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La hora de Brasil

Primeras reflexiones de Emir Sader

El movimiento, que se inició como resistencia al aumento de las tarifas del transporte, fue inédito y sorprendente. Quién crea que puede captar de inmediato todas sus dimensiones y proyecciones futuras, muy probablemente tendrá una visión reduccionista del fenómeno, forzando la realidad para defender planteamientos previamente elaborados, para confirmar sus argumentos, sin dar cuenta del carácter multifacético y sorprendente de las movilizaciones.

No vamos a intentar esto en este artículo, solo queremos sacar algunas conclusiones que nos parecen claras.

1. La anulación del aumento (de los pasajes) constituye una victoria del movimiento y muestra la fuerza de las movilizaciones, más aún cuando se apoyan en una reivindicación justa y posible, tan es así que se pudo concretar.

2. Esa victoria, en primer lugar, refuerza concretamente el criterio de que las movilizaciones populares merecen la pena, sensibilizan a la gente, permiten hablar a toda la sociedad y sirven como fuerte factor de presión sobre los gobiernos.

3. Además de eso, el movimiento puso en discusión una cuestión esencial en la lucha contra el neoliberalismo: la polarización entre intereses públicos y privados, y el tema de quién debe financiar los costes de un servicio publico esencial que, como tal, no debería estar sometido a los intereses de las empresas privadas, movidas por el lucro.

4. La conquista de la anulación del aumento se traduce en un beneficio para las capas más pobres de la población, que son las que usualmente utilizan el transporte público, demostrando que un movimiento debe buscar abarcar no sólo las reivindicaciones de cada sector de la sociedad en particular, sino atender las demandas más amplias, especialmente las que tiene a ver con los sectores más necesitados de la sociedad y que tiene más dificultades para movilizarse.

5. Tal vez el aspecto más esencial de las movilizaciones haya sido el de posibilitar que amplios sectores de la juventud entren en la vida política, sectores no contemplados por las políticas gubernamentales y que, hasta aquí, no habían encontrado sus formas especificas de manifestarse políticamente. Esta puede ser la consecuencia más permanente de las movilizaciones.

6. Quedó claro también que los gobiernos de diferentes partidos, unos más (los de derecha) y otros menos (los de izquierda), tienen dificultades de relacionarse con las movilizaciones populares. Toman decisiones importantes sin consultar y cuando se enfrentan con resistencias populares, tienden a reafirmar tecnocráticamente sus decisiones –“no hay recursos”, “las cuentas no cuadran”, etc.– sin darse cuenta de que se trata de una cuestión política, de una justa reivindicación de la ciudadanía, que está apoyada en un inmenso consenso social, que deben encontrar soluciones políticas, para lo cual los gobernantes fueron elegidos. Sólo tras muchas movilizaciones y de desgaste de la autoridad de los gobernantes, se toman las decisiones correctas. Una cosa es afirmar que se “dialoga” con los movimientos, otra es enfrentarse efectivamente con sus movilizaciones, más aún más cuando estos resisten las decisiones tomadas por los gobernantes.

7. Ciertamente un problema que el movimiento enfrenta son las tentativas de manipulación externas. Una de ellas, representada por los sectores más extremistas, que buscan insertar reivindicaciones maximalistas, de “levantamiento popular” contra el Estado, para justificar sus acciones violentas, caracterizadas como vandalismo. Son sectores muy pequeños, externos al movimiento, con infiltración policial o no. Consiguen el destaque inmediato que la cobertura mediática promueve, pero fueron rechazados por la casi totalidad de los movimientos.

8. La otra tentativa es de la derecha, claramente expresada en la actitud de los medios tradicionales. Inicialmente éstos se opusieron al movimiento, como acostumbran a hacer con toda manifestación popular. Después, cuando se dieron cuenta que podría representar un desgaste para el gobierno, la promovió e intentó insertar, artificialmente, sus orientaciones dirigidas contra el gobierno federal. Estas tentativas fueron igualmente rechazadas por los líderes del movimiento, a pesar de que un componente reaccionario se hizo presente, con el rencor típico del extremismo derechista, magnificado por los medios tradicionales.

