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Cuando el escritor se queda fuera.

Hace cincuenta años y algunos días los mineros del carbón asturianos regresaron a la oscuridad de los socavones luego de dos meses de huelga que sacudieron los cimientos del franquismo. Pero no todos volvieron a ponerse el casco y a colgar del hombro la lámpara de bronce. 356 mineros fueron encarcelados, 126 fueron deportados y 198 fueron despedidos. Eso es agua pasada, dirán muchos. Repetirla es abrir viejas heridas, dirán otros. El mundo ha cambiado, dirá más de alguien.

Escribo estas líneas con la gramática que más me acomoda, la gramática de la bronca y la admiración por esos hombres y mujeres de las cuencas mineras asturianas y leonesas.

Admiración por esos viejos que hicieron la gran huelga de 1962, y por los de ahora, que una vez más resisten en defensa de sus derechos y de un trabajo que, por muy duro que sea, lo hacen con valor, con agallas que no conocen ni los brokers ni los cagatintas de todos los pelajes.

Como ahora, cuando estoy junto a los míos, los mineros de Langreo, de Mieres, de Turón, de los que bajan al pozo María Luisa o al pozo de Las Mujeres Muertas, el escritor se queda fuera, es inútil tratar de escribir sobre la justicia de sus demandas, porque hoy, en junio de 2012 y a cincuenta años y algunos días del fin de la Gran Huelga del año 62, los mineros se han parado en defensa de lo mínimo; de sus puestos de trabajo. Hoy la lucha es por la mina, por el agujero que invade las entrañas de la tierra y al que entran, primero bajando en la “jaula”, el ascensor que los lleva a la primera oscuridad, luego siguen en un pequeño tren que los conduce a la entrada de los socavones, y a partir de ahí, perforando la oscuridad con sus lámparas, de pie, enseguida doblados, finalmente reptando, llegan hasta los filones que los picadores hieren entre una mezcla de agua, polvo y mayor oscuridad.

“Mi abuelo fue picaor, allá en la mina, y picando negro carbón dejó la vida”. Dice una vieja canción de lucha.

Ayer, 6 de junio de 2012, mientras los banqueros y los especuladores de España y Europa se frotaban las manos ante el anuncio de mayores recortes sociales y laborales, la policía cargó contra los mineros asturianos, y una vez más el escritor se quedó fuera de mi cuerpo, como una piel molesta en la que el teclado o la simbólica pluma sobra, está de más, no sirve, no la quiero. Las manos se van solas hacia la recia piedra, y sirven para levantar la barricada cuya fortaleza es la mejor de las novelas, el más sentido poema que se pueda escribir.

“Tengo la camisa roja, trai lará lará lairarai, con sangre de un compañero ¡mirá Marusiña mirá! Mirá como vengo yo” cantan los mineros que he conocido en los clubes de lectura de Turón o de Mieres, esos mismo que son hijos o nietos de los viejos mineros del año 62, porque la mina se hereda, la mina se mete en tus venas y por muy duro que sea el trabajo les entrega algo que no cotiza en las reuniones de accionistas; el orgullo de ser mineros.

En 1960, los mineros del carbón de Lota, en el sur de Chile, empezaron una huelga que duró 96 días y sólo se vio interrumpida por un feroz terremoto que sacudió al país. El gobierno chileno intentó someterlos sitiándolos, dejando que el hambre hiciera el trabajo sucio previo a las balas. Pero su huelga llegó hasta los pozos mineros asturianos, a “la cuenca”, y de Gijón zarpó un barco cargado de alimentos, medicinas y cartas de apoyo para sus lejanos compañeros del sur del mundo.

Eso es historia, dirán muchos. Eso se llama solidaridad de clase, internacionalismo proletario, dicen todavía los hijos y los nietos de los mineros de la gran huelga.

La huelga de ahora es total, indefinida, y culminará solamente cuando el gobierno de marcha atrás y garantice la continuidad de las minas de carbón.

La policía, los anti disturbios cargarán nuevamente en defensa del poder, de los patrones, de los accionistas de las compañías mineras, de las cuentas bancarias ocultas en paraísos fiscales, de los corruptos que desde sus cargos parlamentarios justifican los más brutales recortes sociales, laborales, y niegan el más elemental de los derechos: el sagrado derecho al trabajo.

Pero las palabras compañero y compañera se sacuden el polvo, brillan con renovado fulgor, y le bastan al hombre, al ciudadano, porque en esta hora de lucha el escritor se queda fuera.

Luis Sepúlveda

Gijón 7 de junio 2012.

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