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EL SALVADOR: Bienaventurados los que buscan la justicia. Por Hervi Lara

I El Salvador, 12 de marzo de 1977. En la localidad de Aguilares, el ejército asesinó al sacerdote jesuita Rutilio Grande y a dos campesinos que le acompañaban. Monseñor Oscar Romero era arzobispo de San Salvador. En dicha calidad se dirigió al gobierno advirtiendo que no asistiría a reuniones y actos oficiales hasta que se investigara la muerte de Rutilio y los crímenes de la represión generalizada en aquel tiempo.

Poco después, el 11 de mayo, asesinaron al padre Alfonso Navarro. El 19 de mayo, el gobierno expulsó a tres jesuitas que habían quedado en Aguilares y en la misma ocasión los soldados mataron a 50 campesinos y profanaron el templo pisoteando las hostias consagradas.

El Presidente de la República presentó al arzobispo Romero una lista de 30 sacerdotes que debían salir del país, a lo que Romero contestó: “Los sacerdotes no se tocan”. Desde fines de la década de los 70 y principios de los 90 habían caído como mártires 18 sacerdotes, 4 religiosas, cientos de catequistas y laicos, que se han sumado a los más 70.00 muertos del conflicto armado.

El 20 de julio de 1977 todos los jesuitas de El Salvador fueron amenazados de muerte con un ultimátum para abandonar el país. El padre Pedro Arrupe, entonces superior general de los jesuitas afirmó: “La Compañía de Jesús no se mueve con amenazas. Si se asesinan más jesuitas, celebraremos su funeral y seguiremos trabajando. Estamos contra la violencia, pero no tenemos miedo”. Los jesuitas se quedaron. Años más tarde, la reacción de las 14 familias más ricas y dueñas de El Salvador se hizo llegar a través del ejército a su servicio: el 16 de noviembre de 1989 fueron asesinados seis jesuitas de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA), la cocinera y su hija adolescente. Se trataba de personalidades fuertes y bien definidas. Enfrentaron desafíos, los asumieron y dedicaron sus vidas a superarlos. Dieron sentido a sus vidas en El Salvador que les tocó vivir.

II Desde 1985, Julia Elba era cocinera del teologado jesuita. Obdulio Ramos, su esposo, era jardinero. Celina, su hija, era estudiante. El 11 de noviembre hizo explosión una bomba en el portón de la residencia universitaria, quebrándose los vidrios de la casa de la familia Ramos. Por temor, decidieron no dormir en su casa, sino en una sala de la residencia universitaria. Madre e hija fueron asesinadas. Obdulio sobrevivió porque no fue visto por los soldados.

Joaquín López (1918) era salvadoreño. En 1938 había ingresado al noviciado de El Paso, Texas. En 1952 fue ordenado sacerdote. En 1964 tramitó la legislación para Universidades privadas, lo que posibilitó la fundación de la UCA. En 1969 creó Fe y Alegría, obra a su cargo al momento de ser acribillado.

Juan Ramón Moreno (1933) nació en Navarra, España. En 1950 ingresó al noviciado jesuita. En 1951 llegó a Santa Tecla, El Salvador. Se ordenó sacerdote en 1964. Entre 1971 y 1974 fue profesor de Visiones Científicas y de Computación de la UCA. Fue director espiritual del Seminario San José de la Montaña, tanto de seminaristas como de sacerdotes y religiosas. También enseñó Moral y Teología Fundamental. Luego fue subdirector del Centro Monseñor Romero.

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Siendo Rector del Colegio Jesuita, puso en práctica las directrices del Concilio Vaticano II y de la Conferencia Episcopal de Medellín, por lo que fue acusado de heterodoxia por los padres de familia. En 1976, viviendo en Panamá, fundó el Centro Ignaciano de Centroamérica. En 1980 participó en la campaña de alfabetización de Nicaragua. En 1985 retornó a El Salvador para ejercer la docencia y la organización de la Biblioteca del Centro de Reflexión Teológica.

