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A destiempo. Y no dejar de leer a Diamela Eltit. Por Nelson Rodríguez

Nombrar a Diamela Eltit; premio nacional de literatura 2018 es una forma de sentir, que cada una de sus obras queda en el más profundo desenvolvimiento del tiempo y del espacio. Aunque aparezca recurrente, descubrir en sus personajes aspectos “ligados a ciertas marginalidades”, ellos mismos nos abren casi a destiempo, a estructuras de significación siempre renombradas, con el hábito de una estética que centra, descentra en el mínimo ejercicio de leer y ser leído.

A destiempo, porque la literatura está en el corazón de la escritura de la historia. Mientras los cuerpos y las imágenes ceden a ser vistos desde el “Luminoso”, el esfuerzo de Diamela está más allá de la asumir los formalismos mecánicos de una novela tradicional. El relato, sus relatos están imbuidos de carne y palabras. No es redundante, pues se trata de ir hacia las palabras, que hacen de la historia un trozo de carne y sangre. Construir, descubrir y poner en el centro esas identidades, que marginadas por unos cobran vida, en la marginalidad de los que hacen de ese relato, la propia historia.

Pareciera mostrarse entonces cómo esas identidades, ya no sólo las de aquellos relatados, sino en la que nos impele por fuerza reconocernos en el entrecruce de la ciudad, en los límites que fuerzan memorias y registros, pero que no sufren por verdad, sino “en su apariencia que, en el renombre, exudan deleite y reapropiados constituyen el escenario”. Será que por nombrarnos en esa apariencia de luminosa, nos ponemos de cara a la muerte y de esos tantos significados que ella nos trae según la lectura de Louis-Vicent Thomas. Sólo que aquí, lo que prevalecen son las muertes que “de no apagarse los cirios, mal podríamos rendirle culto”.

Encontrarnos de cara con la muerte, con aquella experiencia que por mor de ausencias de narradores, hoy proliferan las crónicas rojas, que irónicamente nos dejan atados en el olvido de esas marginalidades, personajes reales, vidas que en último y primer término, se resisten a la muerte, en la tensión del deseo de vivir casi en el límite de una “política de la desaparición”. Un encuentro con la muerte, que por los vencidos se ejerce la vida de una desaparición forzada y al mismo tiempo como gesta de los vencidos, por los que la memoria retribuye a los pálpitos que no cesan de hablar.

Cotidianamente una y otra vez, como si de las heridas de la cultura se tratase, se abren las miradas desde el relato a esos ángeles caídos. Poco queda de Benjamin y el cuadro de Paul Klee. Es que después de Diamela Eltit, no se trata de mirar el pasado y tratar de levantarse, para caer en las cenizas o en las ruinas, por las que el progreso cobra su demencia. La misma demencia, que nos deja en cuerpos desprovistos de cura. Han muerto, no sólo los cuerpos, sino todos los significados que la historia en ellos marca a fuego, como lo hace la misma cultura que se ufana del progreso sin memoria, sin relato y sin otra experiencia que la de ver-se desaparecer.

A contra pelo entonces, para encarar todo lo que el poder establecido e instituyente provoca. Bien dicho por los discursos de la academia, que el cuerpo es la forma de describir aquello que el “vigilar y castigar” nos sumerge en la palidez o en el pantano de los relatos que no tienen movimiento. De esos, que a la muerte del rey, no estriban en quedarse en ese mutismo. Cuerpo es política y narración, como el gran acontecimiento metafórico, por el que una historia ocurre en desplazamiento a otra. Esos desplazamientos, por los que la cultura, la sociedad, un hombre, una mujer, dejan de ser el espacio propio (cuerpo) de una “sociedad anónima”.

Un acontecimiento radical, como los desplazamientos, que ofrece la narratividad de Diamela Eltit, por una parte, nos ofrecen al modo de un juego, el desciframiento simbólico, por el que es posible jugar en la historia. No se trata, por cierto, de asumir la lectura, como asistir a un duelo permanente, por el que nos descubrimos entre lágrimas por la proximidad perdida y el consenso que trae lo mismo; las lágrimas de un mundo perdido. Se trata de jugar en esos desplazamientos de la historia., por los que la sangre, bien representada en la imagen de la mujer, como aquella experiencia que limpia todo lo que el arte pueda comprender de ética o estética, en “una teología del tiempo, de un pensamiento que deviene de trauma-original o de esa salvación por venir”.

Así, fuera de todo lamento, en el que un lector pueda mirar y mirarse en los personajes de las novelas de Diamela Eltit, se trata de jugar en sus lecturas hasta poner en el centro lo que incomoda, lo que molesta y lo que descoloca. Ya no más, de la novela que por estatuto académico, cultural y a su vez económico define su voz, como el llamado solidario del “todos incluidos”. Se trata de poner en voz y boca, lo que nos constituye en vacas sagradas, vigilantes o trabajadores de la muerte.

Leer a destiempo a Diamela Eltit, como cada una de las primeras palabras en cada párrafo de la presente columna, es encontrarnos cotidianamente a contra pelo, como en un acontecimiento radical, donde leer, ya no es describir sino dejarnos ver “por ese ojo misterioso” en el ejercicio a destiempo de problematizar la historia, la propia historia en los pliegues en los que ella se desenvuelve, sin un ápice de a-criticidad, ni mero ejercicio intelectual o consumista.

Diamela Eltit, es una de las narradoras por las que la cuestión biográfica, autobiográfica y estilos narrativos en ellas, bien articulan los desajustes culturales, en los que la historia de Chile viene desenvolviendo su tensión entre la democracia de los acuerdos y los acuerdos, que desatienden la marginalidad, la violencia, la exclusión y la miseria de los cuerpos sufrientes al ritmo de la muerte, como semillas de una última revolución de los vencidos.

Como ella misma lo advirtiera: “no se trata de leer parte de la reciente historia de Chile, sino más bien de observar la trayectoria de ciertos cuerpos –aquellos menos protegidos por carceer de poder de una clase o más expuestos por razones culturales como es el cuerpo de la mujer- se trata pues de observar estos cuerpos cruzando, por un viaje incierto que los poderes centrales se resisten a oficializar como propio, quizás por el riesgo de hacerlos gravitar – de manera metafórica – en el presente de los actuales cuerpos públicos y las técnicas mediante las que se equilibran los poderes.” (1995)

Nelson Rodríguez Arratia
Escuela de Filosofía
UCSH.

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