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"Escritura crítica situada". Entrevista de Alex Ibarra a Isabel Hernández

Entrevista a Isabel Hernández (I.H), antropóloga y escritora argentina residente en Chile. Entrevista realizada por Alex Ibarra Peña (A.I) del Colectivo de Pensamiento Crítico palabra encapuchada.

A.I: Isabel, gracias por aceptar la entrevista. Al entrar en tu blog ( HYPERLINK "http://www.isabelhernandezescritora.blogspot.cl" http://www.isabelhernandezescritora.blogspot.cl) lo primero que llama la atención es que te consideras como una investigadora situada en la interdisciplina. ¿Por qué esta valoración por la interdisciplina? ¿Qué opinas del trabajo científico contemporáneo que tiende hacia la especialización?

I.H.: Gracias a ti, Alex, por ofrecerme este espacio. Más que una investigadora situada en la interdisciplina o en la pluridisciplina (lo que ofrece numerosos obstáculos metodológicos: resistencias disciplinarias, diferencias de lenguajes y formas de asumir la producción de los conocimientos), siempre me he inscripto en la corriente transdisciplinaria. La Transdisciplina es una forma de organización de los conocimientos que, según lo explica Edgar Morin: “trasciende las disciplinas de una forma radical, haciendo énfasis: a) en lo que está entre las disciplinas, b) en lo que las atraviesa a todas, y c) en lo que está más allá de ellas”. En lo personal, pienso que la interconexión e interdependencia de los problemas develados desde lo concreto, lo real, permite la confluencia de procesos reflexivos, múltiples y dispares, desde la teoría y desde el método, cuyas interrelaciones conforman la estructura de una “totalidad articulada”. Esa “totalidad” es el conducto a través del cual los paradigmas formalizados de las distintas disciplinas se encuentran y conjugan sus dominios, desde una relación de franca interdependencia. Esto no significa que se desestimen la perspectiva de cada campo disciplinario y sus especialidades. Una investigación transdisciplinaria no excluye estudios particulares o parciales, pero las propiedades de la “totalidad articulada” determinan el proceso de producción del conocimiento científico y el modo singular de construir el objeto de estudio. En mi experiencia, ambos procesos son de abordaje totalizador (integral y holístico) y, por lo tanto, ofrecen acceso a la transdisciplina.

A.I: Disculpa que parta con estas preguntas relacionadas a tu producción científica, pero lo hago aprovechando el hecho de que por años fuiste investigadora del CONICET argentino y del Instituto Paulo Freire de la Universidad Nacional de Rosario. ¿Cómo científica social valorabas eso que se ha llamado como producción situada?

I.H.: La “actividad situada”, propia del modelo didáctico de producción mediada, “favorece la investigación en y desde el aula en el contexto totalizador de la cultura, y sitúa el aprendizaje transdisciplinario con estrategias didácticas en un proceso semiósico de circulación de nuevos signos interpretantes” (como bien señalan Irida García de Molero y otros). Lo curioso es que, con diferentes terminologías, estos modelos se vienen proponiendo, formalizando y desarrollando desde hace más de cincuenta años. Conocí a Paulo Freire en Chile en los años ’60, aprendí mucho de él. Luego nos reencontramos en los ’80, en Brasil y Argentina, cuando me tocó organizar y coordinar, en noviembre de 1985, en Buenos Aires la “Asamblea Mundial de Educación de Adultos”, presidida por Paulo. Allí asistieron miles de estudiosos de más de 130 países, del International Council for Adult Education (ICAE) y el Consejo Latinoamericano de Educación de Adultos (CEAL). Más tarde, desde Naciones Unidas (UNFPA-CEPAL: HYPERLINK "http://www.cepal" www.cepal.org/bialfa) continuamos perfeccionando los paradigmas de la pedagogía crítica, la investigación participativa y la antropología de la transferencia, desde el modelo metodológico “BI-ALFA” (Bialfabetización simultánea de Educación de Adultos Indígenas) que, hasta la actualidad, se aplica en el contexto de los pueblos indígenas de Guatemala, Paraguay, Argentina, etc. Lo que ocurre es que la difusión de estas corrientes de pensamiento no contó en su momento (década de mediados de los años ’70 a mediados de los ’80), con un contexto político propicio. Tampoco en ese período contábamos con los medios de divulgación científica electrónica con que hoy se cuenta. Asimismo, suele ocurrir que las jóvenes generaciones de científicos rebautizan métodos, procedimientos y técnicas con el objetivo de innovar, sin tomar en consideración los caminos ya recorridos. Para todos sería provechoso y saludable revisitar la bibliografía pionera y volver a leer a muchos autores destacados de aquellos tiempos.

