze. Ambos responsables llegaron a un punto de acuerdo –verbal– que pasaría a la posteridad: en caso de que se produjera la reunificación alemana, la “zona de la OTAN” (expresión de Shevardnadze), su “jurisdicción”, no se extendería “ni un milímetro hacia el Este” (fórmula de Baker). Esta expresión del secretario de Estado daba a entender que las estipulaciones del artículo 5 del Tratado de la OTAN –la cláusula que prevé una reacción de defensa colectiva en caso de ataque contra un miembro de la Alianza– no se aplicarían al territorio de la ex República Democrática Alemana (RDA), lo que equivalía a congelar la línea de avanzada de la OTAN.

Fragilidad económica

Sin embargo, el consejero de seguridad nacional, Brent Scowcroft, convenció al presidente George H. Bush de mostrar una postura más intransigente frente a Moscú. En las conversaciones posteriores, los responsables estadounidenses comenzaron a emplear una nueva fórmula –ofrecer un simple “estatuto militar especial” para Alemania del Este– sin que los rusos notaran las implicaciones del deslizamiento terminológico. Ese estatuto, explica el historiador francés Frédéric Bozo, no significaba “ni la neutralización ni la desmilitarización de la parte oriental de la Alemania unificada, y esta última debía seguir siendo parte integral no sólo de la Alianza, sino también de su organización militar integrada” (3). Para dejar en claro esta “sutileza” estratégica de gran alcance, Bush hizo llegar un mensaje a Kohl el 9 de febrero de 1990, antes de que partiera hacia Moscú. El Kremlin, por su parte, se mantuvo deliberadamente en la ambigüedad.

Deseoso de no irritar a Gorbachov, el canciller alemán no tuvo en cuenta la nueva orientación estadounidense. “Naturalmente, la OTAN no extenderá su territorio al de la actual RDA”, le confirmó al dirigente soviético el 10 de febrero de 1990. Pero, poco a poco, comenzó a tomar dimensión de la fragilidad económica de la URSS. ¿No sería posible comprar la reunificación en marcos alemanes, sin ceder nada –o casi nada– en el plano de la seguridad? El 11 de septiembre, en vísperas de la firma del tratado cuatripartito Dos más Cuatro en Moscú sobre la reunificación, la cuestión financiera quedó resuelta: Kohl prometió transferir doce mil millones de marcos alemanes, más tres mil millones en créditos sin intereses a la Unión Soviética. Sin embargo, el expediente militar siguió empantanado. Kohl había conseguido, durante su estancia en la dacha de Gorbachov en el Cáucaso, que se extendieran las garantías del artículo 5 a Alemania del Este y, por su parte, había renunciado a autorizar la instalación de cabezas nucleares, así como el estacionamiento o el despliegue de tropas extranjeras en la ex RDA. Pero este proyecto de compromiso, muy por debajo de las exigencias soviéticas iniciales, seguía siendo inaceptable para Washington.

La intransigencia estadounidense estuvo a punto de hacer fracasar la cumbre prevista para el 12 de septiembre en Moscú. Genscher se alarmó y, la víspera, cuando las delegaciones ya se habían instalado en el hotel President de Moscú, mandó a despertar en plena noche al secretario de Estado estadounidense. “Hacia la una de la madrugada –relata Sarotte–, la delegación estadounidense lo recibió en ropa deportiva y bata. A pesar de la mezcla de alcohol y somníferos [que acababa de tomar], Baker no había perdido ni una pizca de su talento para negociar”. La discusión nocturna desembocó en un subterfugio: colar una discreta adenda en el acuerdo cuatripartito. De cara al público, el texto principal retomaría algunas de las exigencias soviéticas (“no se estacionarán ni se desplegarán en esa parte de Alemania (…)

Artículo completo: 4 767 palabras.

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Hélène Richard

De la redacción de Le Monde diplomatique, París.

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