La ley antiterrorista, vigente en Chile, fue concebida bajo un régimen dictatorial. Es una ley deliberadamente ambigua y confusa. Fue redactada para permitir la mayor discrecionalidad a quienes la aplican.
El calificativo de terrorista se aplica, según la ley, cuando: “El delito se cometa con la finalidad de producir en la población o en parte de ella el temor justificado de ser víctima de delitos”. Difícil apreciar la diferencia con la delincuencia común. Lo distinto estribaría en la intencionalidad de la actividad terrorista que pretende causar temor, en tanto que la criminalidad corriente no. Juzgar intenciones siempre ha sido una tarea delicada más aún cuando, en los hechos, ambas actividades delictivas tienen el mismo efecto.
En un plano más operativo se señala que constituye un acto terrorista: “Colocar, lanzar o disparar bombas o artefactos explosivos o incendiarios de cualquier tipo, que afecten o puedan afectar la integridad física de personas o causar daño”. Con esta definición es posible enjuiciar por terrorismo a varios movimientos sociales que han protagonizado enfrentamientos violentos. A los estudiantes encapuchados que lanzan bombas molotov, a los trabajadores tercerizados que incendian autobuses o a los pescadores artesanales que queman bienes públicos...
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