A.I: El aporte de Paulo Freire de su pedagogía de la liberación ha influenciado distintos movimientos de intelectuales como la filosofía de la liberación, la pedagogía crítica, etc. ¿Qué rescatas de la obra de Freire para la América Latinoamericana contemporánea? ¿De qué manera influenció tu ejercicio investigativo y tu producción científica?

I.H.: En parte, Alex, ya he respondido a esta pregunta en el apartado anterior. Pero hay algo anecdótico que quisiera destacar, ya que tal vez haya colegas latinoamericanos de aquellos tiempos que no lo recuerdan, lo quieren olvidar, o simplemente nunca lo supieron. Me vienen a la memoria en este instante escenas en las que leíamos a autores del ICAE y del CEAL, en grupo, y en forma clandestina, durante los años de la dictadura de Chile y Argentina. Es más, por aquellos tiempos yo traduje, del portugués al castellano, un libro de Freire que casi no se conoce, se llama “Concientización”, lo publicó el desaparecido Editorial Axis, de Rosario-Argentina, y lo hice en un domicilio también clandestino. Su distribución lo era, obviamente. Lo mismo ocurría con la revista cuatrimestral “Educacao & Sociedade”, de Cortez Editora y Autores Associados, de Sao Paulo, a cuya dirección editorial pertenecí. A través de estas redes difíciles y peligrosas, logramos conocernos con científicos sociales de toda América y El Caribe, principalmente, y enriquecernos con otras ideas, innovaciones y experiencias.

A.I: Al buscar temáticas y prácticas en tu producción intelectual resalta la preocupación que has tenido por las lenguas de nuestro continente. ¿Cómo llegaste a la valoración de nuestras lenguas? ¿Qué experiencia positiva rescatas de esos años de convivencia con mujeres indígenas?

I.H. Durante la década de 1960, se extendió la utilización de productos químicos para la curtiembre de los cueros y desapareció la explotación de los bosques de quebrachos en el Chaco argentino (de los cuales se extraía el tanino para el trabajo del curtido). Con ello, gran parte de la población indígena chaqueña, los hacheros y sus familias, debieron migrar hacia el sur en búsqueda de otras fuentes de trabajo. Generalmente, fueron a buscar empleo a los mataderos, es decir pretendían cambiar el hacha por la chaira, pero una reglamentación laboral previa les impedía hacerlo, si eran analfabetos. En Rosario, ciudad industrial del litoral argentino, se congregaron masivamente las familias wichí, pilagá, mocoví y toba, gran mayoría de ellas monolingües y que sobrevivían en condiciones de extrema pobreza. Yo era aún estudiante del colegio secundario cuando ingresé como voluntaria a los equipos de alfabetizadores que trabajaron junto a esa población, en los barrios marginales rosarinos. Allí aprendí a respetar las lenguas originarias y a alfabetizar en ambas idiomas, combatiendo el “etnocidio cultural”. A partir de esa experiencia, me enrolé para siempre en la labor de investigar, informar y asistir a los pueblos indígenas de América Latina, en especial a las mujeres (su organización comunitaria y productiva, su salud sexual y reproductiva). Entre 1970 y 1973 tuvo lugar el “Programa de Movilización Cultural del Pueblo Mapuche en Chile”, donde trabajé junto a Wilson Cantoni, desde la FLACSO y estas dos tempranas experiencias derivaron más tarde en el Modelo BI-ALFA ( HYPERLINK "http://www.cepal.org/bialfa/" www.cepal.org/bialfa/), el que avanzó hacia un enfoque operativo de equidad de género, en refuerzo de las lenguas y las culturas originarias. “La lengua es la organizadora de mi experiencia”, me dijo una vez, hace muchísimos años, una mujer quechua de las alturas cuzqueñas. Así entendí, de una vez y para siempre, la razón de ser de la castellanización.

A.I: Conociste el mundo mapuche por ambos lados de la cordillera ¿Qué opinión tienes sobre la reivindicación de la autonomía de este pueblo? ¿Tienes algún juicio sobre la militarización actual que sufre la región de la Araucanía y el clima de violencia que muestran los medios de comunicación?

