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Asalto a mano santa

Existen muchas modalidades de asaltos; a veces los ladrones actúan encapuchados, en otras ocasiones lo hacen a cara descubierta y desde elegantes oficinas de Wall Street, aunque la forma más común de asaltar a alguien es premunido de un arma de fuego, cuchillo u otro instrumento amedrentador. Esta manera de asaltar es comúnmente conocida como asalto a mano armada.

El asalto a mano santa es una variante mucho más sofisticada de robar y requiere de colaboración institucional, ya sea de manera directa como indirecta. Hace unos pocos días fui víctima de un asalto a mano santa, y me amarga reconocer que yo, un sujeto de un metro ochenta, casi cien kilos de peso y cinturón negro de karate, no opuse ni la menor resistencia y todavía lamo las heridas de la humillación sufrida.

Estaba en Cartagena de Indias, un hermosa ciudad del Caribe colombiano, hermosa para los turistas blancos y para los colombianos blancos de familias tan blancas como estrafalarias, incapaces de ver el cinturón de miseria que rodea a esa ciudad declarada absurdamente patrimonio de la humanidad por la UNESCO. De una humanidad sin negros, por supuesto.

Se dice que el mal humor predispone a las catástrofes, y es posible que mi pésimo humor de entonces tuviera que ver con el asalto a mano santa, aunque mi mal humor estaba plenamente justificado: toda Cartagena de Indias corría tras la Infanta Elena, hija de los reyes de España que visitaba la ciudad. Declaro solemnemente que no tengo la menor animadversión contra esa muchacha cuyos méritos intelectuales son: a.- ser muy alta; b.- ser muy alta y, c.-ser muy alta. Ocurre que como latinoamericano soy hijo de la Revolución Francesa y todo lo que huela a monarquía, a privilegios sustentados en leyendas añejas, me echa a perder el humor porque soy rabiosamente republicano.

Como una forma de paliar los efectos del mal humor entré a un mercado de artesanías y con una sola intención; comprar una hamaca. El mercado estaba casi vacío, todo el mundo corría tras los pasos de la Infanta Elena, así que no me fue difícil dar con la hamaca que quería. Era de un rojo intenso, tejida por los mejores artesanos de La Guajira, y tras regatear el precio con la vendedora descubrí que no llevaba tanto dinero en los bolsillos. Consulté dónde quedaba el cajero automático más próximo, y hacía allá partí bajo un sol de castigo y una humedad que se pegaba a la piel.

El cajero automático me pareció sobrio, no tenía ningún logotipo o distintivo de algún banco, y supongo que me resultó grata esa sobriedad entre la exhuberancia caribeña. Metí la tarjeta de crédito, esperé a que en la pantalla aparecieran las primeras instrucciones, elegí el español como lengua de la transacción, digité mi código pin, esa identidad tan democrática que me iguala Bill Gates, indiqué que deseaba sacar dinero de mi cuenta corriente, marqué la cantidad de 400 mil pesos colombianos, unos 150 euros y finalmente apreté la tecla verde de continuar.

Normalmente tras apretar la tecla verde la máquina escupe los billetes, el recibo y devuelve la tarjeta, pero en esta caso, en la pantalla apareció la siguiente leyenda: “ Desea donar a la Santa Iglesia Católica, a.- 1.000 pesos, b.- 5.000 pesos, c.-10.000 pesos y, d.- 0 (cero) pesos”. Sí, yo soy hijo de la Revolución Francesa, creo en la separación drástica entre la iglesia y el Estado, creo en la sociedad laica y librepensadora, así que, en consecuencia, marqué la opción “cero pesos para la iglesia”. Entonces el cajero automático escupió un montón de billetes, los conté, sumaban 300 mil pesos, luego mi tarjeta de crédito, y finalmente un recibo por la suma de 400 mil pesos. Ahí, en ese momento supe que me habían asaltado a mano santa, pues en la pantalla apareció una nueva leyenda: “La Santa Iglesia Católica agradece su donación de 100 mil pesos y rogará por su alma”.

La primera vez que me asaltaron a mano armada fue en New York, en el Bronx. Una pandilla del “Latin Power” me quitó hasta las ganas de volver a los Estados Unidos. El segundo asalto a mano armada lo sufrí en Sao Paulo, en esa ocasión fui víctima de una banda de párvulos, el mayor no tenía más de doce años y entre los otros veinte enanos había algunos que todavía tenían dientes de leche. Sentí rabia, bronca, humillación, pero lo olvidé rápidamente pues la posibilidad de ser asaltado a mano armada es parte de la vida, o de la maldita ley de Murphy. Pero ser asaltado a mano santa, ser atracado por la iglesia es algo que a uno lo deja primero perplejo, y luego sobreviene la triste sensación de ser un perfecto imbécil.

Protesté, insulté al cajero automático, proclamé en voz alta mi ateísmo, y finalmente me retiré con la peor sensación de derrota que he tenido en mi vida. Sólo me queda la venganza de los justos, porque me voy a cobrar esos 100 mil pesos colombianos (unos 30 euros), y lo haré en El Vaticano. Que lo sepa Ratzinger: cualquier objeto de la iglesia y por un valor aproximado de 30 euros me pertenece, porque también soy hijo del Conde de Montecristo y mi lema es: Ni olvido ni perdón.

Luis Sepúlveda, 10 de febrero de 2009

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