Armando López Quintana (1936) nació en Burgos, España. En 1952 ingresó al noviciado jesuita y en 1953 llegó a El Salvador. Entre 1959 y 1962 fue Profesor de Matemáticas del Colegio Centro América de Granada, Nicaragua. Fue ordenado sacerdote en 1965. En 1970 se doctoró en Estrasburgo. Luego fue nombrado Profesor de Teología y más tarde Rector del Seminario San José de la Montaña de San Salvador, donde transmitió las ideas surgidas del Concilio Vaticano II, además de dar refugio a sacerdotes y políticos perseguidos por el gobierno. En consecuencia, en 1972 los jesuitas debieron abandonar el Seminario. Durante los dos años siguientes ejerció como Profesor de Filosofía de la UCA. En 1975 fue nominado Rector del Colegio Centro América de Managua, lugar donde continuó acogiendo a los perseguidos, ahora por Somoza. En 1978 pasó a ser Rector de la UCA de Managua. Estando ya en el poder el gobierno sandinista, éste lo nombró miembro de la Comisión de Derechos Humanos. Además, asesoró a dirigentes políticos y funcionarios del gobierno pertenecientes al Movimiento “Cristianos por la revolución”. En 1984, la Santa Sede intervino a la UCA y López retornó a El Salvador como Profesor de Filosofía y de Teología.

Segundo Montes (1933), nació en Valladolid, España. En 1950 ingresó al noviciado jesuita y al año siguiente fue enviado a Santa Tecla, El Salvador. Estudió Filosofía en Quito y Teología en Innsbruck, Austria. Fue ordenado sacerdote en 1963, regresando ese mismo año a El Salvador como Profesor y luego Rector del Colegio Externado. En 1970 adoptó la nacionalidad salvadoreña. Más tarde fue Decano de la Facultad de Ciencias del Hombre y de la Naturaleza y realizó estudios de doctorado en la Universidad Complutense. En 1985 fundó el Instituto de Derechos Humanos (IDHUCA), dirigiéndolo hasta su muerte. Simultáneamente, era párroco de la Colonia Quetzaltepec, en Santa Tecla. Montes se destacó como investigador y analista de los procesos de desplazados, refugiados y migrantes salvadoreños a causa de la guerra, tanto en el interior como fuera del país. En dicha condición integró el Consejo Asesor de Refugiados Centroamericanos (CARECEM) con sede en Washington.

Ignacio Martín-Baró también era originario de Valladolid, España. Nació en 1942. Entró al noviciado jesuita en1959. Estudió Humanidades Clásicas en la Universidad Católica de Quito, Filosofía en la Universidad Javeriana de Bogotá y Teología en la Universida Católica de Lovaina. En 1975 se licenció en Psicología en la UCA, donde fue Profesor, Decano, miembro del Consejo Superior Universitario y Director de la revista Estudios Centro Americanos (ECA). En 1977 obtuvo la Maestría en Ciencias Sociales en la Universidad de Chicago. En 1979 alcanzó el doctorado en Psicología Social y Organizativa. En 1981 fue Vicerrector Académico de la UCA. En 1982, Jefe del Departamento de Psicología. En 1989, Vicerrector de Postgrados y Director de

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Investigaciones. En 1986 fundó y dirigió el Instituto Universitario de Opinión Pública “Espejo social”, donde pudo realizar 23 encuestas con el objetivo de preguntar al pueblo su pensamiento. Publicó 11 libros e innumerables artículos. En 1972 apareció su primer libro, fruto de la docencia, bajo el título “Psicodiagnóstico de América Latina”. Retomó el concepto de “concientización” de Paulo Freire, porque “alfabetizarse es sobre todo aprender a leer la realidad circundante y a escribir la propia historia”. Afirmaba que “la guerra se caracteriza por la violencia, la polarización y la mentira institucionalizada”. En sus escritos integraba la Psicología Social tradicional con el contexto de la guerra civil de El Salvador. Sostenía que la Psicología debía enfrentar los problemas nacionales y desarrollarse desde las condiciones sociales existentes y las aspiraciones históricas de las mayorías populares, puesto que debía analizarse el comportamiento humano en su contexto. Por ello rechazaba la postura cómoda y falsa de una Psicología autonominada imparcial. Al contrario, enseñaba una Psicología comprometida críticamente con proyectos alternativos de sociedad, integrando diversas teorías y cuestionando creencias establecidas y los principales modelos teóricos por ser inadecuados para enfrentar la violencia colectiva de El Salvador.

