Viaje a las viejas y nuevas precariedades

Si un viajero en el tiempo, proveniente del Chile de 1990, pudiera llegar al Santiago actual seguramente se sorprendería de la multitud de cambios que ha vivido la ciudad luego del fin de la dictadura. Los nuevos edificios, las infraestructuras tecnológicas, y las transformaciones en el comercio y los servicios privados muy probablemente le hablarían de una sociedad que ha progresado económicamente. Aunque reconocería los nombres de las calles, la distribución de los monumentos y los hitos geográficos, muchos espacios y formas de funcionamiento serían nuevos o muy diferentes para él.

Por el contrario, si quisiéramos mostrarle un lugar que le resultara completamente familiar, que pudiera reconocer de inmediato, no tendríamos necesidad de movernos muy lejos del centro. Bastaría llevarlo a un rincón en Providencia, no muy lejos de las torres de cristal y los grandes centros comerciales que aglomeran a las multitudes de consumidores. Para que nuestro viajero en el tiempo se pueda sentir en casa bastaría llevarlo a la urgencia del Hospital del Salvador. Muy probablemente, excepto por la máquina automática de café, todo en ese espacio le resultaría idéntico a cómo él lo ha dejado en 1990. La aglomeración de pacientes hacinados en ese reducido espacio, acostados en sillas que no han sido pensadas para esperas de seis o siete horas, el baño sucio y pequeño, los rostros de las personas angustiadas por el dolor, resignadas a aguardar un alivio paliativo a dolencias crónicas que no pueden tener cobertura en las grandes clínicas privadas que, muy cerca de allí, acogen a quienes pueden pagar los planes, cada año más caros, de las Isapres...