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Ilusoria carrera por la productividad en la cultura, la educación y la salud

Los robots no interpretarán “La Traviata”

El dogma de bajar los gastos públicos repercute especialmente en los servicios de interés común. Donde la actividad humana es irreemplazable la reducción de costos implica pérdida de calidad. ¿Hasta dónde se puede automatizar?

Para los habitantes de los países industrializados, es difícil escapar al sentimiento de que la vida cotidiana circula siguiendo dos corrientes opuestas. Por un lado, la abundancia de servicios individuales accesibles a través de aparatos cada vez más rendidores, prácticos y baratos; por el otro, la escasez y encarecimiento de los servicios colectivos de contacto –aquellos que, brindados por humanos a humanos, tejen la trama de la sociedad–. Arbitrajes presupuestarios, modas intelectuales, flujos de inversión: todo parece alentar esta dinámica. Comprenderla -¿para combatirla?- implica aprehender un mecanismo puesto en evidencia hace unos cincuenta años, pero que los dirigentes políticos se esfuerzan en ignorar. ¿Su nombre? La “enfermedad de los costos” (cost disease).

A mediados de los años 1960, dos jóvenes economistas de Princeton, William Baumol y William Bowen, recopilaron entradas de teatro de Broadway para verificar una intuición: la ininterrumpida alza del precio de los espectáculos, según ellos imputable al carácter incompresible de la labor artística. En efecto, se necesitaba igual cantidad de trabajo para ejecutar un cuarteto de Mozart en 1785 en la corte de Joseph II en Viena que dos siglos después en el Carnegie Hall de Nueva York. Dicho de otra manera, la productividad en el sector de la música de cámara se estancó. Simultáneamente, la de la industria manufacturera explotó. Como consecuencia, se registra un previsible aumento del costo relativo de las actuaciones artísticas...

Artículo completo: 289 palabras.

Texto completo en la edición impresa del mes de julio 2013
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Pierre Rimbert

*Redactor en jefe adjunto de Le Monde diplomatique, París.

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