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Nuestras relaciones internacionales: integración ahora y no más cahuines en el barrio. Por Felipe Trujillo López

Las repercusiones del proceso jurídico vinculante con nuestro vecino Perú que finalizó con el fallo de la CIJ de la Haya el pasado 27 de enero, han llevado a que el respectivo debate afronte temáticas sobre las cuales vale la pena reflexionar y que, por cierto, se relacionan intrínsecamente: la historia de las modificaciones territoriales de Chile, el enfoque de su diplomacia y la proyección de las futuras problemáticas estratégicas que podrían afectar los intereses nacionales.

El devenir de las fronteras de nuestro país, la formas en que se ha desplegado y o consolidado la soberanía sobre su territorio y las necesidades propias de un mundo vertiginosamente dinámico, obligan al estado chileno a asumir el desafío de modernizar urgentemente las proyecciones -del corto, mediano y largo plazo- de sus relaciones internacionales, sobre todo aquellas que nos vinculan con Perú, además de países como Bolivia y Argentina, sin descuidar al resto de las naciones latinoamericanas que limitan con alguno de ellos. Podemos ir más allá, y más acá a la vez, y señalar a la nación mapuche como otro de los puntos que seguirán demandando especial atención al aparato estatal y un trabajo de relojería suiza, para anteponerse ante nuevos escenarios conflictivos que pueden seguir, perfectamente, modificando los limes nacionales y las características económicas y culturales de los mismos.

La necesidad de reformular las relaciones chilenas con los vecinos y con la frontera de resistencia interna es mayor aún si consideramos, primero, que la expansión hacia el Norte de Copiapó -territorio antes boliviano y peruano- se realizó mediante la Guerra del Salitre, que terminó en el saqueo y cuyas secuelas (no sanadas) están a la vista (dos demandas internacionales ante La Haya en los últimos 5 años); segundo, que si bien la sangre no ha llegado al río con Argentina -país que propinó a Chile la mayor pérdida territorial de toda su historia republicana, la Patagonia en 1881- en la década de 1970 las posibilidades de un conflicto armado con ésta fueron altas, tras lo cual, claramente, la lección no se aprendió y hoy la comunicación con los trasandinos es similar a la que tenemos con el “tío segundo” que tarde, mal y nunca vemos; tercero, que la historia de la conquista de Arauco en la segunda mitad del siglo XIX es más brutalizante que la del Norte Grande (Antofagasta y Tarapacá), pues el territorio que antes perteneció a la nación mapuche se dominó efectivamente sin mediar una guerra, sino un genocidio masivo.

Estos flancos, históricamente conflictivos, no han sido abordados estratégicamente como tales. Los dos primeros, en los últimos 30 años han sido tratados por una Cancillería que algunos han tildado de “artesanal” toda vez que en ella predomina el amiguismo en deterioro del profesionalismo y el mercantilismo en desmedro de la carrera diplomática, llevando nuestra diplomacia, en general, a la reacción y no a la acción. Tampoco existe una estrategia visionaria en el mediano plazo como la que sí tienen definida los estados de Perú o Bolivia (el primero potenciar el crecimiento de Tacna y acercarse por medio de la negociación a Arica; el segundo, salir de lo que Evo Morales denomina un enclaustramiento) para afrontar como una política verdaderamente de Estado los futuros proyectos de integración y negociación y prepararse, en coherencia con lo anterior, ante nuevos escenarios, potencialmente adversos. El tercer flanco señalado, el conflicto mapuche, ni siquiera es asumido como una negociación que, necesariamente, debe ser diplomática o, al menos, abordada sistemáticamente entre autoridades representativas de ambas naciones reconociendo, a priori, el derecho constitucional de este pueblo de auto organizarse políticamente y de reintegrarse a la convivencia nacional bajo un prisma de mayor autonomía. De no ser así y de primar, en la medida de lo posible, el statu quo, el norte de Chile y sus respectivos límites con Perú y Bolivia, más la Araucanía y algunas fronteras con Argentina, seguirán revistiendo zonas de conflicto en donde los intereses territoriales de todos los involucrados seguirán un juego ineludiblemente dinámico.