En 1988, junto a Psicólogos de Centroamérica, México y Estados Unidos, Martín-Baró estableció el Programa Centroamericano de Opinión Pública, puesto que consideraba que “las encuestas de opinión pública pueden ser una manera de devolver la voz a los pueblos oprimidos”.

Trabajaba hasta 15 horas al día y, además, los fines de semana atendía la parroquia rural de Jayaque, en las afueras de San Salvador.

Ignacio Ellacuría había nacido en Vizcaya, España, en 1930.. Entró al noviciado jesuita en 1947 y un año después, junto a otros cinco novicios, fue enviado a fundar el noviciado jesuita de Santa Tecla, en San Salvador. Allí aprendió la libertad de espíritu, abriéndose a “lo que va a venir, sin saber lo que va a venir”.

Estudió Humanidades Clásicas y Filosofía en la Universidad Católica de Quito, donde aprendió “a pensar, a buscar los datos necesarios y a comprender la realidad”. Retornó a San Salvador, al Seminario de San José de la Montaña, como Profesor de Filosofía Escolástica. Estudió Teología en Innsbruck, donde fue alumno de Karl Rahner. Su tesis doctoral versó sobre Xavier Zubiri, con quien mantuvo permanente diálogo y de quien diría que constituía “una juntura entre lo clásico y lo moderno, entre lo esencial y lo existencial”. Se ordenó sacerdote en 1961. En 1967 regresó a San Salvador, a la UCA. Allí surgió su idea de construir una filosofía de la realidad de El Salvador y de América Latina, aunque consideraba a la teología más urgente que la filosofía, porque “es más eficaz”. Su primer escrito que causó impacto fue “Teología política” (1973). Su último escrito fue “Utopía y profetismo en América Latina” (1989).

Ellacuría fundó el Centro de Reflexión Teológica. Organízó la Maestría en Teología. Creó el Profesorado en Ciencias Religiosas y Morales para preparar Profesores de Religión y elevar el nivel de los cristianos más comprometidos. En 1984, junto a Jon Sobrino, fundó la “Revista Latinoamericana de Teología”. En 1967 fue Profesor de Filosofía de la UCA y miembro de la Junta de Directores. En 1972, fue Jefe del Departamento de Filosofía. En 1976, fue Rector de la UCA y Vicerrector de 4.-

Proyección Social. Habiendo sido encargado de la formación de los jóvenes jesuitas, siguió la intuición de San Ignacio: el jesuita debía estar bien formado para responder eficazmente a los retos de la sociedad y de la historia. En 1974, Roma prohibió a los jesuitas que Ellacuría ocupara cargos de responsabilidad en la Compañía. El tenía un lenguaje claro y preciso que le provocó la enemistad de un sector de los jesuitas, de la oligarquía, del ejército, de la derecha política y de la embajada de Estados Unidos. Es que en medio del conflicto, Ellacuría tomó el partido de la racionalidad del Evangelio, negando la violencia como salida y proponiendo el diálogo y la negociación mirando a la realidad. Se dejó llevar por la fe de Monseñor Romero y por la fe del pueblo crucificado, para así “actuar con justicia”.

Sobre la misión de la Universidad expresaba que lo más importante no era formar profesionales, sino que era la sociedad en la que está inserta, donde el gran problema estaba constituido por las mayorías populares. La Universidad “debe iluminar y transformar la realidad en la que vive, de la que vive y para la que debe vivir”. Por tanto, debía estar al servicio de la liberación del pueblo salvadoreño desde el modo propio de ser Universidad. Es así como Ellacuría promovió la publicación de revistas especializadas. Creó la Editorial Universitaria UCA Editores. Dados los textos críticos y la amplia producción de la UCA, las imprentas tuvieron temor, por lo que Ellacuría formó los Talleres Gráficos de la UCA. A todo lo anterior se sumaban sus comentarios a través de la radio del arzobispado.

