De todos los episodios de colusión hasta ahora conocidos, el del gas industrial es ciertamente el más cercano a lo criminal. Lo es pues los autores de la trama urdieron su proyecto de “…subir los precios (…) sin compasión, sin piedad”, en los días en que la pandemia hacía estragos en el país. Seguramente fue cuando estábamos encerrados -con toque de queda- y las noticias nos alertaban de que “la última cama” era una posibilidad apocalípticamente cercana.
Según cifras del Departamento de Estadísticas e Informaciones del Ministerio de Salud, a raíz de la pandemia murieron 62.371 chilenos. ¿Qué hubiese ocurrido si un porcentaje de ellos hubiese fallecido debido a que en algunos centros hospitalarios se acabaron los recursos para la adquisición de oxígeno a precio alzado? Bastaría con uno para que, por lo menos desde el punto de vista moral, se pueda considerar como criminales a los “ejecutivos” que diseñaron la trama de enriquecimiento espurio. Lucrar con la salud y la vida de las personas es gravísimo, inaceptable. Las ganancias derivadas de esta forma sobrepasaron los US$100 millones.
El caso plantea varias aristas. En primer lugar, la diferencia entre este caso y el del papel higiénico y los pollos es importante. El primero se puede sustituir por cualquier otro tipo de papel o por un lavado en un bidet, cuando lo había. En el campo antaño se recurría al El Mercurio y el pollo se puede sustituir por cualquier otro alimento, como la carne de cerdo, de precio incluso menor. Pero es diferente cuando se trata de un tratamiento con medicamentos o cuando la vida de un paciente depende de la provisión de oxígeno.
Desde la década de 1950, los gremios empresariales agrupados en la SOFOFA y la CPC han realizado ingentes esfuerzos por mejorar la imagen pública de sus afiliados y en ello, han tenido relativo éxito. Por ejemplo, acuñaron el concepto de “responsabilidad social empresarial” el que fue adoptado y adaptado con singular entusiasmo por numerosas univerisdades, aunque al parecer ya nadie le da importancia. Pero siempre ha habido “ovejas negras” que, si bien no arruinan aquellos esfuerzos por completo, le infringen un fuerte daño. Dañan un bien muy preciado: la credibilidad.
Porque la colusión empresarial corroe, hasta dejarlo en la insignificancia, uno de los principios fundamentales del proyecto económico que el empresariado pudo implementar desde 1973: la libre competencia. Al coludirse los grandes empresarios optan por el duopolio o el oligopolio, así como en otros tiempos fueron entusiastas partidarios del monopolio. Y en ello se acercaron al mundo del crimen.
En efecto, Mario Puzo, quien además de novelista fue cientista político, relata que Don Corleone, pensaba que “la libre competencia era dispendiosa y el monopolio eficiente” y para alcanzarlo, todos los medios eran “legítimos”, la violencia incluida. El tiempo transcurre y los métodos cambian hoy, por ejemplo, se recurre a las “cajas negras”, pero al parecer los objetivos permanecen constantes: concentración de la oferta, maximización de la ganancia, enriquecimiento a toda costa.
Es, al parecer un problema de larga data. Lope de Vega (1562-1635) en Los treinta apellidos escribió: “Que la sombra de un hombre poderoso, claro en linaje, mil delitos cubre”. Un siglo y medio siglo después Honoré de Balzac fue un poco más allá y afirmó que: “El secreto de las grandes fortunas es un crimen olvidado efectuado con limpieza. La ley no castiga a los ladrones sino cuando roban mal” y concluyó con la célere la frase que Mario Puzo empleo para iniciar El Padrino: “Detrás de cada gran fortuna, hay un crimen”.
Por cierto, no todos los empresarios delinquen, pero basta que uno o unos pocos lo hagan para que las dudas acerca de la ética empresarial en general renazcan y se les observe a todos con sospecha. Ya no basta la exigencia de la CPC en el sentido de que los responsables en la colusión del gas deben ser “sancionados con el máximo rigor de la ley”. Es menester que la dirigencia de los gremios empresariales y las instituciones en donde se forman los “ejecutivos” se preocupen de su formación ética, pues las clases en ese sentido después de cometido un delito, al parecer, sirven de poco o nada.