Se han perfilado los próximos desafíos del Estado chileno respecto de su par peruano: la aplicación, gradual según chile y drástica según el Rímac, del fallo de la Haya, la resolución de la frontera terrestre relativa al triángulo de 3,7 hectáreas entre el hito número uno y el punto de concordia y la integración cultural y económica entre Arica y Tacna. Pero es perentorio recordar que sacamos muy poco con centrar, “artesanal” y reaccionariamente, nuestra atención solo hacia el Perú y descuidar lo que se avecina en materia de acuerdos programáticos con Bolivia, con la misma Argentina y con el pueblo mapuche. ¿Por qué? porque en 1881 se perdió la Patagonia a costa de Argentina, precisamente, porque todas las fuerzas chilenas estaban enfocadas en la frontera norte (Guerra del Pacífico) y es indiscutible que, a pesar de que se trata de contextos diferentes, se debe aprender de experiencias como éstas, construir dialécticamente la realidad y aceptar que el realismo político es prácticamente ineludible también en materia internacional. Pero además se deben tener en cuenta los siguientes argumentos que explican por qué es necesario proyectar nuestras fronteras íntegramente en el marco del multilateralismo y la cooperación en cada uno de los límites del territorio nacional.

En primer lugar, porque con Bolivia tuvimos infinitas oportunidades de entablar relaciones diplomáticas para dialogar sobre una salida a su falta de mar. No lo hicimos y hoy el Estado se apresta a gastar millones de dólares (esperamos poder tener la cifra ésta vez) para hacer frente a una nueva querella internacional. Aquella instancia de negociación, que increíblemente nunca existió como proyecto estratégico chilensis y que, por tanto, jamás integró a Perú, podría haber evitado, perfectamente, el actual escenario de controversias.

Más aún si pensamos que Chile aspiró en algún momento a una cuota de liderazgo en la región sudamericana que, finalmente, nunca prosperó, pese nuestra “admirable” estabilidad. Es necesario, por tanto, replantearse la acción futura: ¿más defensas ante demandas, demandas y más demandas, o un verdadero proyecto de integración económico, social y cultural abordado por un Estado, una Cancillería y un mundo privado a la altura de la sociedad de la información a la cual asisten nuestras instituciones? La segunda opción, bien podría significar una revolución visionaria de la diplomacia chilena a largo plazo, situando a nuestro país, por qué no, a la vanguardia de un proyecto de integración que promueva el crecimiento en bloque de nuestra región. Soñar, con un liderazgo así de constructivo, no cuesta nada más que tiempo.

La segunda idea a favor del diálogo programático con los países vecinos se apoya en que las fronteras con Argentina son las más amplias de nuestro territorio y, en consecuencia, los conflictos diplomáticos se han reiterado casi de manera cíclica luego de la cesión de la Patagonia (1892, 1896, 1898, 1902, 1976, 1978, 1992 y 1995).

En el mismo sentido, aún hay temas pendientes en materia de límites, como por ejemplo la demarcación irresuelta de la frontera correspondiente al tramo entre el monte Fitz Roy y el Cerro Murallón en el campo de hielo patagónico Sur. Si a esto agregamos que Punta Arenas representa una zona de un potencial económico y estratégico, a todas luces, desaprovechado (es la región más grande geográficamente y a su vez la segunda menos poblada), podemos afirmar, fehacientemente, que no hay un Estado que proyecte su estrategia internacional futura, a través de sus respectivos organismos de planificación, defensa, diplomacia, etc. -mediante una coordinación sistemática y a largo plazo- hacia la construcción de fronteras fortalecidas y sanas. Tampoco se contemplan los intereses sociales de los extremos de nuestro país, los cuales, por lo demás, revisten focos de conflicto internos ineludibles para los futuros gobiernos. Así las cosas, es justo y necesario potenciar a Magallanes como un polo de desarrollo social, científico, económico e internacional que colabore y se retroalimente, a su vez, con el crecimiento de la región austral de Argentina. A propósito, resulta increíble y vergonzoso, el nulo esfuerzo que hace el Estado, sus casas de estudio “públicas” y el mundo privado en general en materia de investigación en regiones tan ricas en recursos naturales como la Patagonia chilena, donde sólo parece haber cabida para las hidroeléctricas, al tiempo que se desperdicia el gas metano, el viento, el petróleo y, por sobre todo, su proyección territorial y marítima hacia la antártica, aún a sabiendas de la crisis energética que se avecina y que, de seguro, afrontada multi o bilateralmente resultará menos dramática y devastadora. Son impensados los dividendos y utilidades que podrían resultar del diálogo, la planificación conjunta y la fusión de cuerdas para mirar al futuro, en este caso, junto con Argentina. Las cuerdas separadas aquí no sirven.

