El ambiente político-social de los últimos meses en Chile se ha visto saturado por el discurso negacionista de la derecha moderada y extrema, en particular respecto al rol que le cupo a sectores de la población civil, y sus servidores políticos, en el boicot al gobierno de la Unidad Popular. Tal violencia mediática, económica y política se tradujo luego en crímenes de lesa humanidad perpetrados por las Fuerzas Armadas, quienes ejecutaron “el golpe” de gracia. Se puso fin de este modo a la tradición democrática chilena, la cual aún dentro de un feudalismo ya en declive, tuvo la capacidad de generar las condiciones para elegir a un líder socialista a través de la transparencia del voto democrático. Ése es un logro indiscutible, el cual en el mundo político de 1970 no contaba con precedente alguno. Tan grande fue que a los ojos de Estados Unidos, en nuestro continente Chile desplazó a Cuba pues pasó a ser el país más rebelde a sus intereses neocoloniales, una cólera que encontró en la retórica anti-comunista de la Guerra Fría la excusa idónea para imponer “su” democracia, a cualquier costo, y con absoluta impunidad. Qué duda cabe, una revolución armada puede llegar a ser menos peligrosa que una sociedad civil empoderada y consciente, no sólo de sus derechos sino, sobre todo, de su enorme potencial.
La imagen visual que mejor ilustra la destrucción de la institucionalidad democrática chilena, castigada por haberse escapado de las manos de la elite económica, bancaria, empresarial y terrateniente de la época, es el bombardeo al Palacio de La Moneda, el hogar que hasta el 11 de septiembre de 1973 había resguardado nuestra historia y vida republicanas. Es una imagen que se difundió por el mundo, sobre todo en los festivales internacionales de cine, cuando La batalla de Chile, de Patricio Guzmán, comenzó a inundar las miradas y las sensibilidades de una audiencia ávida de ver y comprender los motivos de tal macabra (auto)destrucción. Imagen que desde entonces ha logrado vida propia, millones de veces reproducida, actualizada, adaptada, citada; testimonio permanente e inagotable de los crímenes que el negacionismo criollo actual intenta imponer y naturalizar.
El cine tanto de género documental, como largometraje, o para series televisivas, ha tenido un papel protagónico en el proceso de relatar las atrocidades cometidas por la dictadura, asistida por los grupos de interés que le cedieron el poder, la sostuvieron por 17 años, y la justifican hoy. Y ha sido pieza clave para purgar el miedo, enfrentar nuestro trauma social, imaginar el lugar emocional e ideológico del otro distinto a mí misma/mismo, para lograr avanzar en la reparación de los lazos sociales, restituir las confianzas y un sentido de comunidad. Desde la obra magna que continúa siendo la trilogía ya mencionada, La batalla de Chile, y todos los documentales de Guzmán de las últimas décadas, pasando por Machuca (Andrés Wood), El diario de Agustín, en donde Ignacio Agüero deja constancia del rol de “El Mercurio” en los crímenes de la dictadura, La ciudad de los fotógrafos, El mocito, El juez y el general, Postmortem, Chicago Boys, Dawson Isla 10, El edifico de los chilenos, La flaca Alejandra, Los archivos del cardenal, Los 80, Ecos del desierto, Chile las imágenes prohibidas, y muchas obras más, el cine chileno se ha impuesto la tarea de preservar la memoria de nuestro pasado reciente. Con ello, se ha convertido en el guardián de los principios éticos que nos conectan con nuestra identidad previo a la catástrofe, antes de que el terrorismo de estado intentara normalizar sus prácticas deshumanizantes, las que persisten hoy en un régimen en apariencia más inofensivo, y que podríamos describir como una renovada forma de “terrorismo mediático”. Pero el cine persiste en su tarea.
En el reciente “Festival Internacional de Cine de Nueva Zelandia”, Chile estuvo presente con tres películas: La memoria infinita, dirigida por Maite Alberdi; Los colonos, dirigida por Felipe Gálvez, y Brujería, de Christopher Murray. Todas contaron con tres funciones en cada una de las principales ciudades del país. En Auckland, desde donde escribo, las salas llegaron a casi toda su capacidad. Los colonos tuvo, además, el privilegio de ser exhibida en el teatro más antiguo y prestigioso del país, The Civic Theater, el mismo en donde hace unos años fue mostrada No, de Pablo Larraín, y La danza de la realidad, de Alejandro Jodorowsky. En esta versión en que se conmemoran en Chile 50 años desde el golpe, no me parece una coincidencia que el cine que nos representa en los circuitos internacionales tenga como epicentro la memoria, por lo antes ya dicho, pero sobre todo porque la memoria sigue siendo el nudo desde donde se va a destrabar el curso que nuestro país ha de seguir. Ello es así sobre todo ahora, en que prospera el triunfalismo de una derecha ufana luego de que ganara su apuesta en el plebiscito del 4 de septiembre del 2022. Sin embargo, es deber de memoria recordar que existe un 4 de septiembre anterior, aquél que solíamos nombrar como “el día de la democracia”, pues en dicha fecha, y cada seis años, se llevaban a cabo las elecciones presidenciales, siendo la última aquélla en que Salvador Allende fue electo presidente.
