En kioscos: Abril 2024
Suscripción Comprar
es | fr | en | +
Accéder au menu

Literatura y revolución. Por Ángel Saldomando

No está muy de moda interrogarse sobre el vínculo de la literatura con los procesos de cambio social asociados a la palabra revolución. En parte se debe a que la herencia de las revoluciones ocurridas en el siglo pasado, a comenzar por la rusa; se diluyeron en el tiempo al perder su aliento inspirador en lo cultural, lo político y lo ideológico. Otras, señeras en su momento: como la mexicana, la cubana y la sandinista, cada una en su especificidad y dimensión; también perdieron esa fuerza original portadora de redención e inspiración.

También, de manera más general, se ha roto la relación de la literatura como expresión de vivencias relacionadas con las contradicciones sociales, propias de sociedades muy desiguales y violentas.

No cabe duda que la articulación temporal de la caída de la URSS, del muro de Berlín y la debacle ideológica de la izquierda en todas sus expresiones; coincidió con la hegemonía del capitalismo liberal que impuso un nuevo marco de referencias. El individualismo, el éxito a toda costa como acumulación de riqueza, el arribismo desatado para ascender socialmente por cualquier medio, aplanaron los ideales de igualdad, humanismo y solidaridades colectivas en torno a derechos o reivindicaciones. El cálculo individual remplazó las gestas sociales y la literatura no tuvo de que alimentarse.

Ahora es más pertinente interrogarse sobre el impacto de la “revolución digital”, el internet u otros cambios tecnológicos que, sin embargo, en nada influencia la jerarquía social, el desastre ambiental y la desigualdad imperante.

Conmemoración

Este año, en el mes de octubre, se conmemora el centenario de la revolución rusa, de la que muy pocos querían acordarse y en relación a la cual, sin embargo, se realizan coloquios, ponencias, análisis historiográficos en gran número y con diversa importancia. Sin duda la revolución rusa fue unos de los acontecimientos más trascendentes del siglo pasado, ofreció una matriz nueva y radical para pensar la sociedad, como lo fue la revolución francesa en el siglo 18. Las revoluciones siguientes fueron en este sentido menos potentes y menos originales, exceptuando la mexicana por su carácter pionero. En general los movimientos de cambio se ubicaron más en un rango de continuidad que de innovación. No cabe aquí abordar las causas ideológicas, geopolíticas, prácticas u otras que obraron en esta dirección.

De la revolución rusa, como proceso de cambio e innovación, puede decirse que de sus diversos periodos hasta su caída, se heredó una historia oficial dogmática que se derrumbó con ella. Y otra que, en paralelo, la acompañó como una conciencia crítica, como una versión en positivo de lo que pudiera haber sido, ella se apagó cuando el objeto de su relato también se extinguió. Bibliotecas enteras con los libros de la editorial estatal Progreso, que rehacía los textos según los avatares de la política oficial, se llenaron de polvo. Los clásicos de Lenin, Trotsky, Bujarin, por citar algunos ya fueran sacralizados o vituperados, se volvieron obsoletos de golpe. No porque carecieran de consistencia propia y argumentos poderosos, la razón era de otra naturaleza: ya no permitían lidiar con la realidad. Toda una producción de literatura social y política, derivada de la discusión o interpretación de los clásicos, que había renacido en los años 60 y 70 del siglo pasado, en Francia, Alemania, Italia y en alguna medida en América Latina; quedó sin sustento. En la propia extinta Unión Soviética, convertida en Rusia a secas, ninguno de esos libros volvió a ocupar el lugar que una vez tuvieron. El propio poder actual busca difundir una visión distanciada de la historia revolucionaria, de su drama y conflicto, en aras de la unidad nacional y de un poder centralizado que la encarne.

