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Siria no descansa por Patrick Seale

Un año y medio después del inicio de los levantamientos en Siria, continúa la feroz represión por parte del régimen de Bashar Al-Assad. Un repaso histórico de la dinastía Al-Assad y de la realidad política, económica y religiosa del país permite comprender la situación actual.

Concentrado en su lucha contra las amenazas externas y en las crisis regionales, el presidente sirio Bashar Al-Assad pensaba que su país estaba al abrigo de la ola que viene inundando a los otros países. Así, declaró en una entrevista a The Wall Street Journal, el 31 de enero, en respuesta a una pregunta sobre la comparación entre Egipto y Siria: “Deben cambiar de punto de vista y preguntarse: ¿por qué Siria es estable, aun cuando nos encontramos en un contexto más difícil? Egipto fue apoyado financieramente por Estados Unidos, mientras que nosotros sufrimos un embargo por parte de la mayoría de los países del mundo. […] A pesar de todo eso, nuestro pueblo no se subleva. No se trata solamente de las necesidades básicas o de la reforma. Se trata de ideología, de convicciones, de la causa que se defiende. Existe una gran diferencia entre el hecho de defender una causa y un vacío ideológico”.

No era posible estar más equivocado: los sirios, a su vez, pidieron el fin de los arrestos arbitrarios y de las brutalidades policiales, la liberación de los prisioneros políticos, una prensa libre, la abolición del artículo 8 de la Constitución que afirma que el partido Baas “dirige el Estado y la sociedad” y el levantamiento del estado de emergencia, en vigor desde que el Baas tomó el poder, en 1963.

Reformas insuficientes

Todo comenzó en Deraa, una ciudad del sur, en la frontera con Jordania. Los disturbios estallaron cuando, en marzo, una docena de niños fueron detenidos por pintar grafitis hostiles al régimen. Indignados, los habitantes salieron a la calle. Como señalaba Joshua Landis, uno de los mejores observadores extranjeros de este país: “Deraa es muy pobre y musulmana [sunnita]. Reúne todo lo que plantea problemas en Siria: una economía en quiebra, una explosión demográfica, un mal gobierno y fuerzas de seguridad autoritarias” (1). El error –tal vez fatal– de los servicios de seguridad fue disparar a la multitud con balas reales.

Sin embargo, antes del estallido de la crisis, Al-Assad no presentaba las maneras de un dictador árabe tradicional. A sus 45 años, parecía modesto y no manifestaba la arrogancia de aquellos que han nacido para el poder. En 1994, cuando estudiaba oftalmología en Londres, la muerte accidental de su hermano mayor Bassel, sucesor designado de su padre, Hafez Al-Assad, proyectó hacia la arena política a un Bashar reticente. Hasta la reciente ola de matanzas, muchos sirios seguían apoyándolo, viendo en él a un hombre educado, moderno, un dirigente proclive a la reforma, mejor colocado que otros para llevar los cambios necesarios a buen puerto.

En 2000, cuando sucedió a su padre, Siria estaba retrasada, en ruptura con un mundo cada vez más globalizado y tecnológicamente avanzado. Sus primeras reformas fueron financieras y comerciales: los bancos y las compañías de seguros privadas fueron autorizados por primera vez en 2004; cinco años más tarde, en marzo de 2009, se produjo la apertura de la Bolsa. Actualmente, el país negocia su adhesión a la Organización Mundial del Comercio (OMC). El poder introdujo los teléfonos celulares e internet. Las escuelas y universidades privadas se multiplicaron.

El Presidente estableció con Turquía una alianza política y económica –se suprimieron las visas entre ambos países–, lo que favoreció el comercio entre las regiones fronterizas, beneficiando particularmente a Alepo. La ciudad vieja de Damasco fue revitalizada, algunas casas antiguas restauradas, y se abrieron muchos restaurantes y hoteles para recibir un flujo creciente de turistas.

No obstante, estas reformas favorecieron el agravamiento de las desigualdades y el aumento del desempleo (2), sin mencionar un elevado nivel de corrupción, mucho más importante que en Túnez o en Egipto. Un tercio de la población vive bajo la línea de pobreza. Se van agotando los de por sí limitados ingresos petroleros, y el país, víctima de varios años de sequía y de una mala gestión, se volvió importador de trigo.

