El pabellón de Chile y la nación en la diáspora. La decepción peruana, que se atempera con un pabellón español decolonial, mientras Argentina regresa al buen camino. Son algunos de los países latinoamericanos presentes en la Bienal Internacional de Arte de Venecia. En su edición número 60 se extiende hasta el 24 de noviembre
No es fácil de encontrar. Primero hay que rodear las murallas del viejo astillero donde la república marítima construía sus naves. Después, seguir la línea del agua bordeando el río de le Gome, uno de esos hilos internos que los forasteros nombramos, de forma errónea, canales. Ya se está fuera del coto de caza de los turistas. Los bancos granate no son suficientes para dejar pasar el tiempo entre la soledad y las gaviotas. Así lo sugieren las sillas algo desfondadas que los jubilados del lugar han asegurado con cuerdas a la baranda de metal que hace de leve malecón. Se sigue caminando y se cruza el puente del Sufragio. En esta zona reinan los sencillos edificios de tres pisos que alguna vez fueron viviendas populares de construcción estatal. Se los erigió “en beneficio de la salud pública” cuando la ciudad era pasto de las pestes. Han pasado 20 minutos desde el punto de partida. El satélite invocado por el teléfono, que no suele ser confiable en esta ciudad que se enreda como una madeja de lana oscura, deja de serlo por completo. Una madre que juega con su hija en el campo de la Celestia, una de esas plazoletas venecianas que emergen de la nada, tampoco conoce la dirección. Sin embargo, como pasa con todas las direcciones en Venecia, la que veníamos buscando con tanto afán –y tan poca suerte– está a la vuelta de esa precisa esquina en la que se había perdido la esperanza de encontrarla.
El lugar es un predio militar casi vacío. Se tiene que recorrer todavía un trecho más para llegar al Magazzino 42. El panorama de este trayecto interno final, al aire libre y con el agua labrando el horizonte, sería bello si no tuviera ese despojamiento sin imaginación, casi higiénico, de lo castrense. Pero se llega. Y al llegar está uno de los principales pabellones nacionales de la Bienal 2024, la bienal del Sur global, como la llamamos en el artículo del mes pasado debido a la importancia que adquiere este año, en la propuesta del curador brasileño Adriano Pedrosa, el arte de esa parte desperdigada del mundo.
Cosmonación
El envío nacional de Chile, ubicado en el Magazzino 42, dialoga de forma perfecta con el tema central de la bienal: extranjeros en todas partes. Es obra de Valeria Montti Colque, chilena nacida en Estocolmo en 1978, de padres exiliados. Lo que primero llama la atención es una enorme escultura que está en el centro de ese hangar en penumbras. La artista la tituló Mamita montaña. Dice que partió de “una idea ancestral que nos permite entender lo que esta monumental escultura textil representa: un refugio simbólico para los cuerpos e identidades de esa nación imaginada que existe fuera de la nación”. Desde retazos de tela hasta fragmentos quebrados de cerámica (platos, tazas) y retratos familiares, ahí parece condensarse el viaje de la nostalgia que se hace desde una forma de pertenencia que es, a la vez, individual y colectiva. Por algo el pabellón se nombra a partir de la idea de cosmonación acuñada por el antropólogo Michel Laguerre: una forma de pertenencia diaspórica que se construye a partir de lazos afectivos y espirituales ligados a la cultura material. Un recuerdo sano puede estar contenido también en el filo de un plato roto.
Alrededor de la escultura textil hay otras pequeñas obras escultóricas, con ecos chamánicos, y las pantallas en las que una mujer, más que vestida con ropas tradicionales, cargando esas ropas, asciende una loma nevada. No es una cumbre para alpinistas en tren de deporte-aventura. Es un cerro que está en las afueras de una ciudad. Una odisea vertical que se vive en un barrio de edificios grises y que complementa el viaje interior que la protagonista hace cada día en la cocina de su apartamento. De ese modo, el video-viaje, sumado a las esculturas laterales y a la gran obra central, dan forma a un pabellón que está pensado para ser recorrido con detenimiento. Aquí no hay lugar para ese correteo distraído con el que, a veces, se suele pasar por los pabellones de los espacios más visitados de la bienal. En ese sentido es el lugar ideal para desplegar esta propuesta. Hubo polémica en Chile por haber “perdido” la ubicación en una de las dos subsedes principales de la bienal (Jardines y Arsenale) donde solían exhibirse los envíos de ese país. Sin embargo, en el caso de Cosmonación, la distancia fue ganancia. Lo que se pierde en masividad se gana en jerarquización del vínculo entre el visitante y la propuesta. Como si llegar al sitio, en este caso, fuese parte de la obra.
