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Educación chilena: Elija entre Pepsi o Coca-Cola. Por Humberto Palma

La intención de actores políticos y líderes sociales por mejorar nuestra Educación es sin lugar a dudas loable, y además justa. En esto existe pleno consenso con directores y sostenedores de colegios, profesores, alumnos y apoderados. Pero bien sabemos que las buenas intenciones no son suficientes para generar los cambios esperados. Y es aquí, en el cómo y en la forma en que suelen ir instalándose las reformas y políticas educacionales, donde comienzan las discrepancias respecto del actual modelo, y de paso revelan decisiones que exigen de nuestra parte constante discernimiento, tanto desde la teoría educativa como desde la ética y la práctica pedagógica.

Sin ir más lejos, observamos en el lenguaje y en los actos de los stakeholders educacionales evidentes posiciones ideológicas tomadas, pero no abiertamente declaradas. Y ello no es del todo extraño, pues convengamos en que no existe una Educación neutra, ni tampoco exenta de los influjos del poder. De hecho, se nos ha hecho ya un hábito oír hablar de calidad, justicia, equidad, libertad, preocupación por los pobres, rechazo al lucro (des-regulado o no) y a la discriminación, entre otros tantos apodos y adjetivos respecto de la Educación que queremos. Lo reprobable es que se procede mostrando lo que conviene y ocultando lo que avergüenza, y así se constata en el discurso oficial de todos los actores. A esto se llama “acomodar el relato”, para que se ajuste a nuestra necesidad argumentativa. En este sentido, se trabaja hábilmente para convertir nuestro sistema educacional en un “lecho de Procusto”. Este era el nombre dado al mítico posadero de la ciudad de Eleusis (en al antigua Grecia), quien procuraba por todos los medios que las personas se ajustaran perfectamente al tamaño de su cama, y para ello cortaba o estiraba las extremidades de sus desafortunados huéspedes.

Lo que haremos a continuación es insistir en algunas de las tantas asimetrías indeseables de nuestro sistema educacional, que por lo mismo incomodan y avergüenzan. No obstante, pareciera que la tendencia sigue siendo simular la anhelada mejora, de tal manera que ante la opinión pública todos quedemos bien, mientras que la realidad sigue poniendo en evidencia las contradicciones y paradojas que las diferentes posiciones ideológicas intentan ocultar.

¿Maquillar, reformar o cambiar?

Si el interés por la Educación es auténticamente ético, debe entonces conectarse necesariamente con la pregunta por el sistema educacional imperante en el país, y en consecuencia prestar atención al trasfondo de las demandas estudiantiles. No olvidemos que lo que el movimiento estudiantil cuestiona no son sólo cosas de forma (como por ejemplo, quién paga la Educación; o si los padres o el Estado elegirán el colegio para los postulantes; si la calidad se mide por el Simce o por otros factores; si el lucro debe regularse o no, etcétera), sino de fondo. Apuntan a cuestionar las bases de un sistema educacional que estaría entregado a la libertad del mercado, y puesto al servicio de intereses y valores que emanan más bien de la cultura empresarial y el accountability (competencias, logros, metas, rankings, incentivos y castigos) que del desarrollo de las personas y de los desafíos éticos que enfrenta la Humanidad.

Lamentablemente, se ha hecho común que las autoridades políticas, y cuando no también las eclesiásticas, desvíen la atención hacia temas como calidad, los pobres, proyectos educativos, la posibilidad de los padres de “optar”, la formación docente, etcétera. Pero del sistema en sí mismo, ni una palabra. Es tiempo de preguntarnos si acaso el sistema educacional chileno está o no al servicio de la formación y promoción de las personas, de los valores declarados por las Nuevas Bases Curriculares. En otras palabras, si estamos educando o escolarizando. Sin esta pregunta de fondo, podemos continuar haciendo diversos arreglos, al estilo Procusto, pero esos arreglos no serán más que ajustes “cosméticos”, es decir, afinarán algunas cuerdas disonantes, pero mantendrán la misma guitarra. Se corregirán aspectos y dimensiones del sistema, pero se mantendrá el sistema. ¿Y eso es lo que queremos? ¿Estamos ciertos de que el nuestro es un sistema educativo humano y humanizador? Esa es la cuestión, —escribió Shakespeare.

