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A propósito de la libertad de expresión. Por Jacques Rancière

El abominable atentado perpetrado contra Samuel Paty por un criminal fanatizado ha suscitado una indignación que está a la altura de su horror. También ha dado lugar a una serie de comentarios y propuestas que revelaron una temible confusión, en particular con respecto al concepto de libertad de expresión y sus manifestaciones.

Esto se debe a que, ya desde hace algunas décadas, se ha venido desarrollando un discurso denominado republicano que ha transformado sistemáticamente las nociones jurídicas que definen las relaciones entre el Estado y los ciudadanos en virtudes morales que estos deben poseer y, por lo tanto, en criterios que permiten estigmatizar a quienes no las poseen.

Esta operación comenzó a partir de la noción de laicidad. La laicidad inscrita entre los principios de la constitución francesa significa que el Estado no imparte ninguna religión y no permite que ninguna de ellas intervenga en la organización de la enseñanza pública. Esta noción no está consagrada por ninguna esencia supuesta de la república. La Tercera República francesa la impuso para terminar con el control de la enseñanza pública por parte de la Iglesia católica que había sido instaurado por una ley de… la Segunda República. La impuso, también, recomendando a los docentes que no hicieran nada que hiriera las creencias de sus alumnos. Es evidente, en efecto, que la laicidad que define la neutralidad del Estado en lo que concierne a la religión no alcanza para regular las relaciones entre los creyentes y los no creyentes, ni entre los miembros de diferentes religiones. Lo que sí puede hacerlo es una virtud apta para moderar el comportamiento de los individuos: la tolerancia, que solo cobra sentido si es recíproca.

Los nuevos ideólogos de la laicidad han alterado completamente el sentido de esta noción. Hicieron de ella una regla de conducta que el Estado debía imponer a los alumnos, a sus madres y, finalmente, a las mujeres de toda la sociedad. La obligación laica se identificó, así, con la prohibición de una forma particular de vestirse: una prohibición discriminatoria, porque solo concernía a las mujeres y las niñas de una comunidad específica de creyentes, y establecía, de esa forma, una oposición radical entre la virtud laica ordenada por la ley republicana y todo un modo de vida.

Algo similar ocurre actualmente con la noción de libertad de expresión. Esta libertad, fijada por la ley del 29 de julio de 1881, es una libertad de los periodistas frente al poder del Estado, poder que se expresaba a través de la censura o por la obligación de obtener una autorización previa a la publicación.
Establece que los periodistas y otros actores de la opinión pública pueden difundir sus escritos sin control de una autoridad superior, sin perjuicio de responder ante la justicia por crímenes y delitos que podrían cometer al hacer uso de esta libertad, en particular el delito de difamación. Señala que los escritos pueden circular sin permiso del Estado, pero no por ello les otorga la virtud de encarnar la libertad de expresión, ni hace de esta libertad un principio por el cual puedan ser juzgados. Los escritos —y, eventualmente, los dibujos— que circulan libremente no manifiestan, a pesar de esto, la libertad de expresión. Solo manifiestan las ideas y humores de sus autores, y son estos los que son juzgados por los lectores según sus propias ideas y humores. Si tomamos el caso de las caricaturas de Mahoma —incluso dejando de lado el carácter difamatorio que algunos hayan podido ver—, no expresan ninguna virtud inmanente de libertad, y no están destinadas a provocar un amor por esta libertad. Expresan, entre otros, el sentimiento de desprecio que ciertas cabezas que creen pertenecer a una élite ilustrada sienten y quieren compartir con respecto a la religión de poblaciones a las que juzgan atrasadas.

Unos criminales fanatizados pretendieron vengar este desprecio con la monstruosa ejecución de los periodistas de Charlie Hebdo. Pero, a partir de entonces, se puso en marcha un mecanismo ideológico perverso. Como el horror sufrido por estos periodistas los hacía mártires de la libertad de expresión, las caricaturas mismas se convirtieron en la encarnación de esta libertad. La caricatura en general, que históricamente ha servido a las más diversas causas, incluyendo a las más abyectas, se convirtió en la expresión suprema de esta libertad, que fue asimilada a su vez a una virtud de habla libre y de burla atribuida por derecho de nacimiento al pueblo francés. Finalmente, la expresión suprema de la libertad de expresión ha sido identificada con la expresión del desprecio hacia una religión y una comunidad de creyentes considerados como ajenos a esta virtud francesa. La glorificación de las caricaturas se ha vuelto así un deber nacional. Políticos inconscientes o deliberadamente provocadores no han dudado en exigir que las caricaturas sean mostradas en todas las escuelas. Esto equivale a pedir que se incremente en todas partes el abismo que separa a las comunidades, que se ayude a la propagación de la intolerancia, y que se proporcione así oportunidades a los asesinos, al tiempo que se garantiza un apoyo más amplio a sus crímenes en una comunidad que se ha vuelto más sensible a las ofensas. Tal vez sea la hora de decir, al contrario, que una caricatura no es más que una caricatura, que aquellas son mediocres y expresan sentimientos mediocres, y que ninguna merece que las vidas de periodistas, de docentes y de todos los que hacen un uso público de la palabra se expongan por eso a la locura de los asesinos. Sería la hora también de devolverle a la libertad, por la que tantos hombres y mujeres sacrificaron y sacrifican todavía sus vidas alrededor del mundo, símbolos un poco más dignos de ella.

20 de noviembre de 2020

Traducción: Gisele Amaya Dal Bó

Publicado con autorización expresa del autor

Fuente: https://blogs.mediapart.fr/jacques-ranciere/blog/201120/propos-de-la-liberte-d-expression

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