I.H.: Los orígenes de la Nación Mapuche, su historia, su cultura y su lengua forjan una sola identidad escindida por dos ciudadanías diferentes y atentatorias contra su unidad como pueblo, su bienestar socioeconómico y su autorepresentación política. Ambos Estados, el chileno y el argentino, enfrentan la tarea de consolidar sus democracias con mayor equidad y, a su vez, se enfrentan al desafío de flexibilizar sus instituciones para consolidar la descentralización política y permitir la legítima pervivencia de una territorialidad con diversidad cultural y lingüística, sin afectar cada unidad nacional. Los Estados de Chile y Argentina han tejido una relación de controversias con los pueblos originarios, en especial con el Pueblo Mapuche. Un único pueblo dividido por una “frontera invisible” para los habitantes del Meli Wixan Mapu (Mapu-tierra-territorio) pero que, a través de los siglos ha servido para que las políticas públicas de uno y otro contexto nacional se emularan, o se distanciaran a veces, aunque, por lo general, sus criterios han sido igualmente atentatorios contra la unidad y la autonomía del Pueblo Mapuche. En octubre del año 2003, publiqué "Autonomía o ciudadanía incompleta: el Pueblo Mapuche en Chile y Argentina", fue una co-edición de Pehuén Ediciones y CEPAL-Naciones Unidas. Fue mi última publicación en el campo de las Ciencias Sociales. Un libro audaz, no convencional, duro para ese momento. También multifacético, en cuanto a la comprensión de códigos y simbolismos. A mí, personalmente, me cerró muchos espacios (muchos colegas prejuiciosos sólo leyeron el título ¡ja!), pero ese libro abrió camino a una polifonía de voces testimoniales, donde los diversos actores sociales se desenmascararon y expresaron sin pudor sus pasiones políticas. Allí muestro cómo la legitimación de la discriminación y de los intereses económicos recorrió extremos que van desde la mezquindad hasta el altruismo, desde la concertación hasta la violencia y la degradación. Es un libro extenso que logra poner en perspectiva la problemática de los conflictos culturales de América Latina y El Caribe, a través del análisis de un caso: El del Pueblo Mapuche, que reside en dos contextos nacionales, Chile y en Argentina. Por lo tanto, Alex, no me preguntes qué opino sobre la actual situación represiva de Wallmapu, la mal llamada Araucanía. Hace casi 15 años que los mapuche lo sabían, lo interpretaron y me propusieron trabajar de “escribiente” para ellos. A.I: En los últimos años has estado escribiendo cuentos y novelas que han sido premiados en Chile, Argentina, España y USA. ¿Cómo llegas a desarrollar esta vocación de escritora? ¿Qué satisfacciones sientes?

Siempre quise escribir ficción, pero antes, la realidad urgía. De allí mi larga incursión en las Ciencias Sociales. Ahora escribo ficción y escribo desde el inconformismo, ni para entretener ni para aletargar. Tengo la franca impresión de que mis cuentos y mis novelas son fragmentos movilizadores de vidas pasadas (tal vez propios de mi vida anterior, la de investigadora de gabinete y de campo). Son fragmentos que los protagonistas recuperan como cristales de una copa rota, para hablarnos de identidades astilladas en muchos pedazos. La tragedia y la ventura de muchos de mis personajes es también la de todos nosotros. Y esto lo digo no sólo desde la creación sino, incluso, desde el lenguaje literario, que es totalmente distinto al científico. El sólo hecho de narrar implica entrar en el terreno de lo i/real. La naturaleza de la ficción se infiltra de modo sutil en la vida real y logra transformarla, porque la ficción y la realidad se confunden en la Historia de manera inextricable. “Todos los seres humanos soñamos con ser otros –según Mario Vargas Llosa- con escapar a las estrechas fronteras dentro de las que discurre nuestra vida; por eso y para eso existen las ficciones, para satisfacer vicariamente el hambre de irrealidad que nos habita y nos hace soñar con vidas mejores o peores que la que estamos obligados a vivir”. Y entonces la vida se tiñe de ficción. Una ficción omnipresente, inquebrantable. La mía se tiñó de esa forma, desde que abandoné las Ciencias Sociales.

A.I: Los títulos de tus textos literarios “Al mundo nada le importa” (Grupo Editor Latinoamericano, Bs.As., 2009), “Antes de la fuga” (Cuarto Propio, Santiago de Chile, 2011) y “El esplendor de la derrota” (Ceibo Ediciones, 2012). Además de ser unos bellos títulos evidencian una cierta pertenencia política generacional. ¿Es una escritura testimonial? ¿Aparece aquí el sentimiento del desencanto de la utopía desarmada?

