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Pedro, Pablo y la Doctora Cordero. Por Humberto Palma

El llamado mes de los santos cierra con dos potentes figuras, los mártires Pedro y Pablo. No pienso iniciar aquí un panegírico reivindicacionista por el lado católico, ni menos una apología de la fe para enfrentar el espíritu laicista, que tanto incomoda a unos y atemoriza a otros. Eso de ninguna manera. Lo mío va por una reflexión más ecléctica y humanista, haciendo ver aquello que convirtió a estos hombres comunes en personas insignes, y por qué pienso que el testimonio de sus vidas sigue siendo, aún hoy, tan lúcido, pertinente y valioso para nuestra convivencia ciudadana y los destinos del mundo, ya se trate “de moros”, ya se trate “de cristianos”.

El tiempo y lugar que enfrentaron y evangelizaron estos Apóstoles no fue nada de sencillo. Vivieron en una región entrecruzada por varias culturas, por lo tanto compleja. Dialogaron con el Judaísmo de su época, se expusieron al poderío de Roma y abrieron la mente a las preguntas venidas del “mundo pagano”, esto es, las regiones de Grecia y Macedonia, Egipto y Alejandría, Asia, Siria e Italia. Por lo tanto, supieron lo que eran las influencias políticas y religiosas de ese tiempo (las mismas que llevaron a Jesús a la cruz); la concepción de justicia de la época, que admitía testigos falsos (obviamente pagados), espionajes, delaciones, detención por sospecha y condenas sin un juicio justo; los abusos del poderío militar; las tensiones dentro de las propias comunidades cristianas, por diferencias de visiones y opiniones; sufrieron por la falta de coherencia y fidelidad de algunos hermanos, que por distintas razones terminaban vendiéndose al “stablishment”; y fueron también testigos de costumbres paganas, cultos mistéricos (hoy hablamos de magia y esoterismo) y tendencias sectarias de mucho poder.

El legado humanista de Pedro y Pablo

Más allá de la fe, y considerando las semejanzas del contexto socio-cultural de esos primeros siglos del cristianismo con nuestro tiempo, nos preguntamos ¿cómo hicieron Pedro y Pablo para evangelizar aquel mundo?; ¿para instalar una semilla de mutación desde el núcleo mismo de esas culturas, pero sin llegar a imposiciones etnocéntricas?; ¿cómo se las arreglaron para ser escuchados por autoridades y por gente común, por ricos y pobres, sin traicionar su fe, ni buscar componendas que les ganases más votantes o adeptos?

Una respuesta acabada exige el estudio atento y riguroso de las Sagradas Escrituras, también un análisis científico de los escritos de ambos apóstoles, revisión de autores de la época que aluden a ellos, y por supuesto conocimiento de la historia y costumbres de aquel tiempo. Entendamos que eso excede sobremanera el objetivo de esta reflexión. Pero algo podemos decir, justo aquello que es más pertinente a lo que nos hemos propuesto: destacar lo que hizo de Pedro y Pablo grandes líderes religiosos y humanistas de carácter universal.

Lo primero que llama la atención en los Apóstoles es la fe incondicional en Jesús, que no es otra cosa que fiarse de él, es confianza en sus palabras y fidelidad a la persona. Ellos no simulan adhesión al mensaje, no buscan congraciarse con los hermanos ni con las autoridades religiosas y políticas. El esfuerzo lo ponen en hacer lo que estiman un bien para sí mismos y para los demás. La fe se les convierte en un modo de vivir en el mundo, en una manera de habitar y dialogar con aquellas culturas y sociedad. De aquí nace la convicción en lo que hacen, la pureza de sus motivaciones profundas y la fortaleza para soportar latigazos, cárceles, incontables penurias en sus viajes, hambre, frío y desnudez. En términos actuales, a la fe le llamamos convicción, fidelidad, confianza en el otro y en los proyectos comunes. Pero esa condición creyente exige de ellos tremenda perseverancia. Aprenden de sus debilidades más que de sus fortalezas. La perseverancia les da el temple suficiente para vencer todo tipo de temores. Así, ni el Imperio romano, ni las influencias de los ricos, ni las persecuciones judías, ni los insultos, ni la traición, nada puede contra esos hombres absolutamente convencidos de que el Señor está con ellos, de que hay verdad en sus palabras, y de que han sido llamados para algo grande y jamás visto en la historia.

