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La Navidad de Pituca sin lucas. Por Humberto Palma Orellana

¿Qué explica el éxito televisivo de “Pituca sin lucas”, la teleserie de Megavisión que ha terminado triunfando, amplia y tranquilamente, por sobre las propuestas de TVN y Canal 13? Algunos avezados comentaristas de espectáculos (entre ellos Luis Breull y Manuela Gumucio) se han apurado en atribuir la marcada distancia de rating a elementos propios del género, como son historia y guión bien cuidados y trabajados, elenco elegido con pinzas, y dedicación exclusiva a una producción atenta a los detalles. Todo esto es verdad, pero ni en lo particular ni en su conjunto son argumentos suficientes para dar cuenta del inesperado fenómeno. Intentemos, pues, ahondar un poco más en el “leitmotiv” del guión, para descubrir allí la clave de un éxito que va más allá del mero trabajo bien hecho. En “Pituca sin lucas" subyace un anhelo de país que hunde sus raíces hasta las mismas proclamas fundacionales, y un eje de lectura que, como veremos, nos conecta incluso con aquella atmósfera navideña que vivimos (o sufrimos) apenas despunta diciembre.

Convenimos en que la apuesta del guión dramático es simple. Pero no olvidemos que simpleza no es sinónimo de superficialidad e ingenuidad, sino todo lo contrario, belleza y profundidad. En efecto, la teleserie coquetea permanentemente con la pregunta por la tan comentada y anhelada integración social, que este año ha ocupado la agenda política y ciudadana como nunca antes. A su modo, el desarrollo de la trama recoge y profundiza interrogantes que circulan en el imaginario colectivo. ¿Es posible que algo tan humano, necesario y común como el amor venza las barreras que imponen el poder, la segregación y la exclusión? ¿Podemos esperar a que los dioses se confabulen para concretar sueños ancestrales, paradisíacos? ¿Que tan cierto y probable es que el sapo pueda convertirse en príncipe, la bella se case con la bestia, y la princesa acepte ser plebeya?

Exorcismo cultural en la pantalla chica

Como muy bien diría el personaje “María Jesús”: —demasiado soñado—. Y Justamente por esto la teleserie encanta y seduce. Intuimos aquí la pervivencia de un deseo que ha llegado a ser mito fundacional, el sueño imposible del Quijote, la tierra de Utopía devastada por la realidad. Entonces la representación actoral se convierte en una especie de “exorcismo cultural”, al que asistimos todos, incluso quienes no tienen siquiera noticia de ella, pues como en tantas y semejantes historias “Pituca sin lucas” es la proyección colectiva de la promesa apocalíptica, esto es, la lucha libertaria, sostenida y heroica, para vencer aquello que hasta ahora nos divide y enfrenta. Los dramas que protagonizan los personajes nos ayudan a mantener vivo el ideal mesiánico de igualdad y fraternidad universal. Un deseo que se vuelve narcótico, atmosférico y opresivo a media que avanzamos hacia el tiempo de las celebraciones navideñas; que cuanto más lo deseamos, más nos parece irrealizable. Quizás por esto mismo necesitamos de narraciones que nos ayuden a exorcizar las abominables contradicciones socio-culturales en que existimos, y que por esta época del año se vuelven aún más patentes en la medida en que, a punta de villancicos y trineos, ahogamos el grito de las víctimas del “mundo feliz” que hemos construido, expresión evidente de un desarrollo que corre al compás de las leyes del libre mercado, y bajo la convicción de que aquí “cada uno se rasca con sus propias uñas”.