Los manifestantes no están estructurados políticamente y no ha surgido ningún líder. Como en los demás países árabes, la gente se organizó de forma espontánea, ya que la represión de las últimas décadas dejó muy pocas estructuras funcionando. Por último, las divisiones de un país de mayoría árabe sunnita, pero que incluye importantes minorías alauita (3) (entre el 12 y el 15%) –de la que proviene la familia Al-Assad y la mayoría de los cuadros militares y políticos–, cristiana (10%), sin hablar de los drusos y kurdos (4), no facilita la identificación de los grupos. Lo que es seguro es que las corrientes islamistas son poderosas, y el propio Presidente lo ha reconocido a su manera: una de las primeras reformas adoptadas después de un encuentro con los religiosos sunnitas fue permitir el regreso al trabajo de 1.000 maestras excluidas por usar el niqab (5) y… el cierre del único casino del país. Aunque debilitados, los Hermanos Musulmanes ejercen su influencia y se han oído en las manifestaciones numerosos eslóganes contra los alauitas y algunas minorías, especialmente los cristianos. El régimen no duda en manipular estas tensiones.

Como una nube oscura sobre esta escena planea la memoria de las masacres de Hama, en 1982, cuando Hafez Al-Assad aplastó de manera sangrienta una insurrección armada de los Hermanos Musulmanes. Este grupo islamista había lanzado en 1977 una serie de ataques terroristas contra el régimen, matando a sus partidarios. Tomó el control de la ciudad de Hama, en el centro del país, donde asesinó a los miembros del partido Baas y a los funcionarios del gobierno, sobre todo los alauitas. El gobierno respondió sin piedad. En represalia, la ciudad fue bombardeada por el ejército, y numerosos habitantes fueron asesinados. Se ignora la cifra exacta de muertos, pero estaría entre 10.000 y 20.000. Treinta años más tarde, algunos islamistas sueñan con la revancha, mientras el poder juega con los temores de los alauitas y de las otras minorías.

Ciertamente, en su discurso del 16 de abril, el presidente Al-Assad anunció una serie de reformas (nueva ley sobre los partidos políticos, sobre la prensa, etc.), incluyendo el levantamiento del despreciado estado de emergencia. Pero el impacto de estas medidas quedó anulado cuando se supo que las fuerzas de seguridad seguían disparando a los civiles. La entrada del ejército en Deraa y las informaciones parciales sobre las masacres cometidas en esta ciudad parecen dar vuelta una página.

Los años de ejercicio del poder endurecieron al presidente Bashar Al-Assad; se hizo más autoritario. Desarrolló el gusto por el control sobre toda la sociedad, desde los medios de comunicación a la universidad o la economía, a través de su familia –especialmente su primo Rami Makhlouf que controla, entre otras cosas, una de las compañías de telefonía móvil–, o de sus hombres de confianza. En lugar de ser un sistema de participación popular, que hace llegar las opiniones desde la base a la dirección, el partido Baas se convirtió en un simple instrumento de movilización, un medio para recompensar la lealtad y castigar la disidencia. Cualquier expresión libre es imposible; las decisiones políticas siguen siendo exclusividad de un pequeño grupo que gravita en torno al Presidente y de los servicios de seguridad (6). Además, Al-Assad, como su padre, detesta que lo apuren y no quiere dar la impresión de ceder a la presión.

Para llevar a cabo verdaderas reformas, siempre que tome esa decisión, debería traicionar los intereses de su familia ampliada, los de los jefes de sus servicios y del ejército –especialmente su hermano Maher, comandante de la guardia presidencial y uno de los elementos más duros del régimen–, de las figuras poderosas de la comunidad alauita, y de ricos comerciantes sunnitas de Damasco cercanos al poder. La nueva burguesía, numéricamente poco importante pero poderosa, se enriqueció durante la transición de la economía estatal a la economía de mercado; también cuenta con el Presidente. ¿Tiene Al-Assad la voluntad de poner término a los métodos brutales de la policía y de los servicios de seguridad que él mismo avaló? Es posible dudar de ello, sabiendo que esas prácticas llevan medio siglo –e incluso más–, porque la autocracia en la región, como en Siria, tiene raíces profundas.

El combate contra Israel

Pero el régimen también debe tener en cuenta a sus enemigos en el Líbano, en Jordania, en Irak y en Arabia Saudita, sin olvidar a Israel, y en el seno de las redes de exiliados sirios en Londres, París y Washington. Algunos cuentan con apoyos en Estados Unidos. Según cables diplomáticos revelados por WikiLeaks y publicados el 17 de abril de 2011 por The Washington Post, el Departamento de Estado financió secretamente a la oposición siria –en particular a las redes londinenses– por un monto de 12 millones de dólares entre 2005 y 2010.

El régimen del hijo se inscribe en una continuidad con el del padre. Al elegir a Bashar –antes que al vicepresidente Abdel Halim Khaddam o a otro dignatario que lo había servido con lealtad–, Hafez Al-Assad le legó un sistema autocrático centralizado, apoyado en una presidencia todopoderosa, así como en toda una serie de aliados y enemigos en la escena regional e internacional que, en conjunto, determinaron la política siria a largo plazo. Concebir e implementar importantes reformas internas, como lo exige la situación actual, requeriría un cambio radical de prioridades, ya que la política exterior ha sido para los Al-Assad, en el curso de las últimas décadas, una cuestión vital que acaparó la parte principal de su energía.