Lo segundo destacable es el espíritu profético que cultivaron ambos, en especial San Pablo. Dicho espíritu, en vez de recluirlos en “las cosas espirituales” [u “opus Dei” (obra de Dios)] puertas adentro, les impulsa a la apertura al mundo, al diálogo intercultural, a examinar y discernir todo lo humano a la luz de su fe y convicciones. Pedro debate con los judíos y sus férreas tradiciones, en tanto que Pablo enfrentará el pensamiento (la razón) griego y romano. Y si son escuchados no es porque “hablen en nombre de Dios”, sino por la verdad que esos interlocutores descubren en sus palabras y escritos. En ellos hay una mirada distinta a problemas antiguos, una perspectiva novedosa que provoca conversión, es decir, la apertura a revisar los propios paradigmas bajo una óptica nueva. En sus posiciones y discursos no hay proselitismo, tampoco solapados intereses ideológicos, sino una invitación profundamente humana. No se trata de cambiar una ley (la judía) por otra (la cristiana), una forma de vida por otra, no es esnobismo. Por el contrario, se alejan de los gurúes y magos religiosos de la época, y toman distancia del sofismo propio de una cultura pensante. Su invitación es la de un Humanismo nuevo, en donde la divinidad no se opone a la humanidad, ni ésta asume el lugar de aquella (como ocurre con el César de Roma).

La acción de Dios a favor de los hombres, de la que han sido testigos privilegiados, les conduce a una nueva aproximación al otro, desde la fraternidad. Por lo tanto, en su mirada a los demás prima la misericordia por sobre la condena, justicia salvadora en lugar de venganza, respeto por las diferencias de raza y pensamiento, igualdad en lo esencial y valoración de la diversidad en lo humano, dignidad en el trato, honestidad en el diálogo. Pedro y Pablo viven aquellas enseñanzas de Jesús: la ley es para el hombre, y no el hombre para la ley. Ponen las estructuras religiosas y políticas al servicio de mayor humanidad. Para ellos, el poder no es instrumento de dominio, sino de servicio. En suma, creen en un mundo donde “el amor” es fuerza de renovación, y se concreta en proyectos de liberación, justicia y paz.

Ahora bien, nada de lo anterior habría tenido verdadero impacto de seducción y cambio social si no fuese por el tercer, y más fundamental, rasgo de la esencia apostólica de estos hombres: el martirio. Mártir significa testigo, pero con una especial condición. El mártir es un observador comprometido: ve aquello que hace y dice, y hace aquello que dice y ve. A esta particularidad de sus vidas, nosotros le llamamos coherencia. Y es que en la consecuencia de sus actos no buscaron el beneplácito de nadie, ni siquiera al interior de las comunidades cristianas, mucho menos la amistad de gentes poderosas o adineradas. No tuvieron temor a la verdad, rechazaron el aplauso rápido y la vanagloria. Prefirieron ser tenidos por imbéciles, ingenuos o agitadores antes que cerrar la boca para evitar oprobios. Tanta nobleza y fortaleza de espíritu obviamente generó revuelos y motivó profundas transformaciones en las gentes que tuvieron ocasión de encontrarse con ellos. Por lo mismo, sabían que no podrían rechazar la entrega absoluta de la vida cuando llegase el momento de coronar sus enseñanzas. Y ese momento llegó. Enfrentarse a los sistemas de poder, en un mundo donde se mezclaba perfectamente religión y política, les costó la pena de muerte. Pedro fue crucificado como un agitador más, y a Pablo un soldado romano le cercenó la cabeza.