La herencia subterránea

El periodo de transición, entre la disolución de la URSS y la nueva Rusia, fue dramático y crítico en lo emocional, lo existencial y lo político. En poco tiempo las bases de la sociedad fueron radicalmente modificadas, los valores y códigos de conducta anclados en decenas de años de control social y represión se disolvieron. La ausencia de marcos explicativos y orientadores agregó su dosis de anomia, en el pasado no se podía creer y el presente era caótico.

Y lo que cobró fuerza para entender, no fueron libros de teoría y análisis, fue la literatura, aquella que había intentado contar la vida real a través de sus personajes. Libros prohibidos, transportados y difundidos en secreto, autores muertos en deportación en los campos de detención, regresados de ellos, suicidados y exiliados internos se convirtieron en una suerte de base subterránea para hacer pie. La doble conciencia, la de la vida oficial a la que hubo que adaptarse y la real que transcurría por debajo, encontró un doloroso espacio en la literatura para unificarse en la comprensión del pasado que moría y lo que se venía.

Alexandre Soljenitsyne (1918-2008) luego de toda clase de vicisitudes represivas vio su obra emblemática Archipiélago del Gulag publicada en 1989, Vassili Grossman (1905-1964) tuvo su mayor creación en Vida y Destino publicada póstumamente en 1986, al igual que Boris Pasternak (1890-1960) con El Doctor Zhivago en 1985. Testimonios como el de Nadeja Mandesltam, (1899-1980. viuda del poeta Ossip Madesltam muerto en deportación en 1938) Contra Toda Esperanza, vio la luz en los 90. Casi todos estas obras, por citar las más conocidas, fueron publicadas en promedio 25 0 30 años después de ser terminadas otras desparecieron para siempre. Algunas de ellas habían ganado premios, incluido el nobel, cuando fueron publicadas en Occidente a partir de versiones sacadas en secreto. Testimonios más recientes como El Fin del Hombre Rojo (2013) de Svetlana Aleksiveitch alimentan esta lista en la literatura que se convierte en un recurso indispensable para entender una época.

La literatura rusa y sus escritores, como en otros casos, siempre tuvieron una relación difícil con el poder. Vigilados y sospechados de propagar la revuelta democrática contra el zarismo, considerados “compañeros de viaje” por la revolución naciente, sospechados a veces de “liberalismo e intelectualismo”, otras de disidencia y obligados a ser expresiones oficiales cuando el poder se volvió autocrático con Stalin, los escritores vivieron en el filo de la navaja. Tolerados luego de la breve apertura de Krutchev a la muerte del dictador (1953), no volvieron a tener ciudadanía hasta Gorbatchev en la apertura de mediados de los 80 y luego con el fin de la URSS en los 90 del siglo pasado y aun así deben andar con cuidado.

Como es sabido toda época tiene su cultura dominante y sus críticos, las revoluciones en su afán de romper con el pasado hacen aparecer todo como nuevo y radical, pero solo cuando el impulso de cambio se estabiliza, muta o desaparece es posible realmente percibir si una nueva cultura floreció. No ocurrió en el caso de la URSS, pero su literatura sobrevivió a través del tiempo. Quizá, debido a la extrema dureza de la tierra que la alimentó, se mantuvo impregnada de conciencia crítica, de sed existencial por redimir los males de la sociedad, de una sana reticencia a ser cooptada por el poder. Ello sobrevivió a través de las vicisitudes de las épocas, fueran o no revolucionarias. A través de las existencias literarias que construyeron fueron fieles a valores universales de humanismo y libertad.

Esta lealtad humanista la vieron peligrar muchos en su momento, el famoso Máximo Gorki se hizo eco de ella y criticó abiertamente al poder, hasta que tuvo que alinearse. Gorki criticó la represión de toda disidencia y critica, el anti-intelectualismo y el ejercicio brutal de la violencia como manifestaciones de atraso cultural, como la devastación del suelo en que podría germinar la revolución y como la muerte segura de la atracción del ideal socialista.

Las revoluciones sociales o contribuyen a los valores humanistas o no son nada. La literatura a su manera y cuando pueda se los recordará.

Compartir este artículo