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La buena vida (Crónica) por Emanuel Garrison

Hace ya varias décadas que continuamente seguimos escuchando el lato e incierto discurso acerca de que ya estamos próximos a cruzar el umbral hacia el desarrollo. Pues, bien, la cuestión es porqué ya no estamos al otro lado de este portal, preguntándonos qué fue lo que nos impidió durante tantos y tantos años atravesarlo.

Vamos viendo. En primer lugar, a quién le interesará, realmente, más desarrollo cuando éste no va acompañado de los beneficios o satisfacciones que conlleva para las personas.

Porque hay un misterio no revelado habitualmente y que ciertamente inquieta, y es esa misma interrogante la que en muchos casos causa extrema indiferencia: ¿quién gana concretamente cuando existe mayor crecimiento en el país y quién se siente, en cuerpo y alma, partícipe de estas ganancias?

Luego, tenemos la extrema desigualdad en la distribución del ingreso. Por lejos, en este aspecto, somos una de las sociedades con mayores diferencias del planeta, señalado claramente por el índice de Guiñí, indicador muy utilizado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Cuando le echamos un mero vistazo, así como por simple inspección, se muestra una nítida tendencia a la concentración total del ingreso, cosa que en la práctica se advierte, según la posición adquisitiva del ciudadano observador, desde muy cerca… o desde muy lejos. Un representante del poder legislativo, un Ceo de algún holding o un empresario promedio en nuestro país gana en promedio 70 veces la renta de un empleado de sueldo mínimo. Sin embargo, cuando se plantea el imperativo de corregir esta distorsión arrolladora en los segmentos de la sociedad, se argumenta, sin evidencia alguna, que esto creará mayor desempleo. Afectará, realmente, que en lugar de 70 veces esta diferencia sea de, quizá, cincuenta. Los cálculos de la mayoría de los actores sociales indican que no. Y los recursos existen. Fermentan en diversos caprichos de subdesarrollo y añejos anaqueles de prejuicios anquilosados.

Se pueden encontrar en los superávits de flujo de divisas colocados en bonos en el extranjero –esto supone que estamos en un ciclo de apogeo y vacas gordas-, en los ingresos por las ventas del cobre, en los fondos previsionales apozados durante años, mensualmente, y sin ningún margen de maniobra para sus beneficiarios finales y ahorrantes, en atenuar la elusión tributaria de los individuos más opulentos del modelo social y de la pirámide ejemplar, en una recaudación tributaria más acorde entre empresas y ciudadanos, y, en definitiva, más coligada entre lo que se tiene y lo que se paga.

A veces se compara lo que es posible comprar aquí con lo que se puede adquirir en el extranjero, al mismo valor por paridad de compra, como una medida útil. Pero lo que no se dice es que en varias naciones de vanguardia los servicios y atenciones primordiales como la salud y la educación, la cultura y la investigación no son una aciaga carga de costos exorbitantes para sus ciudadanos y son, en general, de fácil acceso. Aunque hoy en día las personas en el mundo se encuentran bastante indignadas por la peregrina y vaga tentativa gubernamental de quitarles tales beneficios con la añeja monserga de que hay que dejar suelto al mercado. Pero el mercado no es un potro salvaje galopando desbocado y a la deriva, ni tampoco es un tren en marcha sin conductor. Por ello, nadie podría culpar a dichas actividades tan humanas como causales de alguno de los actuales naufragios políticos. Se necesita planificar un camino para instalar los rieles y durmientes. Saber donde se quiere llegar –ojalá también lo sepan los ciudadanos-. Y también, se requiere un liderazgo que conduzca el convoy a cierta velocidad, que sepa detenerlo cuando tiende a descarrilarse y que le propulse energía cuando en ocasiones se ha varado este idolatrado animal llamado mercado.

Asimismo, es justa retribución para cualquier comerciante que obtenga su esperada utilidad o beneficio. Ese es su incentivo; ya sea por la venta de sus productos o de sus servicios. Pero le interesará al comerciante mejorar la salud pública, intensificar la altura en la calidad de la educación y que esta sea pródiga y generosa para todos, y no sólo un privilegio de unos pocos, que sí pueden pagarla. Si el estado no participa en ordenar –y controlar- estas averías y fracturas sociales, la distorsión y las fallas producidas son inevitables, tal como un tren que corre raudo y sin conductor hacia el brumoso despeñadero.

Si prosigue la actual situación en que los tributos que pagan las personas, y esencialmente los más desposeídos -a través del impuesto a la renta y el Iva, del impuesto a los combustibles o artículos de primera necesidad- donde los montos recaudados son mayores a los tributos que pagan las empresas, y además, estos aportes corporativos siguen siendo bastante más bajos que el de las compañías de similares tamaños en los países de la OCDE… no pasará mucho tiempo en que nuevamente nos encontraremos atrapados, como hoy, en la inútil y consabida encrucijada de infancia, preguntándonos por qué aún no hemos logrado acercarnos a un básico estado de desarrollo.

Porque bastan pequeños reenfoques y simples correcciones para que los beneficios de mediano y largo plazo nos pongan en la dirección y sentido que exige el transitar por un verdadero sendero. Salvo, que efectivamente no sea un objetivo deseado. A corto plazo.

La sensatez, como buena consejera, puede orientarnos para obtener y, por fin, alcanzar ese bienestar generosamente más óptimo para la sociedad en su conjunto, para que genuinamente y en forma ejemplar todos –y no sólo unos cuantos privilegiados- puedan alcanzar ese velo fantasmagórico e invisible de civilización plena que algunos llaman la vida buena, y otros…. Felicidad.

Por: Emanuel Garrison Emanuelgarrison@hotmail.com

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