I.H: Efectivamente, Alex. Las voces de las mujeres y los hombres de mis libros de ficción pertenecen a seres subalternos de la Historia. Son seres vulnerables, y el devenir de sus acciones también lo son. Los cruza en igual grado la ficción y la Historia, pero todos ellos están lastimados por esta última. Algunas de sus voces son peligrosas, intensas, con fuertes ambivalencias que aluden a relaciones íntimas y que se traducen a veces en violencia o en desesperanza. Otras están dañadas sin confesión y se reconocen a sí mismas en los espejos del rechazo, como si fueran portadoras de un estigma imborrable. El comportamiento de los protagonistas de mis libros por momentos se torna oscuro, otras veces francamente destructivo, como aquellos hombres que describía Frantz Fanon que, al levantar el cuchillo contra sus hermanos, creían demoler de una vez y para siempre la imagen detestada de un envilecimiento común. Las mujeres y los hombres de mis historias conocen la solidaridad y lo peor de la pobreza, también el cansancio, la soledad y la indiferencia. Otros sueñan el mundo como les gustaría que fuera y no con la carga de infortunio con que se les presenta. Algunos aman en un tiempo sin fronteras y muchas veces vacilan entre el deslumbramiento y el verdadero amor. Sufren iniquidades invisibles e instantes de seducción y ternura. La mayoría experimenta la oscura conciencia de haberse infiltrado sin querer en la Historia, una Historia que los decepciona. Todos han cruzado la frontera entre la verdad y el miedo, conocen la felicidad, una felicidad limitada, como si evocaran permanentemente la voz de Edith Piaf en las notas de “La Vie en Rose” durante los peores momentos de la postguerra. El miedo es conocido, es esa emoción primaria de profunda ansiedad que deriva de toda aversión al riesgo, a la amenaza, ya sea real o imaginaria, presente, futura o pasada, y aquí se transcribe en épicas, polifonías, coros de voces antiguas, retazos de un tiempo social que pasó, itinerarios paralelos, mapas superpuestos que describen múltiples espacios e intensidades, lamentos propios o ajenos, palabras que llegan de los cuatro puntos cardinales, a veces sin ningún orden ni sentido.

