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Israel: Gigantescas protestas contra la carestía de vida Indignación (selectiva) en las calles por Yaël Lerer

¿Qué llevó a la joven Daphné Leef, 25 años, a inaugurar un grupo en Facebook para difundir la idea de un campamento de protesta en Tel Aviv? Hay una sola respuesta: la vivienda. En la capital israelí, el alquiler de un departamento de dos o tres ambientes aumentó un 11% en un año. De 742 euros en promedio el año pasado y 827 euros este año, representa una parte exorbitante de los ingresos de los locatarios, muy superior a la norma internacional del 30%. Como muchos de sus conocidos, Leef debió dejar su departamento en el centro de la ciudad sin disponer de alternativa.

El día indicado, el 14 de julio, un centenar de jóvenes en su mayoría provenientes de las clases medias altas instalaron sus carpas en el boulevard Rothschild. Una semana después, la arteria central de la capital estaba cubierta por varios cientos de carpas, mientras que una manifestación reunía a 20.000 personas en las calles de la ciudad. Un poco por todo el país, otros grupos de indignados provenientes de categorías menos acomodadas se sumaron al movimiento acampando en las plazas públicas. El 6 de agosto, 300.000 personas desfilaban en Tel Aviv cantando “El pueblo quiere justicia social”.

En efecto, los israelíes son víctimas de un fuerte deterioro de su nivel de vida. El mercado laboral es cada vez más reducido, mientras los recortes en los presupuestos sociales se multiplican y los servicios públicos se degradan.

La economía israelí ha sido una de las primeras del mundo en adherir a los dogmas del Consenso de Washington. En 1985, el gobierno de unión nacional elaboró un plan de estabilización económica para enfrentar la crisis interna de principios de los años 80, cuando la inflación alcanzó casi el 450%. El primer ministro Shimón Peres, que entonces dirigía el Partido Laborista, había elaborado ese plan con su ministro de Finanzas, Yitzhak Modai (Likud) y con Michael Bruno, gobernador del Banco Central, que luego se volvió economista en jefe en el Banco Mundial (1).

Influenciado por la administración del presidente estadounidense Ronald Reagan, el dispositivo no se limitaba a medidas de orden monetario (fuerte devaluación del shekel, tasa de cambio fija): incluía un ajuste del gasto público, el congelamiento de casi todos los salarios y el debilitamiento de los derechos de los trabajadores, en complicidad con la poderosa central sindical Histadrut.

Adoptada por la totalidad del espectro político, desde la extrema derecha al Meretz pasando por la izquierda laborista (pero con la excepción de los partidos que representan a la minoría árabe que, es cierto, nunca fueron parte del poder), la ideología liberal dictó, desde entonces, la política económica de los sucesivos gobiernos. Hoy, las nociones de “derecha” e “izquierda” en el discurso político sólo se aplican a la cuestión palestina y, en ese caso también, sólo admiten matices insignificantes.

Dotado de una fe cuasi religiosa en las virtudes del mercado, el primer ministro Benjamin Netanyahu lideró incansablemente una cruzada contra lo que quedaba del Estado social: como ministro de Finanzas y como jefe de gobierno (o ambos simultáneamente), multiplicó las privatizaciones. Símbolos nacionales como la compañía aérea El Al o la compañía telefónica Bezeq fueron literalmente liquidados. Deberían seguir el correo, algunos puertos, los ferrocarriles e, incluso, tabú supremo, ciertos sectores de la industria del armamento.

Las bajas de impuestos en favor de los más pudientes se volvieron la regla y la franja más alta pasó del 44% en 2003 al 39% en 2010. El impuesto a las sociedades siguió el mismo camino, cayendo del 36% en 2003 al 25% en 2010; debería alcanzar el 16% en 2016. El Primer Ministro asegura que enriquecer a los ricos constituye la única manera de estimular el crecimiento.

Por cierto, la economía es una de las más prósperas del mundo. Las cifras de crecimiento (4,7% en 2010) parecen insolentes en relación con la crisis mundial. A menudo se las atribuye al éxito de las industrias tecnológica y militar: el país ya no sólo cumple un papel clave en el mercado de las armas convencionales, también es uno de los mayores exportadores en el sector de la vigilancia y el mantenimiento del orden (2).

La adhesión de Israel a la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), en mayo de 2010, dejó en evidencia el hecho de que el país, pese a tener un Producto Interno Bruto (PBI) digno de una gran potencia industrializada (29.500 dólares por persona), presenta un balance socioeconómico muy alejado del de Europa occidental, con la que gusta identificarse. En efecto, las brechas entre los ingresos, comparables a las que reinan en Estados Unidos, son ampliamente superiores a las de la mayoría de los países europeos. La tasa de pobreza alcanza el 19,9%, más que en Estados Unidos y casi tres veces superior a la de Francia (7,2%).

