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EL TENDER DE LA REGIONALIZACIÓN (Crónica) por: Emanuel Garrison

Para nadie es nuevo ninguno de los problemas actuales y que constantemente asolan a nuestro país. Y sin embargo, a menudo, sino las más de las veces, nos vemos sorprendidos y en total indefensión, en una redonda imprevisión y una casi increíble caricatura de sucesos que siguen ocurriendo una tras otra vez. Los mismos acontecimientos, las mismas sorpresas, similares falencias de otras ocasiones anteriores, y lo que es peor: las mismas ingeniosas respuestas sin respuestas.

Porque basta un invierno lluvioso, una hiriente helada de aspecto grotesco recorriendo los rincones de la ciudad con su espada escarchada y su paso polar empedernido; o una sequía no pronosticada, un temblor de tierra en un país de permanente geografía telúrica o un despistado movimiento de olas, considerando que nuestro suelo contiene, por lejos, los más extensos litorales a escala planetaria. Y sin embargo, siempre nos hallamos desprevenidamente sorprendidos.

Basta algún suceso –que en otras latitudes podríamos llamarlos extraordinarios- para que asomen todas nuestras falencias y queden expuestas y al desnudo toda nuestra ingeniería, nuestras fallas, toda nuestra creatividad arquitectónica, los planes reguladores, los sistemas de comunicaciones al suelo, los barcos a la deriva en otro naufragio más de adivinanzas sobre qué fue lo que sucedió y emerja otro hecho más noticioso que los desastres ocurridos y digno de un estudio de análisis demográfico. La situación, otra vez, no resuelta de la extremada pobreza derramada a lo largo y ancho del territorio.

Hace unos cuarenta años atrás, en la resaca de 1974, se pensó en una mejor forma de administración geográfica y de prosperidad demográfica. Y anidó en la mollera de las autoridades castrenses gobernantes de la época una reforma al tipo de administración burocrática y territorial, llevándose a cabo una transformación inspiradora en el diseño y estructura por parte de la entonces oficina de desarrollo y planificación. Y se materializó, pues, la llamada Regionalización. Quizá como un sistema dinámico, quizá como un modelo de permanente avance, de fomento y una alta dosis de autocorrección en todas sus evidentes limitaciones, trabas y sustento que habría de mostrar con el paso de los años. Entonces se implementó y se puso en piloto automático. Una idea esbozada con cariño y amable candor. La regionalización era uno de los remedios recomendados. La panacea sugerida para que aflorara mayor autonomía, mayor independencia en los análisis y mejor determinación para anticiparse y poder descifrar oportunamente las inquietudes, las alarmas y frecuentes cojeras atesoradas a nivel local. Proporcionaría, sin duda, soluciones a la unidad de cuerpo, a la cohesión de ideas y a las propuestas de desarrollo en la búsqueda de soluciones en conjunto. Entre gobierno y ciudadanos. Estas serían las vertebras que darían consistencia y movimiento a la médula espinal del país. Sin embargo, y nuevamente, nadie sabe qué pasó y en que mar de inciertos aquella barca ejemplar naufragó: con todos sus ciudadanos adentro.

El modelo suponía diversas variables funcionales de eficiencia. Entre las grandes promesas y premisas que erguía el modelo se encontraban las intendencias, los gobiernos regionales, las gobernaciones provinciales, hasta llegar a las unidades más pequeñas: las comunas, que serían administradas por alcaldes y un concejo municipal.

Pero vamos despejando. Las intendencias a cargo de la función de seguridad pública regional no han dado con mucho los resultados esperados. Y aún hoy permanecen en un manto indescifrable sus reales funciones adicionales. Y sus protagonistas mentados intendentes muchas veces siquiera conocen realmente su región, aunque no hay uno solo de ellos que no se autoproclame con bombos, loros y platillos; paladines del fomento, héroes de la innovación y motores en la sangre del desarrollo. Y con suficientes alardeos de haber nacido en cierta cuna de la zona. Otras veces, no son más que cometas elevados por los aires del poder en manos de los honorables de turno.

Por otro lado, los gobiernos regionales, fastuosos y paradisiacos cajones de recursos, aún permanecen siendo instituciones sin liderazgo y sin sustento electoral. Aún continúa siendo un área regida por representantes designados. Es, por decir lo menos, curioso que todavía no cuente con su respectivo órgano ejecutivo para cumplir sus funciones de desarrollo, fomento e innovación en cada una de las regiones y sigan siendo llevadas adelante por el intendente. Se supone que de manera subrogante. Asimismo, la escasa o nula representatividad de los consejeros regionales, nacidos de elecciones indirectas e invisibles que aún despiertan sospechas, si hubo alguna vez más candidatos que aquellos mismos de siempre.