Veinte siglos después, un nuevo y desafiante escenario

Desde Pedro y Pablo hasta nuestros días han pasado veinte siglos. ¿Cómo está hoy esta porción de mundo que habitamos, la misma que con ellos inició una mutación que se convertiría en cultura?; ¿y cómo está nuestro país, en donde un número no menor de ciudadanos se considera creyente, y año tras año celebra la memoria de estos mártires de la primera hora? Sin duda sería pretensioso dar acabada respuesta a estas preguntas, menos para quien no tiene la perspectiva histórica que exigiría una análisis de tal envergadura. Sin embargo, tal limitación no nos exculpa de mirar, pensar y decir un par de cosas que nos ayudan a valorar más aún el aporte humanista de Pedro y Pablo.

Si hay algo en lo que podríamos concordar, es que la complejidad de nuestro mundo es semejante a la del siglo I: cultos religiosos variados y múltiples, nuevas idolatrías e iconografías, costumbres polifacéticas, imbricación de poderes, influjo de nuevos paradigmas culturales, desarrollo de las artes contemporáneas, ciencias, ingeniería, técnicas y arquitectura. Un mundo esplendoroso y mutante, pero también de enormes abusos y desigualdades sociales.

Entre tanto tejido que da da vida y sostén a este “complexus” que habitamos, cuesta un poco distinguir entre las fuerzas de vida y muerte, entre aquello que nos construye y lo que nos mata. Usemos, por lo tanto, un concepto tomado del lenguaje religioso, para preguntarnos cuál es quizás el principal de los ídolos al que rendimos culto y pagamos tributo los ciudadanos del siglo XXI. Ese ídolo, y entiéndase por tal aquella entidad sorda, ciega y muda, a la que atribuimos poderes divinos, que exige sacrificios humanos a cambio de una supuesta protección, ese ídolo es lo que llamamos progreso.

Desde el siglo XVII, convengamos que en este tiempo se afianza la separación cartesiana entre sujeto y objeto, y desde la década de los ’90 en nuestro país, para referirnos a un fenómeno más próximo en el tiempo y el espacio, se ha venido instalando una fe ciega en la razón científica, que de manos de la técnica nos ha llevado a creer que podemos controlarlo todo, que toda la vida humana se reduce a fórmulas matemáticas y cálculos de ingeniería. Economía, política, educación, familia, salud, y un gran etcétera, todo es visto y pensado desde la tecnociencia y la tecnocráctica.

Por siglos, el desarrollo de la ciencia moderna avanzó a paso lento, instalando un reconocido progreso al servicio del hombre. Pero desde mediados del siglo XX ese progreso, potenciado por la revolución informática, se acelera de modo impensado e inesperado, distanciándose del sujeto que le dio impulso. Los avances en la ingeniería genética y el desarrollo de la inteligencia artificial, nos han llevado a mirar el desarrollo como aquello que es hoy: un ídolo, es decir, una suerte de realidad cuasi-divina que esperamos resuelva nuestros problemas medioambientales, además del hambre, el dolor, la violencia y, finalmente la muerte. De hecho, en la actualidad un equipo de científicos trabaja para preservar nuestra mente en poderosos computadores. Así cuando muramos, lo único que necesitaremos para resucitar es un nuevo cuerpo, que por supuesto será creado (o clonado) en laboratorio, en cuyo cerebro se “descargará” la información de nuestra mente conservada hasta entonces en un dispositivo cibernético, y de esta forma seguiremos adelante en continuas “reencarnaciones” hasta que queramos. Es lo que muestra la película Transcendence, del director Wally Pfister. La fe ciega en esta forma de desarrollo nos ha llevado a este punto: a esperar de él la vida eterna. Pero tratándose de un ídolo, por supuesto que cobra su precio, como el impuesto que cobraba Roma a sus provincias por darles protección.

