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La hostilidad de las máquinas

No es difícil experimentar la violencia de las puertas automáticas del subterráneo de París. Una falta de atención, un mal movimiento, una mochila un poco más ancha, un niño que llevamos de la mano y se resiste a apurarse… y la tenaza de goma tritura los hombros o golpea las sienes. La aventura hace sonreír a los usuarios cotidianos del subte: aprendieron a adaptarse a las máquinas. Las mismas víctimas culpabilizan únicamente a su propia torpeza. Pero imaginemos por un momento que esas puertas automáticas se reemplazaran con vigilantes encargados de distribuir bofetadas o golpes a los clientes que no circulan a la velocidad adecuada: sería escandaloso, insoportable. Sin embargo, aceptamos ese trato de las máquinas, porque sabemos que no piensan. Entonces consideramos que no las mueve ninguna mala intención. Error: los autómatas no tienen conciencia de sus actos, pero obedecen siempre a un programa, intencionalmente regulado. En algunas ciudades hay máquinas controladoras de boletos, pero no puertas automáticas; en otras, el control se efectúa bajo vigilancia humana; y en Aubagne o en Châteauroux, el transporte urbano es… gratuito.

La aparente lógica del control de los boletos (de muy discutible racionalidad económica) produce otros condicionamientos. Las barreras delimitan zonas precisas para las personas: o están adentro, o están afuera. En la estación SNCF de mi localidad la instalación reciente de puertas automáticas impide a los pasajeros salir libremente del andén a comprar un diario, tomar un café o volver a la ventanilla a preguntar algo. El pasajero no tendrá más que utilizar el dispensador automático de gaseosas y golosinas (excesivamente caro) ubicado en el andén. Y si quiere leer, conformarse con los carteles publicitarios.

Innumerables dispositivos programados manejan o asisten nuestra vida diaria. ¿Quién no se volvió loco alguna vez frente a uno de esos contestadores interactivos que intiman a “presionar la tecla asterisco” o a articular con una voz in-te-li-gible expresiones ridículas: “Si desea información, diga información” – “Información” – “Lo lamento, pero no comprendí su respuesta, vuelva a intentar por favor” – “In-for-ma-ción” – “¿Puede llamar más tarde?”

Anticipando la existencia de conversaciones programadas, Alan Turing, pionero de la informática, propuso en 1950 una prueba: cuando nos comunicamos únicamente a través de una interfaz textual, ¿cómo podemos saber si nuestro interlocutor es hombre, mujer, o un programa particularmente bien diseñado?

Las prácticas del marketing telefónico o de los servicios de asistencia en línea añaden un parámetro a este problema: ¿con quién hablamos realmente en esos intercambios programados? En muchos casos, los empleados de los telecentros obedecen a un programa “experto” y carecen de todo margen de maniobra. Esos automatismos están diseñados en base a la idea, sin duda verificable, de que la enorme mayoría de las preguntas son más o menos las mismas para todo el mundo. Los empleados “robotizados” actúan como filtro y evitan movilizar a técnicos para problemas menores. Muchas veces, el filtro resulta (...)

Artículo completo: 1 579 palabras.

Texto completo en la edición impresa del mes de noviembre 2011
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Jean-Noël Lafargue

Realizador multimedia, docente de la Universidad París 8, co-autor con Jean-Michel Géridan de Processing: Le code informatique comme outil de création, Pearson, París, 2011.

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