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La licuadora. por Ángel Saldomando

Un aparato que sirve para moler y mezclar todo. Hace ya varias décadas que la globalización neoliberal, con mercantilización que provocó, junto con el descrédito del socialismo, generaron una licuadora política a escala mundial. Todo se mezcló, nada importaba, las formas y el fondo de la política se monetizaron a niveles inéditos, se independizaron de representaciones sociales, de lazos orgánicos y de diversas formas de control social. Los valores y creencias en proyectos, ética y solidaridades colectivas se licuaron. La política y quienes la ejercen se convirtieron en meros productos moldeados por el marketing y los aportes financieros. Eso se llamó post modernismo y tercera vía. Los seres humanos, los ciudadanos, los movimientos, se diluían lentamente hacia el desaguadero. América latina se volvió liquida a su manera durante los 80 y los 90.

Campeaban los presidentes con pies de barro frente a la condicionalidad del modelo neoliberal, coludidos con los grupos económicos más abyectos, con discursos neblinosos y prácticas indecibles, carentes de responsabilidad social. Que mejor formula que la de Menem, el ex presidente argentino, “Si digo lo que iba hacer no me elige nadie” Entre faranduleros, cínicos, corruptos y conservadurismos, la política cayó a su nivel mas bajo de credibilidad. Varias crisis, terminales en algunos casos, como la argentina, la ecuatoriana y la venezolana en los 90 del siglo pasado, por citar algunas, abrieron un ciclo político nuevo. Aparecieron nuevos movimientos y liderazgos u otros, ya existentes, accedieron al gobierno. De Chávez a Lula pasando por Kirchner, Evo, Correa y Mujica. La credibilidad o las expectativas se recuperaron en diversos sectores, las políticas sociales y económicas volvieron a vincularse para reducir la pobreza que campeaba, el Estado recuperó un papel más incisivo en la redistribución y un voluntarismo en materia de integración y derechos sociales que pasaron por cambios constitucionales en varios países reconfigurando el panorama.

Lentamente se retomó la idea de que las cosas podían ser diferentes, arraigadas en proyectos sobre un devenir colectivo más justo. De crisis en crisis, con diferencias de tiempo, profundidad y clima, diferentes países enrumbaron sus esperanzas. La oleada progresista como se le llamó, muy variopinta, se encarnó en diversos momentos en 11 gobiernos de los 19 países que componen América Latina.

Las derrotas electorales recientes de las corrientes asimiladas a la izquierda o al progresismo, auguran para algunos el estancamiento o el retorno de la derecha. Es el caso de la debacle electoral, por amplio, margen del PSV en Venezuela, una columna del discurso de izquierda latinoamericano. Otra derrota, esta vez por pequeño margen, golpeó al Frente Justicialista para la Victoria en Argentina, pilar del modelo nacional desarrollista popular. Las dificultades del PT en Brasil y la pérdida de popularidad de Dilma Roussef sugieren el desgaste del proyecto reformista pragmático con redistribución. El Mas con Evo en Bolivia y la Alianza País con Correa en Ecuador, buscan mantener liderazgos y continuidad. Pero ahora en un contexto de más diversificación de la base social y pérdida de hegemonía electoral. En Chile, Bachelet con la nueva mayoría aparece como el último recurso, cada vez más descompuesto, de administración del modelo neoliberal y extremadamente conservador.

Los sectores conservadores se auguran entonces un retorno político que el fin del consenso de Washington en 2005, los había confinado a un rol menor. La cuestión es si estamos entrando en un nuevo ciclo hacia la derecha o más bien habría que preguntarse qué tan a la izquierda estábamos.

La derecha se hundió políticamente con la herencia del modelo neoliberal que incrementó la pobreza en los 80 y 90 del siglo pasado, desmanteló lo que había de estado y sector público e impuso políticas excluyentes y represivas. Por la izquierda, en algunos países, se encarnó la reconstrucción del sector público, la reducción de la pobreza y redistribuyó en la medida que la bonanza de materias primas y la decisión política lo permitió.

Pero la ola “progre” hay que pasarla por el tamiz de las situaciones nacionales y quizá todo queda reducido en ese caso a algunas políticas y a algunos países. Las generalizaciones regionales simplifican mucho y tienden a crear un manto discursivo que oculta realidades muy diversas, entre países y movimientos políticos.

Las derechas son más homogéneas porque comparten principios básicos del modelo socioeconómico y en general se niegan a cualquier compromiso social. Además mantienen como orientación la desestabilización de gobiernos no afines y la restauración de políticas neoliberales.

Pero en el campo de enfrente en la región no se puede hablar de una izquierda latinoamericana. Algunas, auto catalogadas de tal, no son más que confusos y manidos discursos que ocultan prácticas tradicionales muy conservadoras. (Autoritarismo, corrupción, discriminación de género, étnica o subordinación al modelo neoliberal.)

Los que más parecen haber intentado mantener una consistencia, son aquellos que fueron flexibilizando socialmente el modelo, pero ese margen se agotó. Es ahora cuando se nota que no pudieron innovar en un sentido de gestión y de cambio de modelo en lo político y lo económico.

Tampoco parece haberse logrado consolidar procesos políticos e institucionales, que previendo la pérdida del gobierno, (es el precio de la alternancia democrática) supieran articular sólidas y genuinas redes sociales que mantengan la continuidad de bloques progresistas abiertos en disputa por la hegemonía. Todo parece haber sido adaptado a un desmedido supuesto de permanencia en el gobierno, a liderazgos sempiternos con los vicios inevitables que ello implica y la burocratización que supone de la política, acompañados de descalificativos para otras posiciones y de menos énfasis en las organizaciones sociales y su protagonismo democrático.

Esto ha servido para mantener viejas prácticas y auto justificaciones para métodos cuestionables y reduccionismo político. Por otro lado, hay que reconocer que otras prácticas se han vuelto transversales, como la corrupción. La ausencia de búsqueda de propuestas diferenciadas con el modelo económico dominante, que le dieran otro sustento a las reformas progresistas ha sido el talón de Aquiles de la “ola progre”.

El desgaste producido por exposición prolongada en el gobierno es un argumento real para explicar el debilitamiento de los oficialismos y la alternancia política que produce, pero también ha habido poca capacidad para cambiarle el terreno de la discusión y del conflicto a la derecha abriendo la agenda y el debate sobre cuestiones económicas y sociales.

Finalmente, más allá de los gobiernos, las sociedades dependen de lo que estén dispuesta a defender y a tolerar. La realidad en este sentido es exigente. Se trata de verificar que avances políticos, organizativos y culturales se han enraizado en las sociedades, como para que se conviertan en valores y derechos. No es menos importante el quiénes y cómo están dispuestos a defenderlos.

De la derecha no se puede esperar mucho, pero las corrientes que desean encarnar otros proyectos tendrán que innovar y mucho si quieren tener algo que proponer. La caja de herramientas latinoamericana está particularmente obsoleta.

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