La historia del Frente Amplio (FA) supone un cierto "mito fundacional" en el que, un grupo de jóvenes idealistas, criados en “democracia”, distantes de la política de los acuerdos y de la medida de los posible de la transición concertacionista, se politizaron y organizaron en "nuevos" colectivos políticos emergidos al calor de un extenso ciclo de protestas sociales, destacando principalmente en el mundo estudiantil desde el 2011. Así, con “nuevas” ideas, caras y liderazgos, estos colectivos habrían dado el salto a la institucionalidad política con la finalidad de incidir y generar cambios “desde dentro”. Sin embargo, como todo mito fundacional, esta historia tiene demasiadas omisiones e imprecisiones. En primer lugar, el ciclo de protestas e impugnación no inició con esta generación, observándose, en lo particular de la transición, un proceso ascendente al menos desde 1997, donde paulatinamente se fueron generando más conflictos sociales: protestas contra la ley Marco de educación, conflicto de Ralco, quema de camiones en Lumaco y emergencia de la CAM, Pascua Lama, Mochilazo, Revolución pingüina, etc. Todo ello enmarcado en el fin del super ciclo de crecimiento económico, los efectos de la crisis asiática y el inicio de la crisis de representación y legitimidad expresada en un agotamiento de la transición concertacionista. Naturalmente, en todo este gran ciclo histórico fueron emergiendo varias y diversas organizaciones, colectivos, articulaciones y experiencias que serían significativas en los años venideros. Ergo, la historia de impugnación a la transición no surgió ni el 2011, ni con el Frente Amplio. Segundo, por lo anterior, tampoco es correcto afirmar que el 2011 estos colectivos hayan constituido experiencias organizativas "nuevas". Está claro que una parte importante de las organizaciones políticas del 2011 no se situaron en “lo nuevo” y declararon explícitamente ser la continuación de las mismas matrices políticas de la izquierda tradicional (miristas, rodriguistas, comunistas, humanistas, allendistas, lautaristas, trotskistas, etc.), algunas de esas fuerzas ya se habían aliado y disputado electoralmente bajo la coalición Juntos Podemos, y jugado un rol activo -junto a otros proyectos electorales y no electorales- en la reconstrucción de los movimientos sociales de la transición. Sin embargo, lo que se omite es que las organizaciones y colectivos que sí se presumieron "nuevos", también vienen de esas tradiciones políticas. Sólo como ejemplo, el partido del presidente, lejos de ser un grupo emergente, viene de la unión de identidades políticas tradicionales: la Surda de los 90’s -quienes a su vez tienen una historia vinculada a ciertos sectores MIR-, parte de los libertarios articulados desde fines de los 90’s en el Congreso de Unificación Anarco Comunista; y algunos colectivos estudiantiles que venían de tradiciones rodriguistas. Entonces, lo nuevo, de existir, no estuvo ni en los militantes, ni en los colectivos. En ningún caso se trató, como sugiere el mito fundacional, de jóvenes despolitizados que de un día para otro tuvieron un despertar político luego de pasar por alguna asamblea estudiantil el 2011, y que después de ello decidieron crear nuevas organizaciones. Por cierto, hubo de esos casos, pero en lo sustantivo el debate al interior y entre colectivos políticos estuvo anclado en militancias con experiencia previa o proveniente de herencias políticas. En ese contexto, lo que sí caracterizó al Frente Amplio fue quebrar con las matrices tradicionales respecto a la ideología, estrategia, sentido, prioridades, etc. Así, las organizaciones que conformaban el otrora bloque de conducción en el movimiento estudiantil, antes de fusionarse con Revolución Democracia -con un origen histórico y familiar más cercano a la concertación-, transitaron ideológicamente de Marx y Lenin a Laclau y Mouffe, de Chávez a Pablo Iglesias, del anticapitalismo a los recientemente publicados principios doctrinales del futuro partido del Frente Amplio, en los que se definen de diversas formas, todas ellas distantes del imaginario político de las tradiciones anticapitalistas. Tercero, y lo más significativo para este escrito, es que la formación del FA, lejos de ser un hecho lineal y tranquilo desde lo social a lo político, fue un proceso plagado de tensiones y disputas respecto al carácter del espacio y el camino electoral. Naturalmente, esto no es algo nuevo en las siempre fragmentadas izquierdas. La tensión entre “reforma y revolución” cruza la historia y se ha expresado fuertemente en el Chile reciente. En los 90’s, por ejemplo, el movimiento feminista se dividía entre institucionalistas -que intentaron incidir en el gobierno- y autónomas. Extenso