9. Es de destacar la sorpresa de los gobiernos y su incapacidad para entender el potencial explosivo de las condiciones de vida urbanas y, en particular, la ausencia de políticas para la juventud por parte del gobierno federal. Las entidades estudiantiles tradicionales también fueron sorprendidas y estuvieron ausentes de los movimientos.

10. Dos actitudes se distinguen en el transcurso de las movilizaciones: la denuncia de que estaban siendo manipuladas por la derecha –cuestión claramente expresada en la acción de los medios tradicionales– y las tentaciones de oponerse al movimiento. Y la segunda es la de exaltar acríticamente al movimiento, como si éste encarnara proyectos claros y de futuro. Ambas son equivocadas. El movimiento surgió de reivindicaciones justas, promovido por sectores de la juventud, con sus actuales estados de conciencia, con todas las contradicciones que tiene un movimiento de este tipo. La actitud correcta es la de aprender del movimiento y actuar junto a él, para ayudar a que tenga una conciencia más clara de sus objetivos, de sus limitaciones, de las tentativas de ser usado por la derecha y de los problemas que suscitó y la manera de llevar a cabo la discusión de su significado y mejores formas de enfrentar sus desafíos.

El mayor significado del movimiento va a quedar más claro con el tiempo. La derecha sólo se interesará en sus estrechas preocupaciones electorales, en sus esfuerzos desesperados para llegar a al segunda vuelta en las elecciones presidenciales. Sectores extremistas buscarán interpretaciones exageradas en el sentido de que estarían dadas las condiciones para impulsar alternativas violentas, lo cual se vaciará rápidamente.

Lo más importante son las lecciones que el propio movimiento y la izquierda –partidos, movimientos populares, gobiernos– puedan sacar de la experiencia. Ninguna interpretación previa da cuenta de la complejidad y de lo inédito del movimiento. Probablemente la mayor consecuencia sea la introducción de la temática del significado político de la juventud y de sus condiciones concretas de vida y de expectativas en el Brasil del siglo XXI.

Emir Sader : economista y sociólogo brasileño . Vivió en Chile en calidad de exiliado durante el período 1960-1973 .

Fuente: http://www.cartamaior.com.br

21 de junio de 2013


Brasil: El precio del progreso

Por Boaventura de Sousa Santos*

Con la elección de Dilma Rousseff como presidenta, Brasil quiso acelerar el paso para convertirse en una potencia global. Muchas de las iniciativas en ese sentido venían de antes, pero tuvieron un nuevo impulso: la Conferencia de la ONU sobre medioambiente, Río+20 (2012), el campeonato mundial de fútbol en 2014, los Juegos Olímpicos en 2016, la lucha por un puesto permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, el papel activo en el creciente protagonismo de las "economías emergentes" (BRICS: Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), la nominación de José Graziano da Silva para director general de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en 2012, y la de Roberto Azevedo para director general de la Organización Mundial de Comercio, en 2013, una política agresiva de explotación de los recursos naturales, tanto en Brasil como en África, especialmente en Mozambique, el impulso de la gran agroindustria, sobre todo para la producción de soja, agrocombustibles y ganado.

Beneficiado por una buena imagen pública internacional, ganada por el presidente Lula da Silva y sus políticas de inclusión social, este Brasil desarrollista se impuso al mundo como una potencia de nuevo tipo, benévola e inclusiva. Por eso, no podía ser mayor la sorpresa internacional ante las manifestaciones que en los últimos días llevaron a las calles a cientos de miles de personas en las principales ciudades del país. Mientras que frente a las recientes manifestaciones en Turquía fue inmediata la lectura sobre las "dos Turquías", en el caso de Brasil fue más difícil reconocer la existencia de esas dos caras. Pero está a la vista de todos. La dificultad para reconocerla reside en la propia naturaleza del "otro Brasil", un Brasil escurridizo a los análisis simplistas. Ese Brasil está compuesto por tres narrativas y temporalidades.

