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A las personas nos queda incomodo el mundo. Por Sonia Brito, Lorena Basualto y Andrea Comelin

El malestar con el mundo actual es palpable. Lo que una vez fueron espacios de bienestar, como la comunidad, la familia o el trabajo, ahora parecen estar envueltos en estructuras rígidas que más que proporcionar descanso, fomentan la ansiedad y el estrés. La competitividad exacerbada, la constante lucha por cumplir plazos y expectativas, el bullicio incesante y el consumismo desmedido nos han alejado de nuestra humanidad esencial. Hemos creado un entorno en el que parece que, para ser felices, necesitamos consumir más, ser más productivos, más competitivos, sin detenernos a cuestionar qué significa verdaderamente vivir bien.

La escasez de tiempo se ha convertido en una de las principales razones de nuestra insatisfacción. Vivimos atrapados en un ciclo de actividades constantes, casi todas dictadas por las exigencias externas, sin espacio para el disfrute genuino. La conexión real entre los seres humanos se ha visto reemplazada por interacciones superficiales, muchas veces mediadas por pantallas. El "compartir un café", un símbolo de encuentro cercano y generoso ha sido desplazado por la rapidez de los mensajes instantáneos. Lo que podría ser una conversación fluida, cargada de cariño y confianza, se ha transformado en algo fragmentado y muchas veces vacío.

El avance tecnológico, que podría haber sido una herramienta para acercarnos, también ha contribuido a la aceleración de la vida, haciéndonos más impacientes y desconectados de nuestras emociones más profundas. Vivir bajo la constante presión de tener que responder en el instante, de estar siempre disponibles, de estar conectados constantemente, ha roto el ritmo natural de las relaciones humanas, donde el tiempo compartido y la paciencia son esenciales para forjar vínculos verdaderos.

El sistema neoliberal, con su maquinaria masiva y sus recursos inagotables, ha penetrado todos los rincones de la sociedad. En lugar de promover una educación que valore la creatividad, la reflexión profunda, el amor por aprender o el desarrollo colectivo, nos vemos inmersos en un sistema que prioriza la productividad, la competitividad y la individualidad. La figura del maestro, esa persona que guiaba, inspiraba y formaba a las futuras generaciones, se ha visto eclipsada por una visión utilitarista que solo busca resultados inmediatos, medibles y cuantificables.

El esfuerzo por restaurar esos valores esenciales, como el juego colectivo, el tiempo para pensar, para debatir y para sentir, choca con la inercia de un mundo que premia la rapidez, el éxito individual y la cantidad sobre la calidad. Pero más que resistir este flujo imparable, parece que muchos se sienten impotentes, como si, por más que intentemos desafiarlos, estos valores profundos estén siendo absorbidos y diluidos en el torbellino de la modernidad.

Un aspecto particularmente preocupante es la forma en que nos han manipulado culturalmente. La pseudobelleza, la pseudointeligencia y la pseudofelicidad están a la orden del día, y muchas veces no somos conscientes de cómo nos afectan. Nos venden ideales de belleza irrealistas, inteligencia superficial y felicidad instantánea, todo respaldado por la tecnología y los medios. Nos prometen un mundo perfecto, pero lo único que obtenemos son ilusiones vanas, que nos dejan más vacíos aún, incapaces de reconocer lo que verdaderamente necesitamos para sanar y ser felices.

Lo más alarmante es cómo estas falsas promesas afectan a las generaciones más jóvenes. Los niños y adolescentes están profundamente influenciados por la cultura mediática que les rodea. En lugar de aprender a cuestionar el mundo, a explorar, a crear, están atrapados en un ciclo de consumo de contenido superficial que no les permite desarrollarse de manera plena. La idea de "pertenecer" se ha vuelto un objetivo primordial, pero este deseo de pertenencia está basado en estándares ajenos a sus realidades o son creaciones ficticias de una comunidad virtual que les deja vulnerables y confundidas/os.

Las personas adultas, por su parte, no están exentos de esta trampa. Nos vemos atrapados en una constante búsqueda de validación a través del cumplimiento de los mandatos de la meritocracia. El miedo al futuro, la incertidumbre económica y social, nos empujan a un estado de ansiedad crónica, la sensación de que estamos corriendo constantemente para alcanzar algo que nunca llega, o que incluso es inalcanzable, se ha convertido en una fuente principal de estrés y desesperanza.

En este contexto, la inteligencia artificial emerge como una nueva forma de control, una "doctrina del shock" que nos mantiene distraídos mientras las fuerzas más grandes siguen operando en las sombras. Las redes sociales, aunque en principio nos ofrecen una plataforma para conectar y compartir, nos sumergen en un mar de distracción que nos desvía de los problemas reales. Mientras estamos absortos en vídeos sin sentido y entretenimiento trivial, el mundo continúa su curso: las guerras, las crisis mundiales, poderíos sociopolíticos, las catástrofes ecológicas y sociales no se detienen. Y lo peor de todo es que el entretenimiento y la desinformación se utilizan para desensibilizarnos, para mantenernos ocupados y alejados de las realidades más duras, mientras las élites económicas y políticas continúan con sus agendas.

La creciente preocupación por la desconexión de las nuevas generaciones con los valores profundos de la vida, como la empatía, el pensamiento crítico y la solidaridad, es un reflejo claro de este proceso. Están siendo moldeados por un sistema que les prepara para ser consumidores, para ser conformistas, incapaces de cuestionar lo que se les ha impuesto.

La idea de que somos libres es cada vez más ilusoria. Vivimos vigilados por el "ojo panóptico" de la tecnología: nuestras acciones, nuestros movimientos, nuestras decisiones están siendo constantemente monitoreados, clasificados y almacenados. Nuestras conversaciones privadas pueden ser desclasificadas en cualquier momento, nuestros datos son utilizados para manipularnos y predecir nuestros comportamientos. Todo esto bajo la premisa de que estamos "mejorando" nuestra experiencia, pero en realidad estamos perdiendo nuestra capacidad de ser dueños de nuestras propias vidas. La "libertad" que creemos tener es, en muchos casos, solo una fachada que oculta la falta de autonomía real.

El reto está en reconocer este proceso de manipulación y recuperar el control sobre nuestras vidas, nuestras emociones, nuestros cuerpos y nuestras mentes. El cambio requiere de un esfuerzo consciente y colectivo, pero para que eso suceda, necesitamos reconocer que la transformación comienza por mirar más allá de la superficie, por recuperar lo esencial que nos ha sido arrebatado, por resistir la trampa de la inmediatez y la superficialidad, y por volver a conectar con lo que realmente importa: el amor, la empatía, la reflexión profunda y la solidaridad.

Dra. Sonia Brito Rodríguez
Departamento de Trabajo social
Universidad Alberto Hurtado

Dra. ©. Lorena Basualto Porra
Departamento de Trabajo social
Universidad Alberto Hurtado

Dra. ©. Andrea Comelin Fornés
Carrera Trabajo Social
Universidad de Tarapacá

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