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El modelo belga del paraíso fiscal

En tiempos electorales, resulta cómodo atribuir los males de la nación a algún chivo expiatorio. Durante la campaña presidencial francesa de 2012, se agregó un invitado sorpresa a la lista de objetivos de los aspirantes al cargo supremo, junto a los inmigrantes y los países emergentes de bajos salarios. Unos tras otros, tanto los candidatos de izquierda como de derecha señalaron con el dedo al apacible Reino de Bélgica, acusado de albergar a un creciente número de ricos exiliados franceses, atraídos por el ventajoso régimen fiscal de un país llano, que no es el suyo.

A primera vista, esta acusación parece ser un homenaje más propio del surrealismo belga que una demostración fáctica. Al igual que su vecino hexagonal, Bélgica dispone de uno de los Estados de bienestar más avanzados del mundo y asegura su financiamiento a través de sus ingresos fiscales, que en 2009 ascendían al 45,9% del producto bruto interno (PBI), casi un 2% más que en Francia. En ambos países, las rentas del trabajo están sujetas a importantes retenciones, en forma de aportes sociales, por un lado, y de un impuesto progresivo bajo el régimen del impuesto a la renta, con tasas marginales máximas cercanas al 50%, por el otro. Bruselas también se equipara con París en términos de impuesto global de las rentas del capital: esta recaudación se sitúa, según los años, entre el 8,5 y el 10% del PBI, es decir, una cifra levemente superior a la media europea.

Artículo completo: 268 palabras.

Texto completo en la edición impresa del mes de julio 2012
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Frédéric Panier

Economista de la Universidad de Stanford.

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