es también el debate en el mundo sindical, en donde la existencia de dirigentes que militaban en partidos gobernantes (DC, PS, PC) era un foco de conflicto al tensionar la autonomía sindical. En el ciclo de protestas estudiantiles del 2011 ocurrió lo mismo en muchas ocasiones, por ejemplo, en la articulación del Sin Fech -donde participaban varios de los colectivos que crearon más tarde el FA- en oposición a la conducción PS y PC; en la tensión CONES versus ACES a nivel secundario; o bien con la institucionalización de dirigentes estudiantiles y sus partidos en el parlamento y en el MINEDUC, transitando desde la calle a ser sus interlocutores. En el movimiento No + AFP esto se expresó en la pugna entre los espacios territoriales versus los sindicales; los primeros proponían agudizar las movilizaciones, los segundos, incidir en el parlamento y en candidaturas. La versión de la revuelta de esta pugna fue la mediática y reconocida tensión entre “octubrismo” y “noviembrismo”. En ese contexto, la creación del Frente Amplio es el resultado de numerosas batallas, cada una con rupturas en todas las organizaciones entorno a tres tensiones: institucionalización, prioridad de esta, y el carácter del discurso. Las primeras, contra los militantes que se oponían al giro ideológico y a transitar al camino electoral; luego contra quienes consideraban que, si bien participar en elecciones podía aportar para amplificar las ideas y el debate, definían que la prioridad debía ser estar en lo social y popular, siendo lo electoral una tarea menor y subsidiaria; tercero, contra quienes consideraban que participar en elecciones podía ser prioritario, pero sin modificar ni matizar el discurso político. A su vez estas tensiones se expresaron con diversas posiciones al menos en cuatro escalas: primero al interior de los colectivos, después entre colectivos con intenciones de unirse, tercero, con los diversos colectivos que conformarían el conglomerado Frente Amplio, por último, al interior de los movimientos sociales en donde habitaban otras posiciones y colectivos que les acusaban de instrumentalizar y utilizar lo social para el beneficio político. En suma, como consecuencia obvia, la victoria del Frente Amplio con una conducción que privilegió la distancia con la izquierda tradicional, la renovación ideológica posmaterial, el énfasis casi exclusivo por lo electoral, la morigeración excesiva del discurso, etc., etc., fue la derrota incuestionable de diversas otras posiciones que quedaron en el camino. Sin embargo, a siete años de su fundación, habiendo pasado dos años de gobierno y luego de decidir en un plebiscito la unificación de los proyectos en el partido “Frente Amplio” ¿ha valido la pena la victoria de esta línea política? Luego de haber impulsado con gran convicción un conjunto de tesis políticas que les permitió conformar el proyecto y llegar al gobierno con una serie de consecuencia para las izquierdas, los movimientos sociales, el ciclo de protestas y la historia de la transición, sería prudente que estos sectores dieran una explicación. Evidentemente, ni el más entusiasta pensó que consiguiendo el gobierno se decretaría el socialismo. Conocido era dentro de las izquierdas el carácter “republicano”, moderado y socialdemócrata de Gabriel Boric. Buena parte del voto de izquierdas fue con muy poco entusiasmo -recordar el llamado a votar de Pablo Chil-e-, en el marco de una campaña que argumentaba que no votar Boric pavimentaría el camino a la ultraderecha con Kast, echaría por la borda el proceso constituyente, se profundizaría el neoliberalismo, militarizaría el sur, construiría zanjas en las fronteras norte, darían mayores atribuciones a carabineros y un largo etcétera. Paradójico y teatral es que de la mano del mismo gobierno del FA hayan tomado carne todos esos fantasmas con los que hicieron campaña, añadiéndoles otros temas como el TPP11, la política del litio beneficiando a Ponce Lerou y SQM, el nombramiento del fiscal nacional, el fracaso de la reforma tributaria, la política de seguridad, entre una extensa lista de temas nombrados varias veces por otros columnistas. Y es que más allá de las burlas de la derecha por las reiteradas "volteretas", las desprolijidades, los problemas comunicacionales y los autogoles, lo que se observa es una claudicación generalizada al deseo de transformar el neoliberalismo chileno, situación que comienza a ser un ruido incomodo exteriorizado por Gonzalo Winter -círculo íntimo de Gabriel- quien posiblemente ya observa el desfonde del proyecto -si es que hubo uno-. A dos años de gobierno no sólo ha habido “flexibilización de objetivos”, como respondió Camila Vallejos; o avances “de a pasitos”, como sugiriera