Intervencionismo tecno-jurídico

Por otra parte, y como ya señalamos, las intenciones subyacentes a la Reforma son muy buenas. Pero a veces los medios y el modo cómo hacemos las cosas, terminan por echarlo todo a perder. En su reciente libro “Antifrágil. Las cosas que se benefician del desorden” (Paidós, 2013), Nassim Taleb nos recuerda algo que en muchas ocasiones, víctimas de aquel afán enfermizo por mejorarlo todo, terminamos olvidando. Y eso que olvidamos se llama “intervencionismo exagerado”, que cuando ocurre en el campo educacional termina obviamente fragilizando aún más una realidad que de suyo es frágil.

Para entender mejor esto, pongamos un ejemplo. Cuando una mamá sobre-protege a un hijo contra toda enfermedad, dolor, riesgo o infección, al final de cuentas lo que hace es fragilizarlo y exponerlo a que el más mínimo estresor (infección, fríos extremos, problemas en la escuela o cualquier evento no previsto) lo haga pedazos. Protegido como está, es de esperar que nunca le ocurra nada “malo”. El problema es que cuando sobreviene el imprevisto…, las consecuencias suelen ser desastrosas.

Pensemos ahora en nuestro sistema educacional, y nos daremos cuenta que nos estamos exponiendo a un grave problema. En el último tiempo hemos sido testigos de un severo intervencionismo pedagógico, de naturaleza técnica y jurídica. De hecho, ingenieros, economistas, sociólogos y demás gurúes, se dan cita para meter manos al curriculum nacional, a planes y programas, a la jornada escolar, a la convivencia, a la economía, a la sala de clases, a la solidaridad, al deporte, a las fiestas, a las competencias, a los valores, a las familias, a los apoderados, a los delitos, a las evaluaciones, a los centros de alumnos, a la calidad…. Dígame alguien qué ámbito de la educación no ha sido intervenido con leyes, programas, indicaciones, protocolos, circulares A, B, C… ¿Y cuál es el resultado? Hemos sentado las bases de un sistema escolar altamente frágil, a tal punto que si un niño se accidenta, o agrede a otro, en el patio del colegio debemos consultar qué dice el manual o el protocolo de acción. ¿Lo ayudo siguiendo lo que me dicte el sentido común, o notifico al “encargado”?; ¿llamo a la ambulancia o doy aviso a carabineros y a los papás?; ¿informo al comité de convivencia escolar?; ¿alternativas A, B, C, D, todas las anteriores, ninguna de las anteriores?

Es evidente que hemos llegado a un nivel cercano a la ridiculez. Sin embargo, desde las oficinas del “deber ser” continúan emanando decisiones que atentan contra la justa autonomía de las comunidades educativas, y de paso se infantiliza a los equipos directivos y a los docentes, pues se ven en la obligación de estar siempre “obedeciendo al Hermano Mayor”. Sistema casi “orwelliano". Pues bien, si no renunciamos a este exagerado intervencionismo, el más mínimo viento de cambios terminará matando la educación, ¿o ya la mató?

Complexus es lo que nos define

Hace algunos años, Edgar Morin escribió una obra de gran calidad: “Los siete saberes necesarios para la educación del futuro” (1999). En ella insiste en algo que nos parece casi obvio: vivimos en una sociedad y cultura que sólo se puede comprender desde la complejidad, entendiendo ésta a partir de su etimología latina “complexus” (tejido junto). De tal manera que en este tejido llamado mundo, todo afecta a todo: el todo a las partes y las partes al todo. Por lo mismo, lo que predomina no es la certeza, sino la incertidumbre, lo complejo. Morin piensa el conocimiento recurriendo a una hermosa y pertinente analogía: “el conocimiento es navegar en un océano de incertidumbres, a través de un archipiélago de certezas”. No sabemos lo que será la educación del futuro, porque es prácticamente imposible predecir ese futuro. Pero sí sabemos que hemos de educar para que nuestros niños y jóvenes naveguen, y no naufraguen, en esos océanos de incertidumbres.