Pero, ¿y la verdad? Aunque la ficción pretenda contar la verdad nunca podrá hacerlo, porque es imposible dar testimonio de una verdad esencial (¡Y lo digo viniendo del campo de la ciencia!...). Para contar la verdad, no bastan las palabras precisas, certeras como los picotazos de los zopilotes que entran al texto y hieren con un guiño literario a Franz Kafka. Tampoco se requiere una ventana por la que mirar al exterior con la facultad de ver olas cuando lo que se tiene adelante son campos, de sentir el sol de los trópicos cuando lo que hace es un frío infernal, ni la virtud de elegir bien las teclas para dibujar las palabras precisas, capaces de aprehender una visión antes de que se desvanezca. Nada de esto es necesario, porque la verdad esencial no existe. La verdad absoluta es la suma de infinitas verdades parciales, y como tal inalcanzable. Para el narrador, la clave de la historia con mayúsculas es la misma que la de la verdad. No hay una Historia ni diferentes historias sobre las vicisitudes del pasado, hay diversidad en la mirada con que se evalúan los recuerdos propios y ajenos. Nada de frialdad o distancia de cronista, ningún prurito de científica objetividad ante los acontecimientos históricos: eso no existe. A diario tendemos a dar por sentada una enorme cantidad de hechos, simplemente porque de otro modo estaríamos condenados a la parálisis. En general, lo hacemos en base a nuestro propio criterio de verosimilitud, porque, como expresó el escritor argentino José Pablo Feinmann: “La verdad se construye. La verdad es siempre una versión de la verdad que colisionará con otras. Porque no existe. Lo que existe es un campo trazado por miles de interpretaciones, cada una de las cuales parte de un hecho verificable, pero que cada uno lo insertará en un sistema interpretativo, autónomo y diferenciado. Hay, así, una batalla cultural que es la batalla por las interpretaciones del mundo". Lo que hace más interesante la tarea de escribir ficción, enmarcada en la Historia, es la tensión que hay entre alguna clase de realidad y alguna clase de verdad que se manifiestan enlazadas en un texto. La posibilidad de escribir narrativa descubre muchas soledades, se vive una experiencia intransferible al estar solo frente a los laberintos de la imaginación, y por eso a la literatura siempre le cuesta ser benevolente con la Historia, muchas veces son construcciones idealizadas que reflejan las ilusiones acumuladas durante tantos años. Y nada resulta ser como lo soñamos. Quizás la literatura sea justamente eso: la expresión fantaseada de una forma de interpelar nuestro propio pasado. Pero, ¿puede el narrador hacer algo
diferente? ¿Está en sus atribuciones o potencialidades acceder a la Historia más allá de la matriz de sus propias experiencias personales? ¿Puede trascender al hecho de ser un mero lector de su pasado? Nuestra capacidad de leer el entorno es limitada y, por ello, la facultad de interpretar la Historia avanza sobre el filo de la imaginación hasta límites que no siempre se reconcilian con la realidad. Son restricciones inherentes a la condición humana. A estos desencantos, se suma el vértigo en el que vivimos. Estamos secuestrados por el “presentismo”, la moda del día, la fortuna que se hace y se deshace, el crecimiento masivo de los lectores “bestsellerianos”, el torbellino de lo que está en boga. Se trata de una atmósfera acuciante de caos y opresión, que resulta francamente opaca. Efectivamente, vivimos perseguidos por el fantasma del corto plazo, sin ninguna consideración por la Historia (la historia profunda) que, puesta en perspectiva puede conducir nuestras acciones venideras. Pareciera que desconfiáramos de nuestras brújulas internas que son las que avistan los mejores caminos para aventurarnos en el futuro. Esta atmósfera apremiante, esta epidemia de cortoplacismo, afecta a la ficción y, sobre todo, a los protagonistas de la narrativa actual. Ellos sufren de la misma vehemencia, del ritmo de permanente aceleración, del mismo mareo que nosotros. Agonizan en un tren descarrilado, como la gran mayoría de los seres del mundo contemporáneo, o desisten de gozar sosegadamente porque no se atreven a hacerlo. Es la imagen de una gran estafa. Nos hemos acostumbrado al mundo literario de lo urgido, en el que atmósferas y protagonistas se mueven en forma rápida, angustiante y exigente, con mucho más apremio que lo fáctico. Esta es la era del vértigo tecnológico y comunicacional. Bien lo planteó Philippe Claudel en su reciente visita Chile, en enero de este año: “La literatura debería emitir señales de alerta, activar las sirenas de alarma. La literatura debe despertar a la humanidad que hoy está en un torbellino de urgencias que le traerá la ruina”. Lo sorprendente es que cada momento histórico, ya sea reciente o distante, fue un tiempo de intensidad y movimiento y, sin embargo, a veces lo pretérito es recordado, injustamente, como todo lo contrario. La ceguera, las exigencias y los desmayos del presente nos llevan a amontonar y superponer las vivencias, a intensificar nuestro irreflexivo ajetreo interno, y no hay tiempo para dimensionar correctamente cada experiencia, menos aún las del pasado. La joven Isabelle Eberthardt, en el año 1902, argumentaba: "Espero que con el tiempo, cuando vaya adquiriendo la sincera convicción de que la vida real es apremiante, hostil e inextricable, sabré resignarme a vivir esa otra vida, la de la ficción". Lo que Eberthardt no advertía es que, aunque se logre borrar con maestría los límites lábiles entre la realidad y la ficción, aunque un relato sea absolutamente ficcional y nos proporcione finales abiertos o a medias preanunciados, la memoria de lo vivido personalmente estará siempre presente. Y estará presente, junto a las múltiples interpretaciones que sobre los propios recuerdos desenvuelva cada narrador y cada lector. Muchas veces no se sabe si lo que escribimos son recuerdos, o recuerdos de un recuerdo, o falsos recuerdos, porque todo se superpone en la memoria. “Hay que hacer en el lenguaje un lugar para que el otro pueda hablar…El narrador es el que trasmite el sentido de lo vivido y el lector el que busca el sentido de la experiencia perdida” -dice Ricardo Piglia. Por eso el escritor confía en que los lectores logren descifrar buenamente los enigmas de la Historia, en convivencia con el comportamiento de tantas mujeres y hombres que vivieron etapas pretéritas y se constituyen en sus protagonistas, reconocidos o anónimos. Lo penoso es que, como decía Borges: “los grandes lectores son más escasos que los grandes escritores”. Para convocar a la Historia, no es indispensable profundizar en la vertiente política. Aún con un registro de cámara de una alcoba, en la exploración de las ambivalencias de los vínculos íntimos, o en una doble tragedia de la pasión y el tedio cotidiano, se puede registrar la omnipresencia de la Historia. Las atmósferas domésticas, los rituales privados del lenguaje, no logran borrar las marcas de origen social, ni el carácter o la génesis de las vertientes culturales. Estas siguen siendo un continuum sin misterios. A veces, la cárcel de donde se huye no es más que un manicomio y la locura es un exilio de la realidad y del encuadre que diariamente nos ofrece la racionalidad. Las apariencias, las miradas turbias, suelen encubrir algo trascendente, todo se trata de autenticidad o empatía con la propia voz. Por eso, en el tiempo y el espacio cultural de mis libros de ficción, se alberga a perseguidos y perseguidores, caciques, capitanejos, fundamentalistas suicidas, inmigrantes paupérrimos y otros condenados, porque el drama humano desborda la atmósfera social con cierto grado de irracionalidad. Esta es para mí la diferencia entre mi actual actividad de escritora y la anterior de investigadora científica.

