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Banderas vacías y proyectos ausentes. Por Rossana Carrasco Meza

La política se ha convertido en un espectáculo de identidades vacías y slogans que reemplazan el proyecto común. Entre trincheras y simulacros de pluralismo, olvidamos preguntar si algo nos representa y nos resuena.

"Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica."[1]¹

Vivimos una época en la que la política ha sido desfondada, convertida en mercancía simbólica y espectáculo emocional. Lo político —esa fuerza conflictiva que debería interpelar el orden de lo posible— ha sido malversado: ya no es el espacio donde se disputa el sentido del mundo común, sino un mercado de lealtades y slogans. Nos hemos acostumbrado a elegir por quién apostamos, pero no cuál es la apuesta. Y esa diferencia, mínima en apariencia, es la que separa una democracia viva de su parodia.

Vuelvo una y otra vez sobre estos temas porque, al leer los volantes de las distintas candidaturas —desde la derecha extrema hasta la autodenominada “izquierda”—, prometen lo mismo, se preocupan de lo mismo… y exhiben una patética ausencia de cómos. La política se presenta como consigna y promesa abstracta, pero el terreno de la acción concreta, del cómo se va a hacer, desaparece completamente. Esto contrasta con la vida y la realidad "militante": ahí está quien entrega volantes, asiste a las actividades, cree en algo y se compromete con un proyecto colectivo, aunque ese proyecto sea parcial, imperfecto o confuso. Él cree, y esa fe cotidiana lo sostiene.

La pregunta por el proyecto colectivo se ha vuelto casi indecente. Interrogar el rumbo es visto como deslealtad. Cuestionar al propio bando equivale a traición. En nombre de la identidad política, se ha vaciado la política de contenido. Las banderas, antaño instrumentos de movilización, hoy funcionan como trincheras morales desde donde se dispara contra cualquiera que ose pensar distinto. Pero también, cada vez más, se esconden: se las diluye, se las disfraza de neutralidad, se las convierte en fondo decorativo de discursos sin conflicto. Y cuando se esconden las banderas, se esconden también las ideas y la historia; se pierde la memoria de las luchas, la conciencia de los antagonismos que nos constituyen. La pertenencia ha desplazado al pensamiento. La consigna, al argumento.

Y lo más inquietante es cuando, en medio de ese vacío, se recurre a las imágenes, palabras o gestos de políticos del “bando opuesto” como adornos de propaganda, buscando simular amplitud o “madurez democrática”. Es una maniobra que desarma cualquier ética del conflicto: se vacía la diferencia de su sentido político y se convierte en decorado de tolerancia, en un simulacro de pluralismo que en realidad refuerza la lógica del espectáculo. Se apela a la democracia para justificar lo que no es apertura, sino apropiación: la reducción del adversario a símbolo, del debate a marketing.

Como advierte Nancy Fraser[2], la izquierda contemporánea ha caído muchas veces en una “política de reconocimiento despolitizada”, donde las luchas simbólicas eclipsan las disputas materiales. No se trata de negar la importancia de las identidades, sino de advertir que, sin una visión de justicia común, la fragmentación se vuelve funcional a lo que Fraser llama el “neoliberalismo progresista”: una forma de poder que celebra la diversidad mientras consolida la desigualdad. En ese esquema, la política deja de ser una herramienta de transformación para convertirse en gestión del desencanto.

Malversar lo político es también domesticarlo. Convertir el conflicto en marketing, la crítica en branding, la disidencia en producto cultural. Es el triunfo de la estética sobre la ética, del cálculo sobre la convicción. Se reemplaza la pregunta por el bien común —hoy una expresión casi kitsch— por la competencia de intereses sectoriales.

Y mientras tanto, se agota la energía ciudadana en el duelo estéril entre ideas y slogans. Los unos se repiten sin fuerza transformadora; los otros se corean sin contenido. Entre ambos, las identidades políticas se desdibujan, se vuelven intercambiables, disponibles para cualquier uso retórico o electoral. En esa fatiga colectiva, la política deja de ser disputa de sentido y se vuelve una coreografía del agotamiento.

Lo político no desaparece: se degrada. Permanece como ruido, como polarización sin propósito, como espectáculo de indignaciones administradas. Y mientras discutimos quién “representa mejor”, olvidamos que la verdadera pregunta no es esa: es si algo nos representa o, al menos, nos resuena; si puede convocarnos desde la incitación y el sentido, no desde el descarte y la exclusión. En esa trampa estamos: defendiendo identidades mientras abandonamos el terreno de las ideas. Y no se trata solo de un agotamiento político: es también un agotamiento vital, una fatiga de lo colectivo que atraviesa nuestra vida cotidiana y nuestras formas de imaginar el mundo. Pero esa, quizá, sea materia de otro debate más largo.

Reapropiarse de lo político no significa moderar el conflicto, sino recuperar su potencia creadora. Significa volver a pensar en común, a riesgo de incomodar a los nuestros. Significa recordar que la política no es una guerra de banderas, sino la construcción —siempre inacabada— de un nosotros que aún no existe. Todo lo demás, por más estridente que parezca, no es política: es su caricatura.


 

Rossana Carrasco Meza es Profesora de Castellano, PUC; Politóloga, PUC; Magíster en Gestión y Desarrollo Regional y Local, Universidad de Chile

 


[1] Augusto Monterroso, La rana que quería ser una Rana auténtica, en La oveja negra y demás fábulas, México, 1969.

[2] Nancy Fraser, Fortunes of Feminism: From State-Managed Capitalism to Neoliberal Crisis, Verso, 2013.

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