El principio de la libertad de expresión es reconocido y protegido, y sin embargo sus límites siempre han sido objeto de debate. En momentos en que las nuevas tecnologías, la lucha contra el terrorismo, contra los racismos y el resurgimiento religioso ponen en crisis el pensamiento político, la autora de este artículo considera que toda restricción a esta libertad tiene resultados negativos.
Desde principios de la década de 2000, la definición y el ejercicio de la libertad de expresión sacuden otra vez la actualidad: polémicas y enfrentamientos en todo el mundo tras la publicación de caricaturas de Mahoma en Dinamarca, encarcelamiento del escritor inglés David Irving en Austria por “negacionismo”, controversias a propósito de la ley francesa que prohíbe cuestionar la realidad del genocidio armenio...
Estos debates no son nuevos: la historia social, religiosa y política siempre ha estado atravesada por la voluntad de suprimir las divergencias de opinión y todo aquello que es juzgado inmoral, herético o insultante. Ahora vuelven a salir a la luz como efecto de dos estímulos: la revolución de los medios de comunicación y los acontecimientos del 11 de septiembre, que acrecentaron las tensiones internacionales. La posibilidad de difundir por todo el planeta la cuasi totalidad de la información, con sus especificidades culturales y políticas, convierte estos mensajes y su control en algo por lo que vale la pena luchar, incluso librando batallas feroces. ¿Implica esto restringir las libertades?
Texto completo en la edición impresa del mes de abril 2007
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