La carrera de Hafez y luego la de su hijo se estructuraron a partir del conflicto con Israel. Siria tuvo que sobrevivir y luchar en un entorno mesoriental hostil, modelado por la brillante victoria de Tel-Aviv durante la guerra de junio de 1967, por su ocupación de vastos territorios –entre ellos la meseta siria del Golán–, y por su estrecha alianza con Estados Unidos. Así se afirmó una forma de hegemonía estadounidense-israelí de la que Siria, desde entonces, trata de desprenderse. La guerra de 1973, lanzada por El Cairo y Damasco con el propósito de alcanzar una paz global, tuvo algunos éxitos iniciales. Pero, en 1979, Egipto se retiró de los combates y firmó una paz separada con Israel, dejando a la región aun más expuesta a la dominación del Estado hebreo.

Frente a esas amenazas, Siria estableció una asociación con la nueva República Islámica de Irán. Y después de la invasión del Líbano por Israel, en 1982, cuyo objetivo era destruir a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y atraer al país del cedro a su órbita, Damasco se alió con la resistencia chiita en el sur. Llevando a cabo una guerra de guerrillas, disponiendo del apoyo logístico y militar de Irán y de Siria, Hezbollah logró en mayo de 2000, después de 18 años de ocupación, expulsar a las fuerzas israelíes y liberar el país. Así, se reforzó el eje Damasco-Teherán-Hezbollah-Hamas, principal rival regional de Estados Unidos y de Israel.

Ni Estados Unidos ni Israel ahorraron fuerzas para destruir ese eje e impedir que adquiriera una capacidad de disuasión. Irán debió enfrentar sanciones y amenazas militares a causa de su programa nuclear. Hezbollah debió resistir las amenazas israelíes, incluida la guerra de julio-agosto de 2006. Siria fue sometida a intimidaciones, al aislamiento, a las sanciones estadounidenses y a un ataque israelí, en septiembre de 2007, a un sitio que se suponía alojaba equipamientos nucleares.

Fue un aprendizaje difícil para el presidente Al-Assad. Como su padre antes que él, debió resolver una serie de crisis potencialmente mortales. Pudo enorgullecerse de haber procurado al país una cierta forma de estabilidad y de seguridad. Los ciudadanos sirios, comparados con los del Líbano o Irak, que sufrieron su cuota de guerras destructoras, ¿no deberían contentarse con su suerte? “La más sublime forma de libertad –escribió el 25 de abril el diario oficial Tishrin– es la seguridad de la patria”.

Pero estas declaraciones ya no alcanzan. Como señala en su editorial del 27 de marzo Abdelbari Atwan, jefe de redacción del diario árabe Al-Quds (Londres) –un diario conocido por hablar francamente, por su apoyo a los palestinos y por su oposición a la injerencia de Estados Unidos–, “la solidaridad con la resistencia libanesa [Hezbollah], la acogida de los secretarios generales de las organizaciones palestinas [especialmente Hamas] cuando todas las capitales árabes les habían cerrado la puerta en la cara, son posiciones respetables, por las que estamos agradecidos al régimen sirio, y por las que pagó un alto precio. Pero no vemos ninguna contradicción entre esas posiciones y la satisfacción de las demandas del pueblo sirio y, si existe alguna contradicción, preferimos que el régimen suspenda su apoyo al pueblo palestino y a su causa, y que responda a las demandas de su pueblo de extender las libertades y de combatir la corrupción. (…) Porque los pueblos oprimidos no son capaces de liberar los territorios ocupados, y los ejércitos de las dictaduras no son capaces de llevar a cabo una guerra victoriosa”.

1 En su blog Syria Comment, “Deraa: The government takes off its gloves: 15 killed”, 23-3-11.

2 Samir Aita, Les travailleurs arabes hors-la-loi, L’Harmattan, París, 2011.

3 Secta musulmana a menudo clasificada como chiita.

4 Varios centenares de miles de kurdos fueron privados de su nacionalidad. En 2004, el presidente Assad prometió devolvérselas, pero esa promesa no fue cumplida. La renovó durante la actual crisis.

5 El niqab es un velo que cubre la cara en su totalidad, dejando sólo una pequeña ranura horizontal para los ojos (N. de la T).

6 Véase Judith Cahen, “Frustraciones de la ‘primavera de Damasco’”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, noviembre de 2002.

* Patrick Seale es periodista. Autor de The Struggle for Arab Independence: Riad el-Solh and the Makers of the Modern Middle East, Cambridge University Press, 2010.

Traducción: Lucía Vera

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