Por su perfil demográfico, los israelíes pobres se distinguen de los judíos secularizados que en este momento protestan en las calles del país (una nueva alianza entre askenazis y sefardíes de las clases medias, parcialmente apoyada por los sefardíes de las clases populares). De hecho, los tres cuartos de la población pobre pertenecen a tres grupos que, salvo algunas excepciones, no han participado en las “protestas de las carpas”: los árabes israelíes (con el 53,5% de familias viviendo por debajo del umbral de pobreza), los judíos ultraortodoxos (56,9%) y los inmigrantes de Etiopía y de la ex Unión Soviética. A este escenario, hay que agregar el hecho de que, según la OCDE, Israel se ha vuelto tan caro como Francia, el Reino Unido, Canadá o los Países Bajos, mientras que el salario mínimo israelí corresponde a la mitad del que estipulan las normas francesas. Por si fuera poco, la ley que establece el salario mínimo suele ser ignorada por los empleadores, debido a la falta de voluntad política para velar por su aplicación. En 2008, el 41% de los asalariados cobraba un sueldo inferior al mínimo legal (3) y cerca de tres cuartos (74,4%), menos de 1.400 euros por mes.

Además, el empleo precario se ha extendido. Se estima que el 10% de la mano de obra trabaja en forma temporaria; la mitad lo hace para el sector público. El Estado no duda en delegar una parte de sus misiones a subcontratistas que pisotean abiertamente el derecho laboral (4). En el ámbito de la salud, si bien la esperanza de vida es relativamente alta (79,8 años) y existe una renombrada medicina de punta, la desigualdad en materia de acceso a la salud ha cobrado proporciones alarmantes, que se suman a la degradación de las condiciones de vida. Cerca de un tercio de la población carece de cuidados dentales; la mitad de los mayores de 65 años ha perdido todos sus dientes (5).

A los hospitales públicos les cuesta cada vez más garantizar los cuidados vitales para todos. Así, la tasa de mortalidad para los casos de diabetes de tipo 2 –una enfermedad que, sin embargo, no requiere un tratamiento costoso– es cinco veces mayor entre los pobres que en el resto de la población. Por otra parte, la tasa de mortalidad de los árabes israelíes es dos veces superior a la de los judíos (6).

Pero si hay un sector en el que la regresión social impacta a la gente es el de la vivienda social. Ciertamente, las políticas públicas en la materia nunca brillaron por su equidad: los inmigrantes sefardíes provenientes del mundo musulmán fueron instalados en monoblocks exiguos y superpoblados, mientras sus correligionarios askenazis obtenían créditos preferenciales para la compra de viviendas bien ubicadas. En cuanto a los árabes israelíes, casi nunca tuvieron acceso a las viviendas sociales ni a los préstamos subvencionados: cuando el Estado muestra interés en ellos, es para secuestrarles sus tierras a fin de construir loteos reservados a los judíos.

La situación empeoró aun más desde los años 80. Por más discriminatoria que fuese, en ese entonces la vivienda social al menos tenía el mérito de existir. Hoy, está agonizando. En treinta años, no se ha construido ni una sola. La proporción del sector público en el parque locativo pasó de un cuarto en 1980 (40% de la población se beneficiaba de él) a un 2% en la actualidad.

Muchos analistas recibieron por lo tanto con entusiasmo la movilización inédita que surgió estas últimas semanas a favor del cambio. Podríamos vernos tentados a creer que los israelíes siguieron el ejemplo de sus vecinos del mundo árabe para reclamar, a su vez, más justicia y menos desigualdades, así como un mejor futuro para toda la región. No obstante, parece que los manifestantes presentan más de un punto en común con el régimen que denuncian.

“Los dirigentes de este movimiento forman la espina dorsal de la sociedad israelí”, afirmó el ministro de Defensa, Ehud Barak. Y agregó: “En caso de urgencia, serán los primeros en desarmar sus carpas y enrolarse en el ejército” (7). De hecho, cuando proclaman que “el pueblo quiere justicia social”, los manifestantes no incluyen a todo el mundo en su definición de “pueblo”. Excepto algunas voces marginales, no expresaron ninguna reivindicación sobre el fin de la mayor injusticia social que golpea al país, a saber, el régimen de cuasi apartheid que separa a dos pueblos en un mismo territorio. Es cierto que los manifestantes se definen como “apolíticos” y evitan incluso pronunciar la palabra “ocupación”.

El conjunto Israel-Palestina es uno de los lugares más fragmentados y discriminados del planeta. Pero la segregación que lo organiza no es geográfica (salvo en Gaza) ni está ligada a la “Línea Verde”, la frontera que surgió de la guerra de 1948: es del orden de un sistema de división racial y colonial que reduce el espacio a una miríada de papel picado cuya imbricación evoluciona en función de las leyes de excepción y de los cálculos militares. Los habitantes, por lo tanto, se encuentran dispersos en numerosas subcategorías, cada una dotada de derechos –o no derechos– específicos. En Israel-Palestina hay una sola frontera, un solo ejército, una sola moneda, una sola recaudación de aduanas y de Impuesto al Valor Agregado (IVA). Sin embargo, el sistema de rutas separadas impuesto a Cisjordania –una ruta para los colonos, otra para los palestinos– corta el territorio cual una grilla milimetrada. Los muros y los puestos de control terminan de volver imposible la vida a los palestinos. Aproximadamente medio millón de colonos israelíes –casi el 10% de la población judía de Israel– y 276.000 palestinos de Jerusalén viven fuera de la Línea Verde, única frontera reconocida a nivel internacional. Sin embargo, las instituciones sociales y económicas de Israel los consideran como integrantes del país, los colonos en cuanto ciudadanos y los palestinos de Jerusalén en cuanto “residentes”.