A.I: Tienes una nueva novela que fue presentada hace poco titulada “El tiempo que nos pertenece” ( HYPERLINK "http://www.editarx.es" www.editarx.es España y Ceibo Ediciones, Santiago de Chile, 2015). Intuyo en el título mayor optimismo, al menos una sensación de resignación queda. ¿Te reencuentras con lo utópico? ¿Qué nos puedes contar de este nuevo libro?

I.H: Santiago de Chile y el Buenos Aires de los años ’70 son los escenarios de esta última novela que gira en torno a un amor imposible inserto en tiempos de ideales inquebrantables, en la cual la escritora Julia Guillén es la protagonista. Su compromiso político con la Unidad Popular y su amor por el activista montonero Ignacio Wilmart no reconocen fronteras, ni escatiman abnegaciones. “Este mundo y este tiempo sólo les pertenece a los que se atreven a vivir y a luchar por lo que es justo”: así sintetiza Ignacio Wilmart la actitud militante de ambos. Toda una vida íntimamente vinculada al fervor revolucionario. Las arengas políticas de Salvador Allende y de Juan Domingo Perón son el telón de fondo en el que se proyectan la mala suerte, la trampa y la desilusión que marcan los 24 capítulos de la novela. Por eso esta historia se sumerge en los vértices a veces torcidos de las relaciones humanas, y en los conflictos que se produjeron entre los militantes de la década de las ilusiones revolucionarias. Un modo de existencia voluptuoso y condenado, hecho de deseo, fuga y clandestinidad. Una noche reciente, Julia, la protagonista, ilumina el puzzle de papel picado que navega sobre las aguas turbias que la cubren en sueños. Comprende que no son otra cosa que los archivos trizados de su propia vida, su Oficina de Seguridad, su órgano de inteligencia privado. Acompañada por Manuel, su amigo chileno y también escritor, su hijo Nacho y el arquitecto Gonzalo Urrutia, su actual pareja, Julia consigue sublevar las fronteras y reabrir aquella oscura Oficina de Seguridad que durante tanto tiempo había permanecido clausurada y en la que guardó durante muchos años sus recuerdos. Otra vez, Alex, volviendo a lo que te comentaba anteriormente, este es un relato donde realidad y ficción se funden y confunden. Una suerte de feedback con zonas de sombra que representa la conciencia de una historia viva, cuya representación misma sigue actuando. Es un libro escrito contra el olvido, no tengo dudas, que reivindica esos héroes y heroínas de la épica de la clandestinidad que ha sido silenciadas por el tiempo en Chile y Argentina, y que, nuevamente, y en mi narrativa, buscan la manera de hacerse oír. Al decir de los presentadores del libro, Mili Rodríguez y Rodrigo Hidalgo: “Se trata de una hipótesis de recuento, ese es el espíritu que flota entre líneas en esta novela. Unas ganas locas de contarlo todo, porque esta historia es la de alguien, la inventada escritora Julia Guillén, que elige vivir, alguien que encuentra, más allá y más acá de la literatura, el sentido a la vida. Y eso no se puede sino celebrar, desde adentro de nuestras propias biografías. Julia Guillén decide vivir por mero y porfiado amor a la vida”.

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