En el Chile actual, el lenguaje político se ha convertido en un campo de batalla. Las descalificaciones y los insultos no son meros desbordes emocionales, sino expresiones de una violencia simbólica que erosiona la democracia y profundiza las fracturas sociales. Las palabras, como las balas, no siempre saben dónde terminan —pero siempre dejan huellas.
En los últimos meses, el debate público chileno ha ido descendiendo a una zona de riesgo. Dirigentes y voceros de las derechas han vuelto a hacer uso de un lenguaje agresivo, cargado de desprecio y superioridad moral, calificando a sus adversarios como “atorrantes” o “parásitos”. No se trata de simples exabruptos retóricos: estamos ante una forma de violencia discursiva que busca reafirmar jerarquías sociales y políticas en un país donde las desigualdades aún son el centro de la disputa.
Detrás de esas palabras hay una intención: marcar quiénes son los “dignos” de participar en el espacio público y quiénes deben permanecer en los márgenes. Se reinstala la vieja lógica de los “productivos” versus los “improductivos”, los “que aportan” frente a los “que viven del Estado”. Esa narrativa, heredera de un neoliberalismo autoritario, no solo caricaturiza a la sociedad chilena; además, socava los fundamentos democráticos del diálogo y la convivencia.
El tono de estos discursos responde a una lógica conocida: “dispara, dispara... que las balas le llegarán a alguien.” Se lanzan insultos amplios, difusos, sin dirección precisa, pero con el cálculo de que siempre habrá un destinatario herido. En política, las palabras también matan: matan la confianza, la empatía y la posibilidad de un futuro compartido.
Calle 13, en su canción “La Bala” , lo sintetizó con lucidez poética:
“La bala pasea segura y firme durante su trayecto,
hiriendo de muerte al viento, más rápida que el tiempo,
defendiendo cualquier argumento.
No le importa si su destino es violento.
Va tranquila, la bala, no tiene sentimientos.”
Así viajan hoy ciertas palabras en el espacio público chileno: seguras, frías, “sin sentimientos”. Son disparadas con la pretensión de tener razón, pero sin asumir el costo social de su impacto. La bala verbal hiere, deshumaniza y deja cicatrices en una sociedad que aún no sana del trauma histórico de la violencia política.
El problema es que cuando la forma se vuelve violencia, el fondo se pierde. El lenguaje político se vacía de contenido y se transforma en ruido, en performance, en espectáculo. La descalificación sustituye a la reflexión; el ataque personal reemplaza al argumento. Y en ese proceso, el país deja de pensar para comenzar a gritar.
Las derechas chilenas parecen haber olvidado que el lenguaje no es neutro. Que cada palabra dicha desde un micrófono o una tribuna tiene efectos materiales. Que un insulto reiterado se convierte en sentido común. Y que cuando la ofensa sustituye al argumento, el debate democrático se degrada en espectáculo y agresión.
La defensa de la democracia pasa hoy, también, por una defensa del lenguaje. Recuperar el respeto por la palabra es recuperar la posibilidad del entendimiento. Elevar el nivel del debate no es un llamado a la tibieza ni a la falsa equidistancia; es una exigencia ética: discutir con rigor, con respeto y con la conciencia de que la democracia se alimenta del disenso, no del odio. Si el lenguaje político sigue funcionando como un arma, pronto no quedará espacio para el diálogo. Las palabras, como las balas, no siempre saben dónde van a terminar. Pero siempre dejan huellas.
Y hoy, lo que está en juego no es solo la próxima elección, ni un debate constitucional. Lo que está en juego es Chile —y nosotros, sus habitantes.
Rossana Carrasco Meza es Profesora de Castellano (PUC); Politóloga (PUC); y Magíster en Gestión y Desarrollo Regional y Local (Universidad de Chile).
