Para sorpresa de muchos observadores, las organizaciones islámicas cumplieron un papel secundario en la ola de rebeliones en países árabes. Así ocurrió en Egipto con los Hermanos Musulmanes, una cofradía político-religiosa conservadora, favorecida en un principio por el presidente Anuar El-Sadat y su sucesor Hosni Mubarak, quienes la utilizaron como dique de contención del nacionalismo radical nasserista y de los movimientos islámicos extremistas. Con creciente influencia burguesa en su seno, los Hermanos Musulmanes, sin renunciar a su meta de islamizar la sociedad y el Estado, adoptaron una conducta prudente y temerosa para no irritar al poder gobernante.
Contrariamente a la mayoría de los pronósticos, la rebelión egipcia fue impulsada y conducida por coaliciones de fuerzas –partidos, asociaciones, redes de internautas– en su mayoría laicas y democráticas. Las organizaciones del movimiento islámico –o sus miembros a título individual– participaron, pero en un pie de igualdad respecto de formaciones consideradas marginales antes de que comenzara la sublevación, y de grupos más parecidos a los disidentes este-europeos de 1989 que a partidos de masas o de vanguardias revolucionarias, actores tradicionales de las revoluciones sociales...
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