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Pujanza y desengaño. Por Emanuel Garrison

Fue entonces cuando vino la inaudita rebelión de masas abrumadas de que todos somos iguales, de que juntos sacaremos a la nación adelante compartiendo las tierras y fragantes aires de igualdad fraterna y libertaria. Pero a caballazos los bajamos, compadre, cuando quisieron que compartiéramos los mismos ideales de haciendas para todos y frutales para los que plantan los duraznos, los damascos y los cerezos en flor. A patadas los bajamos, compadre, cuando quisieron enseñarnos que todos tenemos la misma sangre y respiramos el mismo aire de valores compartidos de la patria unida y libre del asilo contra la opresión. A balazos los correteamos, compadre, cuando vinieron con cuentos de reforma agrícola y campesina de que la madre tierra nos provee a todos sus hijos su simiente ecológica y natural de las aguas cristalinas de ese mar que tranquilo nos baña; a cañonazos los convencimos, compadre, de nuestra visión compartida y espíritu de cuerpo idealista en tu cielo azulado; ahí mismo los pateamos, en el suelo sin rencor, compadrito, cuando les echamos un regimiento entero encima para explicarles nuestra filosofía de vida genuina y singular, porque usted sabe, compadre, que estas cosas no se hacen en ninguna parte, y menos frente a la gruta del sagrado corazón de nuestra Señora de Santa María; cuando vinieron los artífices del acero y los artesanos del carbón, compadre; los valientes del salitre y los pescadores de eternos amaneceres, con la buena nueva de que todos somos hermanos, compadre, imagínese; allí mismo les dimos una zarza de palos, otra vez, para explicarles las bondades del sistema de jaula que inventamos. Los enmendamos y les mostramos el buen camino, a punta de rebenque de patrón de fundo en misa comulgando en los aromas del trigo candeal, compadre. Porque usted sabe que para eso nos pagan, y nosotros sólo obedecimos. Fue allí mismo, entonces, que de improviso el curita soltó, sin querer, el secreto de confesión apuntando con el dedo, sin querer, a los negros de la cabaña del tío Tom, que se estaban robando las papas y una gallina. Fue sin querer que lo atraparan sin papas y sin gallina, pero igual, padre, lo amarraron en el medio del patio al pobre negro y lo hicieron papilla a latigazos que no pudimos ver, porque arrancamos para que no nos pillaran, padre; si usted supiera.

Nadie supo cómo con tanto escarmiento de cura de mi pueblo los ímpetus de justicia y fraternidad angélica prosiguieron igual con un clamor de océano, a pesar de tantos latigazos que le dieron amarrado a un palo al pobre negro de la cabaña del tío Tom. Pero nadie vio nada. Nadie vio todas esas cosas que todos vimos, porque se cometieron a plena luz del día, frente al correo, a un costado de la notaría de turno, de la capilla y del palacio de los tribunales; ni siquiera vieron mis amigos de allá arriba, cerca de la cordillera, los del mantelito blanco y del matecito de plata, cuando fui a preguntarles, cerca del algarrobal; y tampoco, ni luces sabían de qué buscando al negrito de la cabaña llamaron a otro regimiento de perros amaestrados, tipo San Bernardo, con un barril de whisky en el cuello, imagínese, padre, a plena luz del día y en medio del verano. Llamaron a la sociedad protectora de animales las vecinas compasivas para denunciar que cómo ocupan a esos pobres canes de invierno en plena canícula que se horneaba al mediodía. Y en eso, de buscar negritos que piden pan y no le dan llamaron a las cuatro ramas de las fuerzas aérea, naval y terrestre, padre; y entraron por todas partes, por arriba de los techos, por debajo de las casas, por el patio de atrás de la casa del jardín de rosas y araucarias milenarias, y los sacaron a todos, desnudos hasta arriba, padre, desde sus villas de miseria buscando las papas y una gallina que nadie encontraba; porque fui nuevamente a preguntar si habían visto eso que todos vieron a plena luz del día, a mis otros amigos, padre, y entonces pasaron los escuadrones y luego los batallones por el lado mío, con tanques, con buques y cazas de combate, en punto y codo, estilo comando; pero al llegar al otro lado del río, cerca de la vieja cabaña, busqué a mis amigos una y otra vez, y a todos los negritos, nuevamente, para avisar que ya habían encontrado las papas y la gallina perdida debajo de un sótano cerrado con candado de mercado negro. Pero no había nadie a quien preguntar en esa inmensa calma de tristezas y solitarios huracanes que han perdido la cordura y la noble orientación del tiempo tejido en la templanza del buen juicio, por una mera ansiedad de codicia sin límites, que muchas veces se llevó la brisa en un aliento y el mar de tantas vidas perdidas, que tuvimos que aprender nuevamente a vivir, todo aquello que nadie dice, en un suspiro y en un rubor de fuego, pero que todos saben, y que alguna que otra vez solemos recordar en el permanente retorno de nostalgias insistentes que muchas veces ocultamos con lágrimas, cierta vergüenza, algunas veces, y silencio.

Emanuel Garrison

Email: emanuelgarrison@hotmail.com

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