El tributo que pagamos al progreso

Imagine que el progreso es un enorme y lujoso tren. Allí usted encuentra posibilidades sin límites, placeres y encantos ni siquiera soñados, como por ejemplo viajar al espacio, cura contra el cáncer, mejoras genéticas, perpetuidad de la juventud, belleza al alcance de la mano (mejor dicho del bisturí) y tecnologías deslumbrantes. ¿Imagina el valor del boleto all inclusive? A este tren no sube el que quiere, sino el que puede, ni siquiera el que tiene el mérito, sino quien goza del poder adquisitivo o de las influencias y redes de amigos. ¿Ya adivinó el impuesto que paga la Humanidad para mantener el tren en movimiento, y a velocidades cada vez más vertiginosas? Sí, el impuesto es la cantidad de vidas miserables que se queda abajo del carro, condenadas a existencias paupérrimas, destinados a ser el combustible que alimenta la caldera de un apetito de consumo cada vez mayor. Pero no sólo ellos, el impuesto es también la explotación indiscriminada de la naturaleza, la contaminación de mares, lagos y ríos, la extinción de especies, el comercio inescrupuloso de las grandes compañías, la experimentación al margen de toda ética, el desprecio de la vida humana. Sin lugar a dudas, un ídolo nada fácil de derribar. Esto es lo macro. Miremos ahora, igualmente grosso modo, lo que está ocurriendo en el Chile actual.

Como bien comentan Oscar Contardo y Macarena García en el prólogo de “La era ochentera” (Edicones B, 2005), en los años de dictadura militar nuestro país vive un proceso extrañamente antagónico: restricción en la libertad de pensamiento y plena carta de ciudadanía para un nuevo modelo económico, en que el consumo pasa a ser el motor del proceso de modernización. Ese laissez faire económico será el germen para lo que nace en la década de los ’90, con el regreso de la democracia. En esa década trabajamos por superar las divisiones cívico-militares, por lograr algo de reconciliación y justicia “en la medida de lo posible”, —en palabras de Patricio Aylwin—. Pero al mismo tiempo comenzamos a atizar las calderas de nuestro propio desarrollo, que para algunos se ha convertido en la verdadera dictadura. Y al igual que ocurrió a escala mundial, nuestro tren del progreso, desde una tímida marcha ochentera inicial, ha ido ganando más y más velocidad. El precio para subirse al carro ya lo sabemos, y lo mismo que el impuesto a pagar. Lo único distinto es la forma en que cada nación y cultura va padeciendo el avance de este modelo de desarrollo.

Chile ególatra y farandulero. El caso de la Dra. Cordero

Quizás uno de los efectos más dañinos y notorios de la transformación consumista que vive Chile sea su actual perfil: un país ególatra, farandulero y tribal. Ególatra porque hemos aprendido muy bien el predicamento del libre mercado: aquí cada uno “se rasca con sus propias uñas”, y lo que importa es el éxito y goce personal. Si para ello es necesario denigrar la fama de personas, mentir, robar, simular, aparentar apellidos vinosos y parentescos de abolengo, lo hacemos. El fin justifica los medios, escribiría Nicolás Maquiavelo en El Príncipe, mientras Napoleón concluía: Paris bien vale una Misa. Nada más bellamente cumplido en nuestro país, todo vale si con ello consigo el objetivo que quiero. Y de estas tendencias ególatras, ni los religiosos nos libramos. Pero no termina allí, pues de la egolatría saltamos a la farándula.

Sociedad farandulera, porque si hay algo que nos está moviendo es el deseo de cultivar, vender y consumir lo peor de lo humano: escándalos, suicidios, asesinatos, chismes. La televisión y la prensa amarillista piensan y decide por la masa, y esa masa consume gustosa la mugre que sus gurúes les ponen en bandeja, para luego seguir comentando en las redes sociales, especialmente en Facebook, “el escándalo de semana”. La farándula crea conceptos, genera tendencias e instalas modas. Por ejemplo, bastó que alguien hablase de selfies, que instalase un par de ejemplos de rostros famosos, y ya está. Ahora todo el mundo quiere una selfie, publica selfies y sueña selfies. La farándula viene a ser el acólito perfecto para una sociedad de consumo, que usa y abusa de las personas a fin de obtener suculentas ganancias.