Lo anterior exige que nuestra Educación incorpore aquellos sabios consejos de Morin, pero sospecho que los ingenieros que intervienen el currículum ni siquiera han leído a Morin. Es un hecho que no valoramos para nada la incertidumbre. En el mundo educativo, todo sigue siendo blanco o negro, verdadero o falso, correcto o incorrecto. Y así lo medimos en las pruebas de aula, en el SIMCE y PSU (por ejemplo). Nos hemos vuelto maniqueos y fundamentalistas. El error es castigado, y por eso tenemos miedo a equivocarnos, y la Educación ha pasado a ser sinónimo de escolarización, de sometimiento a moldes que poco y nada tienen que ver con la vida; sinónimo de tedio, estrés y aburrimiento.

Esto pasa cuando un sistema educacional responde a criterios empresariales, al accountability (la rendición de cuentas, el control). Estamos gestionando para rendir cuentas y salir con cero faltas, pero no para educar. La educación aprende del error, y más del error que de la certeza. El error le ayuda a descubrir lo que no es educar. La escolarización, en cambio, rechaza y castiga el error. ¿No es tiempo, entonces, de comenzar a tomarnos más enserio la sociedad y cultura en que vivimos, educando para que niños y jóvenes aprendan a navegar por ese océano de incertidumbres que es el mundo de hoy?

Proyectos Educativos y Segmentación de mercado

Por último, algo de lo que me he dado cuenta (y ojalá me equivoque) leyendo a Thomas Frank (“La conquista de lo cool", Ed. Alpha Decay, 2011). La cosa es bien simple de entender. Ocurre que hasta antes de que Pepsi ganara un lugar en la cultura de consumo, Coca-Cola era la reina indiscutida de las gaseosas. Su estrategia consistía en ofrecer al mercado un único producto para todas las personas, la misma bebida para ricos y pobres, jóvenes y viejos, empresarios y empleados. También su envase era único y el mismo. Pepsi, en los años sesenta, quería entrar al mercado, pero no podía contra aquel coloso. Entonces introdujo un cambio que alteró nuestras vidas para siempre. Pepsi pensó en la juventud y en el espíritu joven, apuntando de este modo a un universo de personas que no se sentía identificado con los valores de Coca-Cola. De este modo, la “guerra de las colas” no se centró tanto en el producto, sino en construir la subjetividad del consumidor, segmentando así el mercado. Consumir Pepsi pasó a ser sinónimo de ser joven, contestatario y anti-sistema.

De esta manera, Pepsi logró validarse como competencia temida por el gigante Coca-Cola. Pero de paso nos legó un concepto, que se metió en el mercado y la cultura: “segmentación del mercado”. Esto significa dirigir productos sutilmente distintos a grupos concretos de consumidores. Se mostró que esto era más efectivo que fabricar el mismo producto para todo el mundo. Gracias a esta ingeniería publicitaria, las personas hoy elegimos los productos no tanto por sus propiedades, sino por lo que ellos representan a través de sus marcas: exclusividad, poder, fuerza, masculinidad, juventud, fama, etcétera. En otras palabras, cuando compramos algo no sólo estamos comprando ese producto, sino también, y sobre todo, lo que gira alrededor de él. Todo aquello que nos vende la publicidad.

¿Qué tiene que ver esto con la Educación? Mucho, pues la defensa de los proyectos educativos no es tan inocente ni pura como podría parecer. Junto con el proyecto, los colegios también venden una marca apuntando a un sector específico. De este modo es como compiten y logran sobrevivir en el mercado educacional. Esa “marca educativa” no sólo va asociada a valores humanistas, cristianos, laicos o pluralistas, sino también a exclusividad social, a segmentación. Y en una sociedad arribista como la nuestra, los papás, a través del financiamiento compartido, no sólo “compran” Educación y valores, sino además el derecho a mezclarse con quien ellos quieran, es decir, eligen tomar Pepsi o Coca-Cola.

Sin lugar a dudas, son muchas más las asimetrías de nuestros actual sistema educacional. La invitación es a seguir pensándolas. No queremos que fruto de las actuales decisiones y consensos políticos, terminemos construyendo un lecho de Procusto. Pero tampoco deseamos un sistema que, amparado por ideologías disfrazadas de buenas intenciones o el silencio cómplice de la ciudadanía, convierta la Educación en una opción de consumo, semejante a elegir tomar Pepsi o Coca-Cola.

P. Humberto Palma Orellana
Profesor Universidad Finis Terrae Facultad de Educación

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