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El director de la edición noruega de Le Monde diplomatique analiza la masacre de Oslo.

Las metáforas literales de un terrorista

Por Remi Nilsen. Director de la edición noruega de Le Monde diplomatique.

Hace tres años, cuando un hombre armado ingresó en una institución educativa de Finlandia y asesinó a cinco personas, me llamaron de una radio pública finlandesa para preguntarme por qué creía que algo así ocurría en Finlandia y no en Noruega, considerando que los dos países son tan similares cultural, geográfica y demográficamente. En ese momento, me resultó difícil formular siquiera una hipótesis. Hoy, me encuentro del otro lado, pero me embarga la misma perplejidad: ¿hay algo “extremo” en la sociedad noruega, en esta sociedad socialdemócrata de buen funcionamiento, caracterizada por la confianza y la igualdad?

La noticia de que el terrorista que hizo detonar un coche bomba frente a las oficinas del Primer Ministro de Noruega y lanzó un ataque contra un encuentro juvenil que se llevaba a cabo en Utoya, en las afueras de Oslo, con un saldo de 76 muertos, es noruego –y “conservador cultural”, como se autodenominó en diversos foros de internet—ha dejado a Noruega sumida en la conmoción y la incredulidad. Nunca creímos que hubiera en nuestro país extremistas de derecha dispuestos a entrar en acción en nombre de sus creencias.

¿Se trata de un loco? ¿Un lobo solitario radicalizado? ¿Por qué motivo decidió masacrar jóvenes de la AUF, la organización juvenil del Partido Laborista, un partido moderado de centroizquierda?

Es probable que jamás encontremos respuestas definitivas. Por definición, una persona que asesina niños a sangre fría, a quemarropa, es un psicópata. La pregunta que debemos formularnos es si y en qué medida un debate público político que exhibe un nivel de agresividad cada día mayor puede allanar el camino para actos tan atroces. ¿Qué sucede cuando las metáforas y las alegorías se interpretan en sentido literal?

Una característica distintiva de la política escandinava es que la población tiene en tan buena consideración al sistema socialdemócrata vigente que todos los partidos políticos adhieren a él, incluso la derecha (a comienzos del año en curso, la derecha declaró que el papel que desempeñó en su creación había sido tan decisivo como el del movimiento de los trabajadores). La derecha racista –en especial en Dinamarca, pero también en Noruega y Suecia—ha abrazado este modelo y considera que la amenaza más grave que debe enfrentar proviene de la inmigración, no de la creciente desigualdad producto de la globalización neoliberal ni del insaciable sector financiero. Esa postura se ve reforzada por la aseveración apocalíptica de la derecha liberal respecto de la inviabilidad del sistema (a pesar de los hechos que señalan lo contrario y de que todas las encuestas revelan que una vasta mayoría de los noruegos está dispuesta a pagar más impuestos para conservar el modelo benefactor).

Si bien el Partido del Progreso alimenta (metafóricamente) la idea de que podría producirse una invasión musulmana de Europa Occidental y que habría una conspiración contra la región, debe señalarse que es bastante moderado en comparación con los Demócratas de Suecia, que obtuvieron 20 escaños en el Parlamento el año pasado. Su líder, Jimmie Åkesson, calificó en forma reiterada al Islam como la mayor amenaza para Suecia “desde la Segunda Guerra Mundial”.

En Dinamarca, el Partido del Pueblo también profesa esta idea de la existencia de una amenaza o, incluso, una posible invasión. Se trata del tercer partido de Dinamarca (13,8 por ciento del total de los votos en las elecciones de 2007) y sostiene que la inmigración musulmana es “el desastre nacional más importante” de las últimas décadas; el Partido del Pueblo no duda en convocar a la población a luchar contra esta amenaza haciendo referencias alegóricas al movimiento de resistencia dinamarqués durante la Segunda Guerra Mundial.

Los anteriores no son más que algunos ejemplos, bastante moderados, de un discurso explícitamente racista que se ha vuelto “normal” en la escena política europea: ciertos ministros franceses hablan de la necesidad de defender “la identidad francesa”; los primeros ministros de Alemania y Gran Bretaña declararon a principios de este año que “el multiculturalismo ha fracasado”, sin ofrecer argumentos de ningún tipo salvo un reconocimiento implícito de la afirmación xenófoba carente de todo fundamento de que las diferentes culturas (por ejemplo, cristianos y musulmanes) no pueden vivir juntas. Y para qué hablar del movimiento del Tea Party, en los Estados Unidos, que no duda en describir a Obama como un Hitler, al tiempo que alimenta teorías conspirativas en las que Obama es un infiltrado musulmán y exigen ver el certificado de nacimiento del Presidente. ¿Qué ocurre si esta retórica, estas metáforas, se interpretan en sentido literal?