Diego Ibáñez con una autocomplacencia similar a la de la Concertación. En materia económica las medidas han ido en la línea de la profundización del modelo, asunto que aumentaría si se termina imponiendo una reforma tributaria que ya descartó el impuesto a los súper ricos y que vislumbra rebaja al impuesto de las empresas. A nivel de derechos sociales, la batalla parece totalmente perdida desde el día que el mismo Frente Amplio apoyó la política de retiros y se consagró la idea de un sistema hiperindividualista de “con mi plata no”. En caso de aprobar una reforma, esta será similar a la propuesta por Sebastián Piñera. En materia de salud, es posible destacar la gratuidad de atención con Fonasa en sector público, situación que, sin embargo, pasó desapercibida, mientras que, en educación, el asunto es totalmente crítico, con una educación pública destruida a nivel escolar, con alta descensión, baja calidad, altas brechas, problemas con la implementación de los SLEP, etc.; mientras que, a nivel superior, pese a las buenas intenciones, se ve un escaso piso político para generar transformaciones. A nivel simbólico, el asunto también está lleno de retrocesos. No sólo en cosas evidentes como haber delegado la conducción al PS, lo que implicó dar una vuelta inmensa desde la impugnación a los 30 años, hacia la continuidad y exaltación de estos; o en el cambio de discurso con Sebastián Piñera desde el “notifíquese” al mensaje presidencial en su funeral. Con excepción del posicionamiento sobre Palestina, en los pocos guiños simbólicos, los temas han sido abordados con tanta desprolijidad y sin convicción que han terminado en ocasiones generando daño para esas causas (ej. Caso indultos y pensiones de gracia). En este contexto, ante el caos, políticos de derecha terminan instalando en los medios discursos contra los derechos humanos, señalando, por ejemplo, que quienes hayan cometido delitos no merecen una pensión, conectando con el sentido común punitivista, sin ninguna respuesta del gobierno, regalándole, como sugiriera Winter, sin contrapesos a la derecha una batalla ideológica que costó años instalar. Lo mismo se observa en agendas de la “identidad” en donde cohabita una ofensiva global y nacional de las ultras derechas burlándose de las izquierdas “woke”, levantando discursos de odio; un cierto hastío y revanchismo contra la cultura punitivista de la cancelación; una discusión dentro de las izquierdas sobre lo universal versus lo identitario, y una pugna interna en el gobierno expresada en la frase “monos peludos”. En todo este contexto, poco ayuda para esas causas el lenguaje “Karamanés” que transforma, por ejemplo, una política que mejora las condiciones laborales y sanitarias de mujeres trabajadoras, en un meme sobre caletas con enfoque de género. O un presidente que llega tarde a una reunión por ir al psicólogo y aprovecha la ocasión para instalar un discurso favorable a la salud mental en un país donde la mayoría de la población no puede acceder a un tratamiento, y de hacerlo, en ningún caso sería en horario laboral. Si el proyecto del FA estaba en un avance de lo posmaterial, el resultado de los dos años deja mucho que desear, y la táctica implementada devela una profunda distancia para conectar con un país que no fue parte del micro mundo de las asambleas estudiantiles. Por cierto, algunos dirán que el proceso constituyente cambió el estado de ánimo (tema sobre el que tampoco hay un mea culpa del sector); que gobernar es el acto de lo posible; que negociar y ceder es parte de la política; que otra cosa es con guitarra; que hay una situación global de época, vinculado a crisis y nuevas derechas; que al menos se atrevieron y que es cómodo criticar; que la derecha y el capital tienen mucho poder y controlan los medios y generan fake; que tienen minoría parlamentaria; que el neoliberalismo ha penetrado demasiado en los chilenos, etc. Todo ello puede ser cierto, pero la gran mayoría de estas cosas se sabían y estaban presentes en los debates previos. ¿Cuál ha sido el aporte del FA a las transformaciones del país? Alguien tendría que dar una explicación, ya que no son sólo responsables del eventual fracaso del proyecto que levantaron, sino que también de la historia que les precedió y de las dificultades que generarán en otro que a futuro quieran convocar a nuevos proyectos de transformación y tengan que cargar con el lastre de la decepción, incredulidad y desconfianza. Junto con auto celebrar la decisión de la unificación y valorar los dos años de gobierno, sería deseable un balance político sincero y abierto de cara a la sociedad.
Francesco E. Penaglia Vásquez
Director carrera de Administración Pública
Universidad Alberto Hurtado