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La rebelión de los pueblos originarios de Canadá

“Alimente a los que tienen hambre. ¡Cómase a los ricos!”. Pancarta en mano, unas quince personas desfilan ante la entrada del Pidgin, un restaurant nuevo de Downtown Eastside, “el código postal más pobre de Canadá”, como dicen por aquí. El antiguo barrio central de Vancouver está atravesado por dos grandes arterias, las calles Main y Hastings: “Pain and Wastings” (“Sufrimiento y desolación”), ironizan sus habitantes, muchos de ellos indígenas. Por esta decena de bloques encadenados entre los barrios turísticos de Gastown y Chinatown, deambulan cotidianamente cerca de mil sin techo, con la mirada perdida y el andar autómata detrás de las ruedas de sus carros. Drogadictos, alcohólicos, dealers, prostitutas: la miseria social de los amerindios aparece expuesta en el centro de casi todas las grandes ciudades del décimo país más rico del mundo.

“Idle no more!” (“¡Basta de inacción!”), corean los manifestantes aquel día. El eslogan difunde, de un océano a otro, la lucha contra el gobierno del ultra conservador primer ministro Stephen Harper y contra la violación de los tratados ancestrales. “Ayer, tomaban nuestras tierras. Hoy, nos expropian. ¿Y mañana?”, pregunta Karen, una habitante de origen salish, es decir, descendiente de una de esas “naciones originarias” que poblaban la región de Colombia Británica antes de la llegada de los europeos. La ley constitucional de 1982 reconoce tres grandes grupos de aborígenes: las “naciones originarias”, o indígenas de América del Norte, los mestizos y los inuits. En 2011, representaban el 61%, el 32% y el 4%, respectivamente –a los que hay que agregar un 3% de “varios”–, de los 1,4 millones de aborígenes, es decir, el 4,3% de la población total de Canadá…

Artículo completo: 289 palabras.

Texto completo en la edición impresa del mes de junio 2014
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Philippe Pataud Célérier

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