La memoria infinita es una obra mayor, pues logra expresar con natural fluidez la simbiosis entre la historia de amor de una pareja amenazada por el Alzhéimer, y la reciente historia de Chile, constantemente apremiada por las campañas de olvido, pero ello sin perder de vista la nobleza, el compromiso, y el carácter único de la relación entre el periodista, Augusto Góngora, y la actriz, Paulina Urrutia, ambos partícipes directos de los procesos de nuestro país para una re-democratización con memoria. Accedemos así a un ámbito en que lo privado, personal y colectivo se encuentran entramados por una consecuencia ética y afectiva indisoluble, e inseparable. ¿Acaso no hemos visto en las calles, y por 50 años, las historias de amor de las viudas, las hijas, las compañeras y hermanas, que alzando las fotografías de sus seres queridos siguen reclamando sus cuerpos, exigiendo su restitución en la memoria histórica y social de nuestro país? ¿No es ésa una conmovedora historia de amor privada-pública, y de la cual hemos sido testigos, muchas veces con dolorosa indiferencia? Esta enfermedad del olvido que el negacionismo actual intenta imponernos se enfrenta, no obstante, con la potencia de un compromiso inclaudicable de parte de aquellos movidos por la lealtad y el amor: fidelidad hacia los que no hay que olvidar, y hacia modelos de humanidad y convivencia social basados en el respeto y la dignidad. Ello vale tanto para los protagonistas de esta historia, como para los artistas y productores que nos la cuentan. La memoria infinita es eterna (como se tradujo al inglés) porque los recuerdos súbitamente vacíos y los afectos extraviados no están, en realidad, solos, a pesar de los ataques de pánico gestados por el Alzhéimer, en donde la pérdida de memoria parece llevar a un abismo sin pasado, sin amores, sin un útero contenedor. Pero allí está el espacio familiar-afectivo directo, y está el cine, que desde nuestro sitio de espectadores nos vuelve partícipes, receptores y transmisores de sentires, temores y memorias que son también las nuestras, o podrían llegar a serlo.
Los colonos es una película que introduce un nuevo imaginario estético para el cine chileno, y ello para relatar una parte de nuestra historia geopolítica aún en ciernes. Tal es el genocidio indígena ocurrido en la Patagonia del extremo sur chileno. Gálvez se suma a la tendencia de los cineastas de su generación, quienes le han dado un giro de tuerca a los géneros fílmicos de entretención para volverlos en vez lenguajes de denuncia o, al menos, de cuestionamiento. El consagrado western que por múltiples generaciones naturalizó el genocidio y la usurpación de las tierras de las naciones indígenas de Norteamérica, en Los colonos sirve de lenguaje, no para resaltar la valía de la “civilización” británica que se apoderó de dichos territorios habitados por “bárbaros”, sino para destacar el crimen allí cometido, y su persistente impunidad. De este modo, Los colonos nos lleva a nuestra historia colonial interna, a una memoria anterior, allí donde yacen los trazos discriminatorios, con evidentes rasgos fascistas, los que luego se desarrollan, prosperan y manifiestan con total fuerza para el 11 de septiembre de 1973, ocasión en que la oligarquía criolla local abofeteó al “insolente” mestizaje, al indiaje y al huacherío (citando al gran Lemebel) por la osadía de haber querido ser protagonistas de los destinos del país. Esta perspectiva de una “memoria más larga” la hemos aprendido de las luchas actuales que lleva el pueblo nación mapuche, y las otras naciones originarias del territorio que los incas llamaron Chile, allí donde terminaban sus dominios.
Es de este modo que el cine chileno responde hoy a los desafíos de continuar reparando nuestra golpeada historia, y encara la desidia y el doble estándar de quienes se definen como demócratas, al tiempo que pretenden seguir ignorando, o negando, los crímenes antiguos y los más actuales, ambos aún vigentes. El inmediatismo de los matinales televisivos, de Instagram, tico-toc, y toda la gama de plataformas de redes sociales para “estar” en el aquí y en el ahora, coexiste y hasta compite con el palabreo sensacionalista con frecuencia visto en el congreso, como queda de manifiesto cuando el senador de Renovación Nacional, Carlos Larraín, afirmó de modo desvergonzado que había que “apretar hasta hacer gritar al Gobierno”, citando de modo literal a Nixon, cuando en 1970 ordenó a la CIA “hacer gritar la economía” de Chile. Me temo que no es una coincidencia. La educación, la convivencia comunitaria, las artes, entre ellas el cine, afortunadamente, transitan por otro carril, uno de paso lento para llegar lejos. Es allí en donde de verdad se dirime y se da forma el país que necesitamos y al que queremos pertenecer.
Walescka Pino-Ojeda
The University of Auckland, Nueva Zelanda
29 de agosto, 2023.