La economía palestina no es más que una subdivisión de la economía israelí. Utiliza la moneda del ocupante y, por lo tanto, depende de su política monetaria. La mitad de su PIB se basa en los bienes y servicios provenientes de Israel; sus importaciones y sus exportaciones transitan por Israel, que cobra los impuestos generados por ese comercio a cambio de la promesa –no siempre cumplida– de transferírlos a la Autoridad Palestina; el 14% de la mano de obra palestina de Cisjordania trabaja en Israel o en las colonias, etc. La economía palestina es la de un país en vías de desarrollo: en 2010, su PIB por habitante alcanzaba apenas los 1.502 dólares (8). Si se considera el espacio Israel-Palestina como un único y mismo conjunto económico, Palestina sólo representa el 2,45% del PIB de la entidad, mientras que representa el 33% de su población. En estas condiciones, un observador externo podrá ver en los acampantes del boulevard Rothschild, y no sin razón, a un grupo de personas que luchan por privilegios que en parte han perdido; un poco como si en la Sudáfrica del apartheid, los blancos hubieran manifestado por la igualdad –la de los blancos entre sí–. La protesta, polifónica, puede sorprender por su modo de organización o, más bien, por su falta de organización. Reclama mayor justicia social, pero el contenido exacto de sus reivindicaciones es confuso.

El boulevard Rothschild se ha convertido en un supermercado de ideas: se instalaron muchas carpas para defender las causas más diversas. Los individuos y las organizaciones realizan conferencias y propician debates públicos; los artistas aportan su contribución; los cocineros vienen a preparar comida; los panfletos invaden el boulevard. El sitio internet “oficial” anuncia decenas de eventos, organizados de forma independiente en todo el país. Sin jerarquía ni procedimientos de decisión institucionalizados, la protesta no parece tener un portavoz identificado.

Algo es seguro: las dos categorías más pobres de la sociedad, los palestinos de Israel y los judíos ultraortodoxos, no fueron a instalar sus carpas en el barrio más rico de la capital. La crisis de la vivienda, por ejemplo, los golpea a ellos mucho más duramente que a las clases medias de Tel Aviv; sin embargo, nunca se los menciona en este cruce de ideas. En un registro más cercano al de los partidos xenófobos europeos que al de los “indignados” griegos o españoles, tampoco es raro escuchar voces en contra de las “ventajas” de las que gozan “las personas que no trabajan y que tienen muchos hijos”.

Ciertamente, manifestaciones callejeras que reúnen a miles de jóvenes no pueden sino reanimar la esperanza de los militantes de mayor edad. Cuando, además, quienes encabezan la lucha son mujeres jóvenes, el orgullo es doble. La convergencia de las clases medias altas, mayoritariamente askenazis, y de categorías sociales más modestas, esencialmente sefardíes, constituye un fenómeno alentador. Aunque se presenta como apolítico, el movimiento logró desacreditar, en dos semanas, treinta años de mensajes antisociales a repetición. Y, pese a estar relegadas a los márgenes, algunas voces árabes se están haciendo escuchar, contribuyendo a la toma de conciencia de los manifestantes. No es irracional considerar que esta reivindicación embrionaria de justicia social termine creciendo y envolviendo a toda la población. Considerando que la movilización tomó a todo el mundo por sorpresa, se pueden esperar como mínimo algunas más.

Yaël Lerer. Fundadora de la editorial Andalus, Tel Aviv.
Traducción: Julia Bucci
Publicado en septiembre de 2011 por Le Monde Diplomatique (Francia)

NOTAS:

1. Naomi Klein, La doctrina del shock: el auge del capitalismo del desastre, Paidós, Barcelona, 2010.

2. Neve Gordon, “The political economy of Israel’s homeland security/surveillance industry”, The New Transparency Project, Universidad Ben Gurion, Beer Sheva, abril de 2009.

3. Jacques Bendelac, “Average wage and income by locality and by various economic variables 2008”, National Insurance Institute, Jerusalén, octubre de 2010.

4. Federación israelí de cámaras de comercio, 29-7-10, www.chamber.org.il

5. Tuvia Horev y Jonathan Mann, “Oral and dental health. The responsibility of the state towards its citizens”, Taub Center for Social Policy Studies in Israel, Jerusalén, julio de 2007.

6. “Working today to narrow the gaps of tomorrow: goals for decreasing health disparities”, Tel Aviv, abril 2010, www.acri.org.il

7. “Barak backs protests, but not defense cuts”, 9-8-11, www.ynetnews.com

8. Palestinian Central Bureau of Statistics, www.pcbs.gov.ps

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