Sigamos viendo, dónde está la utilidad práctica de los gobernadores provinciales. Autoridades designadas que asombran con su tremenda y portentosa ausencia en la mayoría de los casos de conmoción, en muchos sucesos y decisiones de seguridad pública o resolución inmediata de encrucijadas sociales. Para que mencionar la ejecución de proyectos, materialización o cumplimiento de algún tipo de ayuda o auxilio en los momentos difíciles. Han brillado como seres invisibles o fantasmagóricos en las más ingentes calamidades. Y la tarea asignada siempre o les queda muy grande como poncho, o representa un desafío demasiado pequeño debiendo ser abordado por el municipio o por la iniciativa personal de algún habitante. Y prosiguen en su labor figurativa de espantapájaros en los sembrados regionales de incoherencias, esperando la oportunidad de ser requeridos a tareas dignas de su linaje o de su indefinible estatura.

Aquí tampoco aparece a vista y paciencia de los movimientos incesantes de demandas y exigencias sociales terreno donde los ciudadanos, juntas de vecinos o movimientos regionales pudieran haber encontrado vetas donde excavar respuestas y menos desarrollo de soluciones en conjunto. Queda esto de manifiesto en las innumerables situaciones cuando de modo corriente han debido acudir al salvataje los ministros, sino el mismo mandatario de turno a clavetear y construir una improvisada mesa de trabajo de emergencias. Nunca ha tenido participación real un gobernador provincial, más que un mero acompañamiento de ensaladas o aderezo decorativo de figurilla de greda ornamental. Esa es la vital incoherencia. Basta ver la coordinación siempre inexistente entre gobernadores provinciales y alcaldes. En otro juego más de suma cero.

Y por último, el jefe comunal, el alcalde; cuya relección ilimitada en la eternidad de los periodos edilicios habitualmente lo transforman en un toqui vitalicio y señor del latifundio; emperador de las promesas incumplidas y artífice del chamullo. Con un concejo municipal cuya tarea de guarda y vigías del cumplimiento, los acomoda en los estantes de muñecos de arcilla: meros espectadores en tres dimensiones. Uno que se tapa la boca, otro que se taponea los oídos y uno más que se obstruye la visión de humareda como manifiesto del cuidado y esmero con que se abocará a su tarea de inconducente fiscalizador consistorial.

En todas las grandes ocasiones donde se ha presentado como una heroica oportunidad de soluciones y centro neurálgico de respuestas a los millares de habitantes o ciudadanos: ninguna o casi ninguna de estas unidades autónomas, dinámicas y funcionales han estado presentes con una efectiva y práctica capacidad de resolución, y han tenido que acudir, una y otra vez, desde la capital del reino los ministros agrimensores sorprendidos por la novedad de las complicaciones surgidas, que nunca nadie antes apreció o pudo descubrir, que tampoco nunca fueron medidas ni sopesadas. Salvo por las fuerzas de tareas de metálicas vestiduras, gases de asfixio y apaleos de pensamientos que lanzaron a las muchedumbres de niños, mujeres y belicosos ancianos que pedían la dignidad de una mirada o la compasión de las autoridades tan jugados por la causa noble y digna de la patria, a la espera de la decisión insondable y ejecutiva de las autoridades regionales, dotados de una inefable capacidad de servicio público adquiridas en las aulas de papagayos. Al aguarde de una minúscula atención, a fin de erigir un país de auténticos compatriotas y no esa barca de náufragos encallada en los arrecifes de coral, que viene y va haciendo aguas por los cuatro costados, zarandeados por las olas de preguntas y requerimientos sin respuestas. Una amable barcaza anegándose en la incertidumbre de un océano, en que avanza uno y retrocede dos.

Aun estamos a tiempo. Y tenemos la confianza y la capacidad de corregir las derivas, ajustar la brújula y el sextante y recomponer la roída carta de navegación. Podemos recapacitar con sensatez para perfeccionar el rumbo. Aún es temprano, amanece, y el futuro nos espera. Quizá ya sea buena hora para desactivar aquel viejo piloto automático, y replantear un verdadero camino.

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