A casi 4.000 metros de altura, la plaza central del barrio Solidaridad, al norte de El Alto, apenas cobra vida el día después de la primera vuelta de las elecciones presidenciales del 17 de agosto de 2025. Algunos transeúntes atraviesan la explanada polvorienta, bordeando los kioscos de comida y los dos puestos de productos para el hogar, que las sombrillas descoloridas a duras penas protegen del duro sol del Altiplano.
Sentada detrás de su puesto de detergentes, Doña Máxima, el gorro de lana encasquetado en la cabeza, nos confía que por primera vez desde 2006 no votó por el Movimiento al Socialismo (MAS). El partido que había encarnado la recuperación de la dignidad de los pueblos andinos hoy le parece bien alejado de su vida cotidiana. Sin embargo, Doña Máxima se acuerda de su asentamiento, a fines de los años 90, en un barrio sin agua, sin ruta y sin electricidad. Recuerda también lo que el MAS le permitió: salir de la miseria, acceso a la universidad para sus hijos y el derecho a cruzar las puertas de las instituciones vestida con su pollera, sin ser relegada al rango de “india de mierda”.
Agotamiento del modelo económico
Pero hoy esas conquistas parecen lejanas. La preocupación principal de Máxima ahora es su pequeño comercio. Cada semana, toma el minibus para la Ceja, ese atestado cruce donde se agolpan las mercaderías de contrabando venidas de Chile. Ella compra allí sus productos de limpieza que luego revende con un insignificante margen en su tienda. Las asambleas de barrio, las reuniones de colegio en las que participaba en una época han pasado a un segundo plano.
“Todo es muy caro, ha aumentado todo demasiado”, se lamenta. El reclamo, banal en apariencia, traduce la dimensión de una crisis que Bolivia no experimentaba desde los años 1980. La inflación, alimentada por la escasez de divisas en dólares y las dificultades de importación, se acelera; los precios de los bienes esenciales se disparan. Desde el comienzo de 2025, el incremento de los precios supera el 15%, mientras que la escasez de combustible paraliza la agroindustria oriental y, sobre todo, las economías populares. Estas, dependientes de la circulación de mercaderías, siguen siendo, con todo, la columna vertebral de una economía nacional de por sí inestable.
Más que un simple fenómeno coyuntural, esta escalada de los precios representaría el agotamiento del socialismo extractivista, basado en la nacionalización de los recursos naturales. Si este modelo permitió una redistribución sin precedentes así como la construcción de infraestructuras por mucho tiempo deficientes –rutas, escuelas, hospitales–, estaría, como se cree a menudo, basado esencialmente en el sostén del consumo, sin una verdadera transformación de la matriz productiva, que continúa centrada en la exportación de gas; por lo tanto, sólo habría sido viable en la medida en que la renta de los hidrocarburos asegurara la acumulación necesaria de divisas para sostener un tipo de cambio fijo con el dólar. Pero esta descripción es parcial: las buenas performances económicas descansaban en la construcción de un Estado destinado a romper con la dependencia de la exportación de bienes primarios, a impulsar una industrialización nacional de los recursos y a consolidar el comercio interior.
La estabilidad monetaria boliviana comenzó a erosionarse a partir de finales de los años 2010 por el efecto de dos tendencias combinadas: la caída de las exportaciones de gas a la Argentina y Brasil –que absorbían el 80% de las ventas nacionales antes de descubrir sus propios yacimientos– y la gestión desastrosa de la pandemia del gobierno de derecha surgido golpe de Estado de 2019. Mientras se desmantelaban las empresas públicas y se saboteaban las (…)
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