Estamos en una época confusa, una época en que la educación o más bien, la escuela (en todas sus formas) debe fortalecerse frente a las exigencias de esta época, pero las palabras de la escuela se han vuelto estériles, se han vuelto perdidas, huérfanas y nos rodean los productos, la regulación, los cursos de todo tipo, las evidencias.
La escuela en todas sus formas se parece más bien a una fábrica donde pareciera que lo más importante ha perdido relevancia; ese enseñar para provocar estudio, indagación, reflexión y creación. La escuela (en todas sus formas) está más bien atrapada en una cultura y racionalidad técnica. Una fábrica que debe constantemente lidiar con lo que la sociedad, instituciones de educación, de economía y la política imperante piden de ella y así se transita en una suerte de dar respuesta a parámetros más bien de productividad incorporando palabras, sí, las peligrosas palabras, esas sólo de resultados, de evaluaciones, de competencias, entre otras, como esas fueran palabras de la enseñanza. Como si eso fuese lo vital, como si eso es lo que debe preocupar a la escuela en todas sus formas.
Hay que recuperar la enseñanza y al enseñante, pronunciar otras palabras, nuestras palabras de escuela, aquellas de la pedagogía. Se hace urgente porque de lo contrario el fondo de valor de la escuela se debilita y con ello la esperanza de una sociedad más justa y equitativa. Ese fondo de valor referido a presentar el mundo a los niños, ese de disponer a ellos los problemas del mundo para cuidarlo. La escuela en todas sus formas es un espacio que se detiene, a observar, contemplar, hacerse preguntas, crear, asombrase. La gran tarea de la escuela en todas sus formas es pues estudiar, es la generación de espacios de micropolítica, espacios de narraciones, de humanismos, y respeto por el otro. Esa son las tareas esenciales Tarea que se extiende como decía Mistral, a todos los espacios: “Enseñar siempre: en el patio y en la calle como en la sala de clase. Enseñar con actitud, el gesto y la palabra”.
Hoy, que las referencias y referentes evidencian liviandad ética, la pregunta clave es que necesita la escuela de nuestras institucionalidad educativa, económica y política, que necesita de la sociedad. Por lo pronto un buen comportamiento. Por lo pronto salir de esa liviandad ética, detenerse, hacerse cargo como ciudadanos, ciudadanas y como personas. Como ciudadanos/as buscar el bien común y no el individual, salir del juego de ganadores y perdedores, salir de la trampa vil, del delito. No es posible que desde la escuela en todas sus formas veamos tantas faltas de probidad, de ética. Tantos discursos de odio, día a día, tanta falta de memoria, y comportamientos inexcusables de parlamentarios. Esto hace que los niños y jóvenes naturalicen prácticas tan insanas porque pareciera que no pasa nada, que el juego sucio es permitido, que no es relevante el bien común, que el humanismo social es solo palabra hueca, que no hay consecuencia del mal comportamiento, que no hay consecuencia de las miras manchadas hacia los otros, que no hay consecuencias de las faltas de respeto, que no hay consecuencia a los delitos porque se acomoda todo, en beneficio de algunos.
La escuela necesita de la sociedad una vigilancia ética y responsabilidad. Una responsabilidad social de la sociedad chilena, hoy casi sin referencias ni referentes para nuestra escuela. Menos mal que aún tenemos la literatura, el arte, la historia y la ciencia que llenan de gozo y saberes nuestras aulas.
En este tipo de cosas, por favor dejar de culpar a la escuela en todas sus formas. A la escuela hay que cuidarla. Ese es un espacio de nuevos nacimientos. Un espacio de formación y creación para sostener la fragilidad del mundo. Es la posibilidad.
Dra. Carmen Gloria Garrido F.
Directora Escuela de educación
Universidad Andrés Bello