La primera es la narrativa de la exclusión social (es uno de los países más desiguales del mundo), las oligarquías terratenientes, el caciquismo violento, las élites políticas restringidas y racistas, una narrativa que se remonta a la época colonial y que se ha reproducido en formas siempre cambiantes hasta hoy. La segunda narrativa es la reivindicación de la democracia participativa, que se remonta a los últimos 25 años y tuvo sus puntos más altos en el proceso constituyente que condujo a la Constitución de 1988, los presupuestos participativos en las políticas urbanas de cientos de municipios, la destitución del presidente Collor de Mello en 1992, la creación de los consejos de ciudadanos en las principales áreas de las políticas públicas, especialmente en salud y educación, en los diferentes niveles de acción estatal (municipal, estadual y federal).

La tercera narrativa tiene apenas diez años de edad y se relaciona con las vastas políticas de inclusión social adoptadas por el presidente Lula desde 2003 y que llevaron a una significativa reducción de la pobreza, la creación de una clase media con profunda inclinación consumista, el reconocimiento de la discriminación racial contra la población afrodescendiente e indígena, y las políticas de acción afirmativa y de ampliación del reconocimiento de los territorios de los quilombos (asentamientos afrobrasileños) y de los indígenas.

Desde que asumió Rousseff se ha producido una desaceleración o incluso un estancamiento de las dos últimas narrativas. Y como en política no hay vacío, el espacio que ellas fueron dejando comenzó a ser aprovechado por la primera y más antigua narrativa, que ganó vigor bajo el nuevo ropaje del desarrollo capitalista a toda costa y las nuevas (y viejas) formas de corrupción. Las formas de democracia participativa fueron cooptadas, neutralizadas en el dominio de las grandes obras de infraestructura y megaproyectos, y dejaron de motivar a las generaciones más jóvenes, huérfanas de una vida familiar y comunitaria integradora, deslumbradas por el nuevo consumismo u obsesionadas por su deseo. Las políticas de inclusión social se agotaron y dejaron de corresponderse con las expectativas de quienes se sentían merecedores de más y mejores condiciones. La calidad de la vida urbana empeoró en nombre de los eventos de prestigio internacional que absorbieron las inversiones que debían mejorar el transporte, la educación y los servicios públicos en general. El racismo mostró su persistencia en el tejido social y en las fuerzas policiales. Aumentaron los asesinatos de líderes indígenas y campesinos, demonizados por el poder político como "obstáculos al desarrollo", sólo porque luchan por sus tierras y sus modos de vivir contra los agronegocios y los megaproyectos mineros e hidroeléctricos (como la represa de Belo Monte, destinada a proporcionar energía barata a la industria extractiva).

La presidenta Dilma fue el termómetro de este cambio insidioso. Asumió una actitud de abierta hostilidad hacia los movimientos sociales y los pueblos indígenas, un cambio drástico en comparación con su antecesor. Luchó contra la corrupción, pero dejó para los socios políticos más conservadores la agenda que consideró menos importante. Así fue como la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados, históricamente comprometida con los derechos de las minorías, fue entregada a un pastor evangélico homofóbico y promueve un proyecto legislativo conocido como "la cura gay".

Las manifestaciones revelan que, lejos de haber sido ser el país el que ha despertado del adormecimiento, fue la presidenta quien despertó. Con los ojos puestos en la experiencia internacional y también en las elecciones presidenciales de 2014, la presidenta Dilma advirtió que las respuestas represivas sólo agudizan los conflictos y aíslan a los gobiernos.

En el mismo sentido, los gobernantes de nueve ciudades capitales ya decidieron bajar el precio del transporte. Es sólo un comienzo. Para ser consistente, es necesario que las dos narrativas (la democracia participativa y la inclusión social intercultural) retomen el dinamismo que alguna vez tuvieron. Si así fuera, Brasil le estará demostrando al mundo que sólo vale la pena pagar el precio del progreso profundizando la democracia, redistribuyendo la riqueza generada y reconociendo las diferencias culturales y políticas de aquellos para los que el progreso sin dignidad es retroceso.

*Doctor en sociología, profesor catedrático de la Facultad de Economía y Director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra (Portugal). Profesor distinguido de la Universidad de Wisconsin-Madison (EE.UU) y de diversos establecimientos académicos del mundo. Es uno de los científicos sociales e investigadores más importantes del mundo en el área de la sociología jurídica y es uno de los principales dinamizadores del Foro Social Mundial.

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