En 1976, el gobierno impulsó la Reforma Agraria. Fue un proceso apoyado por la UCA porque beneficiaría a las mayorías populares y atacaría a la oligarquía terrateniente. Ellacuría estuvo presente en los análisis críticos y en las propuestas creativas. Pero la presión de la oligarquía hizo retroceder al gobierno. Ante este acto de cobardía, Ellacuría escribió un editorial de ECA bajo el título: “A sus órdenes mi capital”. El costo para la UCA fue el término del subsidio estatal y cinco bombas de la Unión Guerrera Blanca. Cuando asesinaron a Rutilio Grande, Ellacuría se encontraba en Madrid y no le fue permitido regresar a El Salvador hasta más de un año después. El 15 de octubre de 1979 se llevó a cabo un golpe de Estado de oficiales jóvenes que pretendían superar la crisis y que fue aprobado por la UCA. Pero este movimiento fracasó y se incrementó la violencia. En marzo de 1980 fue asesinado Monseñor Romero. Estallaron bombas en la UCA y en la residencia universitaria en menos de 48 horas. Ellacuría debió salir del país bajo la protección de la embajada de España, para retornar años después.

La propuesta de Ellacuría para poner fin a la guerra no fue comprendida. El consideraba que la única salida era el diálogo y no la violencia armada. En segundo lugar, proponía que las mayorías debían manifestarse por sí mismas. Y exigía respetar como terreno neutral a la UCA, templos, escuelas, hospitales.

La hija del Presidente Duarte había sido secuestrada. En octubre de 1985, Ellacuría y el arzobispo Rivera fueron mediadores ante el FMLN para su liberación, a cambio de 22 presos políticos y la salida del país de 101 lisiados de guerra. Ese mismo año, Ellacuría fundó la cátedra universitaria de Realidad Nacional en la UCA, donde se discutieron problemas nacionales y regionales. Lo sustantivo de su pensamiento era la orientación de la sociedad y la eficacia transformadora, pues señalaba que la causa del conflicto no era el comunismo internacional, sino la injusticia estructural.

A quienes le recomendaban descansar, Ellacuría les respondía que el pueblo no descansaba de la guerra ni de la pobreza.

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III Fueron hombres de una fe heroica, iluminada por su lucidez intelectual. La razón y la fe las pusieron al servicio de un pueblo en el que no habían nacido y al que amaron con verdadera catolicidad. Fueron auténticos académicos que concibieron la Universidad como promotora del cambio histórico, orientado a la superación de la opresión y a la consecución de la igualdad y la justicia necesarias para la realización plena de la dignidad humana. Porque lo que la Universidad “es realmente radica en su incidencia en la realidad histórica, en la que se da y a la que sirve”. Eran inteligentes y poseedores de una extraordinaria capacidad de organización y de producción intelectual. Podrían haber vivido cómodamente, sin riesgos, acumulando éxitos, tal como tantos universitarios de hoy que son funcionarios al servicio de técnicas política y culturalmente inútiles, inocuas y/o en beneficio del poder económico. Pero los jesuitas de la UCA no se pervirtieron ni renunciaron a la misión comprometida desde su juventud. No se refugiaron en un mundillo asfixiante de intrigas y pequeñeces, de sumisión y de aplicación. Ellacuría y los otros mártires no sólo fueron auténticos académicos sino también cristianos consecuentes, porque supieron mantener su dignidad en los ámbitos públicos y privados.

Comprendieron que la Universidad es parte y es expresión de la sociedad, cumpliendo como conciencia crítica. Por eso no temieron plantear iniciativas osadas y situadas en el corazón mismo de la transformación social. Porque la Universidad es “la conciencia del proceso histórico, donde se hace presente el pasado en la creación de nuevas formas de cultura. (…) Esta conciencia de la cultura que se expresa en el saber, se institucionaliza en la comunidad universitaria, que en diálogo permanente de sus miembros entre sí y de ella misma con la sociedad, participa críticamente en la personalización y socialización del hombre mediante la transformación y humanización del mundo. (…) Todas las tareas peculiares y permanente de la Universidad, como son, entre otras, la investigación y la formación de profesionales, deben integrarse, manteniéndose fieles a sus exigencias propias, en una reflexión comprometida con el proceso de liberación, para lo que es indispensable un estrecho contacto con las fuentes y formas de la cultura popular. Por eso, la Universidad debe ofrecer condiciones para que los universitarios puedan asumir críticamente su responsabilidad de participación en el proceso político en vista al bien común. En este sentido entendemos la correcta politización de los miembros de la comunidad universitaria. Es también capital que la institución universitaria se esfuerce en procurar los elementos para promover de una manera continua la independencia cultural del pueblo frente a cualquier forma de sometimiento, ya provenga del interior o del exterior”. (“Misión de la Universidad Católica en América Latina”. Buga, Colombia, 12-18 de febrero de 1967). Y para convertir la realidad de la injusticia es preciso conocerla desde dentro y cargar con ella. Es lo que Ellacuría y los otros hicieron y se convirtieron en mártires, testigos de la fe y víctimas del odio a la justicia, “tratando de bajar de la cruz al “pueblo crucificado” hasta el extremo de entregar la propia vida y derramar la sangre, haciendo correr por el mundo la vigencia histórica del Dios de los pueblos crucificados”. (Javier Vitoria Cormezana, “La precedencia del “hacerse teología” de los mártires sobre el “hablar de Dios” de los teólogos. “Solo la ejemplaridad es digna de fe”. - En “Revista Latinoamericana de Teología”, Nº 94, enero-abril 2015, pág. 106).