Por último, y en tercer lugar, siempre en el marco de la cooperación, y esto no significa pecar de idealismo, se deben acordar nuevas fronteras políticas y territoriales con las comunidades mapuches de Arauco, estudiar uno a uno los territorios, hectáreas y predios en conflicto y negociar las formas de solución, integrando al diálogo, incluso, a organizaciones que recurren a la vía armada, como ha ocurrido entre gobiernos y grupos subversivos de países como Irlanda, Colombia o España, en donde los resultados no dejan de ser positivos en este respecto. Lo anterior es más válido aún si consideramos que el estado chileno procedió con ellos desde la inclusión hacia la exclusión (Jorge Pinto Rodríguez, 2000) y que los antecedentes de cooperación o de integración entre el mismo y los pueblos originarios son escasos: a los Selknam se los exterminó para poblar Magallanes y los altiplánicos tuvieron que migrar hacia la pampa salitrera en busca de horizontes claramente adversos, solo por nombrar algunos ejemplos. Por su parte la ocupación de la Araucanía “provocó el derrumbe de toda una sociedad que había encontrado la manera de adaptarse a siglos de lucha y contacto fronterizo (…) fueron confinados (los araucanos) en territorios delimitados por el Estado cerrándose el tránsito entre Chile y las pampas argentinas y obligándolos de esta manera a convertirse en un pueblo campesino y habitar tierras de mala calidad (…) A partir del remate de “tierras baldías” se agravó la situación, creando una estructura agraria desigual” (memoriachilena.cl). Deuda histórica a todas luces.

Pese a las negociaciones del siglo XX que redefinieron, por ejemplo, el carácter comunitario de algunos territorios, queda mucho por hacer en materia de integración con el Pueblo-Nación mapuche. No basta con la burocracia actual (la labor de a CONADI es irrelevante), con la migración campo-ciudad y su adaptación la vida urbana. Es necesario avanzar hacia el reconocimiento constitucional de este grupo de manera seria, superando los avances de 1991 y 2009 y construyendo una frontera moderna que se haga cargo, a la vez, de siglos de sincretismo y mestizaje, en donde el desarrollo de la educación (pluralismo secundario y universitario, por ejemplo), la salud y otros derechos sociales son fundamentales no solo aquí, sino también en las fronteras norte y austral.

Es de esperar que el debate al respecto prospere, que la opinión pública y la ciudadanía sigan empoderándose para presionar a instituciones ministeriales y representativas para que así éstas avancen hacia un nuevo enfoque teórico y práctico de nuestras relaciones internacionales, a la altura de una sociedad hastiada del gigantesco gasto en materia de tecnología militar y de tanto desperdicio en materia de desarrollo. Es deseable, también, que las evaluaciones de experiencias jurídicas internacionales como el reciente fallo de La Haya, puedan ser elevadas a categorías de análisis políticas y legislativas que promuevan la integración de Chile como un buen vecino y no rebajadas a alegatos, chismes y comentarios chovinistas que sólo contribuyen a reafirmarnos como las “viejas cahuineras” del barrio y los malos vecinos que algun@s no queremos ser.

Felipe Trujillo López Profesor de Historia

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