No obstante, aun queda por responder la pregunta respecto de por qué esto sucedió en Noruega. ¿Por qué debería ocurrir un acto tan extremo de odio en una nación pacífica y segura, con mínima tensión social, desocupación prácticamente inexistente, alto nivel de igualdad y siendo, según la ONU, uno de los mejores países para vivir?

Si bien las diferencias de clase en Noruega son ínfimas en lo que respecta a ingresos y culturas, de todos modos existen. Durante los últimos diez a veinte años, tuvo lugar una recomposición de clase: votantes de clase trabajadora abandonaron el socialdemócrata Partido Laborista para sumarse al Partido del Progreso, populista y xenófobo.

La modalidad de este cambio es todavía un enigma; muchos integrantes de la izquierda han tratado de elucidar el “código del Partido del Progreso” (1). La explicación más común es la profesionalización del Partido Laborista que dio como resultado el distanciamiento de los políticos respecto de los votantes; el Partido del Progreso, en cambio, se muestra más “campechano” y resulta más fácil sentirse identificado con él. Desde principios de la década de 2000, en Dinamarca y, algo más tarde, en Noruega, los populistas y algunos sectores de la derecha liberal lanzaron una “batalla cultural” contra la “corrección política” (término que Breivik emplea con frecuencia en su “manifiesto”) de la izquierda. Todos los partidos mayoritarios de Noruega se califican como socialdemócratas: el sistema tiene tanta adhesión que hablar en su contra constituiría un camino a la derrota electoral, pero la derecha liberal y los sectores con ideas económicas más liberales del Partido Laborista han arribado al consenso de que el sistema del Estado benefactor no es viable en el largo plazo.

La derecha liberal usa esta coincidencia, por supuesto, para argumentar en favor de la privatización de los servicios públicos, mientras que la derecha populista, el Partido del Progreso, culpa a los inmigrantes. Así, la combinación de una identificación sencilla con una imagen “campechana” y una explicación fácil para problemas económicos complejos podría dar cuenta de un entorno cada día más xenófobo. A esa combinación se suma la aceptación generalizada del racismo antiislámico con posterioridad al 11 de septiembre. Pero una vez más, ese entorno xenófobo no es exclusivo de Noruega.

El enemigo principal de Breivik –y otros “conservadores culturales”—no son los musulmanes, cuyo acendrado sentido de identidad respetan, sino los “marxistas culturales”, débiles y “femeninos”, proponentes del multiculturalismo. Se explica, así, por qué Breivik decidió atacar el Partido Laborista y no una mezquita ni otro sitio o símbolo islámico. El argumento no es nuevo y recorre Europa: en virtud de su insistencia en el pasado imperialista de los blancos, la izquierda termina denigrando a los blancos; se trata de racismo inverso, señalan los conservadores. Es por este motivo que Breivik asegura que es antirracista.

Breivik manifiesta un odio fenomenal contra la centroizquierda noruega. Lo que está en juego aquí es una dinámica social difícil de explicar: ¿por qué este hombre, que creció en la zona afluente de Oslo, desarrolló semejante odio contra la política de los partidos mayoritarios? Creo que todavía no contamos con suficientes datos para establecer una distinción clara entre los elementos psicológicos, por un lado, y el entorno social y el contexto político, por otro.

El componente marxista no debe desdeñarse. En los últimos años, los liberales y la derecha conservadora subrayaron con agresividad los crímenes del comunismo (Stalin y el Pol Pot) y colocaron en pie de igualdad a marxismo con nazismo; el argumento que queda implícito es que el solo pensar en la posibilidad del cambio social desemboca en forma inadvertida en regímenes totalitarios. Tal argumento se ha empleado, con frecuencia, para acusar a la izquierda de tener objetivos ocultos, con el fin de descalificar su deseo de alcanzar una sociedad más justa y equitativa. Esta estrategia resultó efectiva para bloquear el debate político sobre el desarrollo socioeconómico de nuestras sociedades, con el resultado de que la política se convierte en una “batalla cultural” más que en un debate acerca de cómo distribuir la riqueza y unir a las personas.

En todo el territorio europeo, se observan los mismos antagonismos que parecerían constituir la motivación política tras las acciones de Breivik. Es difícil establecer qué provoca el passage à l’acte en casos tan extremos como este, pero si podemos extraer alguna lección en estos primeros momentos es que la normalización del racismo y del discurso de agresión en el ámbito público puede radicalizar a personas alienadas. No se debe culpar a la derecha populista y xenófoba de estos horrendos actos de terrorismo, pero esas acciones ponen de relieve la responsabilidad discursiva que todos tenemos. Las metáforas pueden interpretarse literalmente. No es esta una cuestión de libertad de expresión, sino de honestidad y responsabilidad retóricas.

© Eurozine

1) N. de la T.: En 2006 Magnus Marsdal escribió FrP-Koden, un libro que trata el tema del Partido del Progreso y su éxito a partir de la tensión que identifica entre la izquierda intelectual y los votantes de clase trabajadora.

Traducción: Elena Odriozola

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