En los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, se expandió por el mundo una sensación que el alemán Oswald Spengler sintetizó en su libro más conocido: La decadencia de Occidente. Además de su título, la atracción de esta obra residía en que allí Spengler sostenía que los ciclos culturales nacen, crecen, envejecen y mueren, y además defendía el carácter histórico-relativo del conocimiento: una suerte de “provincialización de Europa” avant la lettre. En la segunda mitad de los años veinte, más precisamente en 1926, el historiador y jurista argentino Ernesto Quesada visitó La Paz donde dictó una muy difundida conferencia sobre “la sociología relativista spengleriana”, a la que había dedicado varios años de su vida, en la que participó el propio presidente boliviano de entonces, Hernando Siles (Quesada, 1926). Las influencias irracionalistas, vitalistas y místicas marcaron, como sabemos, esa década. Por eso no es sorprendente que, en 1929, el conde Hermann Keyserling viajara a Bolivia y al observar las magníficas ruinas de Tiwanaku sintiera que pisaba un universo habitado por hombres propiamente “mineraloides” alimentando a las corrientes teluristas ya con un desarrollo en la literatura y la cultura boliviana de entonces. Es más, Quesada (atraído por estos temas en su vejez) discutía con Spengler quiénes constituirían en relevo de Occidente, y defendía que vendría de los indígenas de América y no de los eslavos. La cuestión parecía resumirse en quiénes tenían un alma menos contaminada por la cultura occidental...
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