Navidad es el tiempo en que vuelven a danzar los elementos que nos conectan con la promesa incumplida de una Historia que alcanzará su plenitud al final de los tiempos, en la comunión fraterna de todas las razas y culturas. Y junto al memorial de un Dios encarnado, nacido pobre en Belén, las tiendas exhiben pulcros y exclusivos viejos pascueros, el retail satura de ofertas imperdibles y la industria del turismo seduce a los viajeros con cantos de sirena. Todo confluye para crear un encantamiento dionisíaco, narcisista y tribal que nos narcotiza en múltiples mitos y ritos navideños. Pero sabemos que todo encantamiento oculta una verdad. Y en este caso se trata de la imagen indeseada de nuestra verdadera identidad. Por mucho que nos esforcemos en negarlo, seguimos siendo un país de “pitucos sin lucas", vale decir, una nación en donde el desarrollo económico convive perfectamente con la desigualdad, pero además incita al consumo, perpetuando así altos niveles de endeudamiento. Después de todo, el acceso al hiperconsumo (Lipovestsky) es la puerta de ingreso a una nueva existencia, exitosa, envidiable y seductora. Aquí se nota de modo privilegiado la pretensión de aparentar lo que no somos, así como el anhelo de ponernos en el lado del poder. El retail ya no vende productos, sino imágenes hechas a la medida del propio narcisismo.

Pitucos y siúticos en Navidad

De este modo, el consumo de lo superfluo y lujoso ha llegado a convertirse en la más preciada cédula de identidad, carta de presentación que nos distingue de entre la masa y, por lo mismo, modo privilegiado en que nos relacionamos y vinculamos con los otros. En la sociedad del hiperconsumo, el acceso a los bienes exclusivos genera identidad, vínculo y seguridad, pero al mismo tiempo nos separa y segrega. El mismo juego de oferta y demanda, deseo y satisfacción, engendra una sociedad dividida y configurada a partir del poder adquisitivo, realidad que se constata en barrios, escuelas y universidades, pero también en el acceso a servicios básicos y oportunidades de desarrollo personal. Por su parte, la publicidad se encarga de mantenernos en la obsolescencia, es decir, en el deseo siempre insatisfecho, en una escalada sin retorno.

El lenguaje publicitario, siempre seductor y omnipresente, juega con las emociones fundamentales, a tal punto que la satisfacción del deseo, ya sea en relación consigo mismo, ya sea en relación con los demás, se convierte en sinónimo de sana y honesta preocupación. Todo pasa a través del consumo de productos, imágenes, servicios e identidades. Valores como altruismo, paternidad, conciencia ecológica, cuidado personal, tenencia responsable de animales, entre otros, encuentran su modo de expresión y concreción en un mercado siempre dispuesto a satisfacer aquella necesidad “de moda”. Pero como el ser desborda infinitamente el tener, el hiperconsumo no hace más que poner en evidencia el intento fallido de apropiarse, a través de las cosas, de identidades deseas pero a la vez imposibles, dando así origen al perfil del “pituco sin lucas”, que en su afán de aparentar termina redundando en esa deformación ciudadana que Óscar Contardo califica y describe, magistralmente, como “siútico”.

La siutiquería termina por invadirlo todo, pues al fin y al cabo es alentada por la misma publicidad que marca el ritmo de la vida postmoderna. Y así, para el pituco la Navidad no es más que la ocasión propicia de aparentar un popurrí de valores e identidades imitadas, falsas, a través de una cadena de cursilerías, que comienzan por el champán y terminan en el “jote”. De esta forma exorcizamos también la realidad vivida y consentida, aquella donde el verdadero encuentro fraterno y “conversacional”, ese que se da en la ciudad y en la calle, nos parece necesario para el desarrollo del país que proyectamos, pero al mismo tiempo irrealizable. Y no porque la naturaleza humana rehuya de él, sino por las inmensas barreras de poder que hemos levantado en torno a sí mismos, a nuestras familias, a grupos de similar interés e instituciones. Mejor es, entonces, soñar el encuentro en una telesiere, antes que el esfuerzo por concretarlo en el humano y cotidiano tejido de las relaciones sociales. Al fin y al cabo, la realidad de un Dios hecho hombre nos sigue pareciendo un mágico relato, pero demasiado hermoso para ser verdad, o demasiado peligroso para permitir que sea verdad.

P. Humberto Palma Orellana

Profesor Universidad Finis Terrae

Facultad de Educación

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