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Los mártires de la UCA habían comprendido la implicancia entre la fe y las exigencias de construcción de una sociedad humana y justa. Por ello dieron la vida, lo que significa comunión con Dios y con los demás hombres. Es la justicia que, en lenguaje bíblico, conforma la santidad. Porque la promoción de la justicia hoy es expresión de la fe. La justicia es una cara de la verdad. Y la verdad es lo que otorga sentido de trascendencia. Es lo que crea grandes acciones y espíritus grandes. Y los hombres justos y veraces se transforman en profetas. Cuando todos se desesperan, el profeta es quien espera. Y cuando los otros esperan, el profeta es quien se impacienta, para extraer el bien de todas las formas de mal que hay en el mundo. Es la rebelión frente al mal. Y la rebelión por causa de Dios y de los demás hombres es resurrección, porque “no hay para Cristo espacios sagrados y profanos. (…). Dios está especialmente en las prácticas humanas que ayudan a construir el Reino, que es justicia y paz. (…) Porque Dios no llama al hombre a huir del mundo, sino a la responsabilidad con el otro, con la justicia, con la verdad, con el trabajo honesto”. (Boff, L., “Jesucristo y nuestro futuro de liberación”, IndoAmerican Press Service, Bogotá, 1978, pág. 45 s.).

La bula “Inter Caetera” del Papa Alejandro VI (1942-1503) donó a los reyes de España “ciudades, fortalezas, lugares y villas, las islas y las tierras firmes halladas y por hallar”. Esto legitimó la colonización con la destrucción de etnias, culturas y religiones ancestrales. Más tarde, en 1845, el “Destino Manifiesto” de Estados Unidos ha justificado el expansionismo estadounidense, porque “Dios designó al pueblo norteamericano como nación elegida para dar inicio a la regeneración del mundo”. Las consecuencias de ambos procesos son conocidas y, en gran medida, causa de los actuales males de América Latina. (Cfr: Revista “Umbrales” Nº 258, mayo 2015, Montevideo, pág. 3). Los jesuitas mártires de la UCA buscaron revertir esta historia al desarrollar el mayor concepto ético: pecado estructural. Esto es, que vivimos en un mundo en el que las estructuras matan con mayor eficacia y crueldad que las personas. Por tanto, el énfasis en la maldad como asunto exclusivamente individual constituye un error, porque las estructuras del mundo de hoy son peores que los individuos. Con su habitual bella sencillez, lo ratifica el poeta Ernesto Cardenal, al afirmar que “los pobres son los trabajadores: son los que hacen las carreteras y los carros, siembran el algodón, el café, lo hacen todo. Son los que hacen el mundo. Y ocurre lo siguiente: una vez que hacen las cosas, se las quitan. Hacen el mundo, pero no pueden disfrutar del mundo. El mundo lo disfrutan los que no lo hacen”. (“Las ínsulas extrañas”, FCE, México, 2003, pág. 456).

Por la repercusión internacional que tuvo el hecho, el martirio de los jesuitas de la UCA contribuyó al inicio de las negociaciones que pusieron fin a la guerra. Parecieran, entonces, válidas las palabras de Thomas Merton: “La muerte hace que la vida llegue a su meta. Pero la meta no es la muerte, la meta es la eternidad”.

Hervi Lara B.

Santiago de Chile, 9 de octubre de 2015.

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