Hace tan sólo un par de días, Canal 13 de Televisión rescindió el contrato a la Psiquiatra María Luisa Cordero, por sus dicho ofensivos en contra de unos jugadores de la Selección nacional de fútbol. Sabemos que la Dra. Cordero se caracteriza por ejercer una suerte de apostolado en la zona de farándula: el apostolado de la lengua. Pero esta vez, el Canal estimó que fue demasiado lejos con sus dichos. ¿Pero es eso lo que en realidad preocupó a la estación televisiva, es decir, la ofensa gratuita, despiadada y de mal gusto hacia personas? En realidad no, porque allí el apostolado de la lengua sigue gozando de perfecta salud. Lo que preocupó al Canal fue el masivo repudió a los dichos de la Psiquiatra, que se hizo sentir con fuerza en las redes sociales. ¿Por qué cito aquí el caso de la Dra. Cordero? Porque ella ha pasado a ser figura emblemática, fruto y víctima a la vez de nuestro Chile ególatra y farandulero. Nace “a la fama” como apóstol de la lengua, y muere a manos de aquella misma fuerza virulenta, que consiste en la sobre-exposición de la vida privada de terceros, fuerza que alimentó con sus comentarios y ofensas variopintas. Cuando el Canal la necesitó, usó de ella; y cuando ya no le convino, simplemente la desechó. Así mismo hace la sociedad ególatra y farandulera con todos nosotros. Mientras le servimos, nos usa. Pero cuando ya no tenemos cómo pagar las Isapres, las AFP, los colegios, los servicios básicos, las cuotas de los créditos, cuando baja nuestro nivel de consumo, cuando quedamos cesantes, o envejecemos con pensiones miserables, entonces dejamos de ser clientes gold o premium, y nos convertimos en residuos sociales. Cuando nos han chupado hasta la última gota de sangre, caduca el contrato. Así ha ocurrido con la Dra. Cordero, y así ocurre a diario con los más de dos millones de compatriotas que viven bajo la línea de pobreza.

El tren del progreso cobra su tributo y nos deja las secuelas. Y a esto se suma el tribalismo urbano, que se ha venido instalado como efecto no deseado de la invitación a “rascarse con las propias uñas”. ¡Y vaya que hemos sido obedientes! En vez de buscar y trabajar por un “proyecto-país”, un sueño común, un imaginario social, nos hemos ido enfrascando en tribus de intereses afines, cada una con sus caciques, cada una queriendo imponerse por sobre las demás para mantener sus intereses a flote. Tenemos tribus de creyentes y de ateos, de colegios para ricos y para pobres; y lo mismo ocurre en las tribus habitacionales, o en las de salud. En las tribus políticas pasa otro tanto, el bien común se diluye bajo posiciones ideológicas y partidistas. Por otro lado, emergen nuevas tribus de violentistas, pacifistas, ecologistas, ciclistas furiosos, peatones furiosos, runners, gymboys, sexistas (gays, lesbianas, heteros). País para todos los gustos y tendencias, plural y heterogéneo hasta la saciedad. La pregunta es ¿cuándo nos sentamos a dialogar?, ¿cuándo restableceremos acuerdos respecto del país que queremos?, ¿cuándo dejaremos de competir e insultarnos? Hemos permitido una nueva dictadura, quizás la verdadera como sostienen algunos, una dictadura silenciosa, seductora, una verdadera guerra fría nacional, la dictadura del progreso. ¿Cómo responder a ella, cómo trabajar para crecer en humanidad?

Hay autores, Houellebecq entre ellos, que sostienen que estaríamos inmersos en una nueva mutación metafísica, a escala global. Esto significa cambios culturales y sociales de tal envergadura y profundidad, que nadie puede sentirse seguro atrincherado en sus paradigmas y convicciones. Esta mutación estaría siendo conducida por la razón científica bajo el paradigma del progreso técnico, alimentada por el neoliberalismo económico e impulsada por el apetito de placer. No se trata aquí de demonizar el progreso, sino de humanizarlo. ¿Y cómo?

Humanizar el progreso desde el legado de Pedro y Pablo

Cualquier aporte es bienvenido a la hora de evitar que avancemos hacia un umbral de abusos e injusticia, explotación e iniquidad sin retorno, que a la postre termina volviéndose en contra de todos y de cada uno, en la medida en que habitamos un mundo complejo, es decir, “tejido junto” (complexus). En este tejido que es el mundo, nada es separable, y lo uno repercute en lo múltiple, así como el todo repercute en cada parte. Y en el universo de aportes humanistas, en la noósfera de intuiciones que nos ayudan a pensar un paradigma ético y humanizador, cabe el testimonio de vida de Pedro y Pablo. Y cabe porque ellos fueron capaces de generar una mutación metafísica en un contexto socio-cultural muy semejante al nuestro, como ya hemos visto. Por lo tanto se convierten en sujetos señeros.

