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La ONU o las ambigüedades del poder

Para el presidente Franklin Roosevelt era una pesadilla la idea de que el Congreso de Estados Unidos se negara a ratificar la creación de la Organización de Naciones Unidas (ONU) de la cual había sido uno de los principales inspiradores a fines de la Segunda Guerra Mundial. El riesgo era real: uno de sus predecesores, Woodrow Wilson, había pasado por lo mismo, un cuarto de siglo antes, a la hora de su participación activa en la invención de la Sociedad de las Naciones (SDN). Hay que reconocer que los legisladores estadounidenses se consideran los depositarios intransigentes de la teoría clásica que proclama, urbi et orbi, que nadie podrá sustituir al pueblo en la definición de las leyes: ni el derecho internacional, ni ninguna organización multilateral podría enmendar, y menos aún extinguir la soberanía de las naciones. El debate fue lanzado: ¿qué lugar atribuir a este embrión de sociedad internacional institucionalizado? Los neoconservadores, sesenta años más tarde, lo recordarán...

Debido al trauma de su nacimiento, Naciones Unidas padece de una ambigüedad fundacional. Para no enajenar el Congreso, el presidente Roosevelt no dudó en exigir que los más poderosos –en realidad los vencedores de la guerra– dispusieran de un derecho de veto, que Joseph Stalin no vaciló en asumir...

Artículo completo: 226 palabras.

Texto completo en la edición impresa del mes de junio 2015
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Bertrand Badie

Profesor en la universidad de Ciencias Políticas de París. Autor de Le Temps des Humiliés. Pathologie des Relations internationales, París, O. Jacob, 2014.

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