Lo primero rescatable en los Apóstoles es su apertura a Dios, a la intervención del Espíritu y a la fe. En términos humanistas, esto no significa otra cosa que abrirnos a la irrupción de la novedad, de la sorpresa e incertidumbre. Dicho de otra forma, tenemos el desafío ético de construir una sociedad donde no todo sea cálculo, dinero y poder, y por lo mismo espacio cultural donde pueda nacer y desarrollarse la vida humana. Cuando digo “vida humana” apunto a un sentido que excede lo meramente biológico y neurológico, para conectarse con la raíz “humus” (tierra). No existimos como “sujetos aparte” de la tierra, sino en comunión con ella y el todo. Somos sujetos complexus. Por lo mismo, el único desarrollo verdaderamente humano es aquel que considera la existencia en su complexus, que admite, incorpora y valora la incertidumbre, aquello no calculable, insospechado y azaroso, y que sin embargo convierte la biología en vida humana y a las sociedades en culturas.

El segundo gran aporte de Pedro y Pablo es lo que arriba llamamos “espíritu profético”. Por la misma complejidad del mundo, coexisten en él, en todas las instancias de la vida social, realidades de muerte junto a fuerzas de vida. A veces imposibles de separar, ya sea por su naturaleza misma, ya sea porque no está totalmente a nuestro alcance lograr dicho cometido. Pero lo que sí podemos hacer es discernir el mundo, para distinguir lo uno de lo otro, y al menos optar por no ser parte de los infiernos que constatamos a diario. Ese es el espíritu profético, lúcido, coherente y comprometido con la realidad. Con la mirada y el corazón siempre instalados en los anhelos de justicia y paz, anunciando y denunciando, pero jamás evadiendo el mundo. Para un profeta, el mundo es su lugar de apostolado, pues la trascendencia a la que apela es plenitud de esta historia y de este mundo. No buscará subirse al tren del progreso, ni tampoco sentarse a observar su paso, sino situarse justamente enfrente suyo. Un profeta sabe bien que el progreso es un paradigma, y que los paradigmas se alimentan de ideas que llegan a ser verdaderos dogmas, por lo tanto la única forma de enfrentarle es con otras ideas, aunque en ello se le vaya la vida.

La entrega de la vida es el máximo anuncio apostólico. En una cultura como la nuestra, donde la verdad ha perdido fuerza ante el fuego cruzado de diversos poderes, y la autoridad vertical cede su lugar al carisma, el martirio se hace plenamente necesario para fundamentar la palabra. Por martirio no digo solamente entrega cruenta, sin por ello descartarla, sino ante todo y en lo cotidiano coherencia y fidelidad. Los líderes que impactan positivamente en el mundo, y tienen posibilidad de humanizarlo, son personas que se esfuerzan por una existencia virtuosa, dispuestos a sufrir y morir por aquello en lo que creen, asumiendo la soledad, abandono e incluso traición. Pedro y Pablo nos recuerdan que no hay palabra que valga, ni discurso bien fundado, si no lleva la firma de la propia sangre entregada como una libación.

La Doctora y los Apóstoles, dos caminos posibles, pero no complementarios

Pedro, Pablo y la Doctora Cordero. ¿Qué razón existe para relacionar a los Apóstoles con la conocida psiquiatra? Aparentemente ninguna, excepto porque los tres representan modos posibles de habitar el siglo XXI. Pedro y Pablo invitan a tomar parte en una cruzada a favor del hombre y de un desarrollo que incorpore los desafíos éticos, presentes y futuros. La Doctora Cordero representa, en cambio, en su condición de hija y víctima de la sociedad ególatra y farandulera, la opción por seguir atizando la caldera de un tren que a cada torpeza, y abuso tras abuso, aumenta en potencia y velocidad, dejando a su paso una estela de violencia, miseria, injusticia e iniquidad.

P. Humberto Palma Orellana Profesor Universidad Finis Terrae Faculta de Educación

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