Decepción peruana
Al igual que Chile, Perú suele ser uno de los grandes animadores latinoamericanos de la bienal veneciana. En 2019, Christian Bendayán había combinado antropología y provocación en Indios Antropófagos, exhibición en la que cuestionaba la mirada de los habitantes mestizos del Pacífico sobre sus compatriotas de la selva, sin evitar la crítica a la sexualización del exotismo. Pero sería en 2022, con La paz es una promesa corrosiva, del neopunk Hebert Rodríguez, cuando el matrimonio entre arte y política alcanzaría su punto más alto: la sociedad era puesta ante el espejo de su momento más oscuro, en el que la violencia política, el amarillismo de la crónica policial y la explotación sexual fueron el tono de los años 80.
Con esos antecedentes, el envío 2024 no puede menos que decepcionar. No es extraño que un gobierno tan cuestionado como el de Dina Boluarte no se anime a sostener la línea del arte cuestionador en la principal vidriera internacional del arte contemporáneo. Huellas cósmicas, de Roberto Huacaya, tiene su interés, pero ese pabellón mortecino con una escultura vegetal acompañada de impresiones sobre superficies fotosensibles, deja gusto a poco.
Pese a todo, la tradición peleadora del contemporáneo peruano no está ausente en la bienal. Paradójicamente, es la antigua potencia colonial, España, la que entregó por completo su pabellón a una artista de su vieja colonia. Sandra Gamarra Heshiki subvierte, en Pinacoteca migrante, la mirada que los museos occidentales presentan acerca de los márgenes del mundo. No se debe pensar que es una propuesta ensimismada de “arte para curadores”. La peruana Gamarra Heshiki piensa sobre todo en los visitantes. Los pone a recorrer un pabellón transformado en galería, donde todo es motivo de revisión, desde los herbarios hasta la representación de los personajes de la historia, desde los gabinetes de la extinción hasta el jardín de los invisibilizados. Se basa en la idea de que la colonización “produjo una manera violenta de habitar la Tierra” en la que no hubo encuentro con el otro, sino extractivismo. No sólo de minerales, también de la cosmovisión. Por eso, junto con la naturaleza moribunda, se presenta, como pieza principal, un gran retablo que pone en evidencia la nueva religión nacida de la colonia. Necrocapitalismo tóxico, la llama la artista.
Del Río de la Plata
Aunque el envío de Argentina no llega al espesor de 2017, cuando Claudia Fontes sobresalió con El problema del caballo, vuelve a colocarse en un punto alto luego del paso en falso de 2022, cuando Claudia Heller naufragó por exceso de intenciones con El Origen de la substancia importará la importancia del origen. En este 2024, Luciana Lamothe aprovecha la elongación espacial del pabellón argentino en Arsenale para instalar Ojalá se derrumben las puertas. Esta larga escultura de madera, que se fuerza y se curva sin dejar de respetar la dinámica orgánica del material, parece un viaje tierra adentro de la difícil relación de los humanos con el resto de la naturaleza. A la vez, en el pabellón principal de Jardines hay algún trabajo de La Chola Poblete, artista que mereció una mención en los leones de oro del evento (ver Eva Ingver, “La Chola Poblete y el neobarroco bastardo”, la diaria, 7-6-2024) y que tiene mejores obras que las que se muestran este año en Venecia.
Desde el otro lado del río, el envío uruguayo a la Bienal Internacional de Arte de Venecia vuelve a estar en un gran nivel, luego de algunos años decepcionantes. Situado entre los de Francia y Australia (León de Oro 2024), el pequeño pabellón propio de Uruguay, raro lujo no siempre bien aprovechado, no desentona entre los gigantes que tiene por vecinos en la zona principal de Jardines.
A contrapelo de la tendencia de esta edición número 60, Latente, de Eduardo Cardozo, es una inmersión sensible en el Renacimiento veneciano. La diana a la que apunta el artista es El Paraíso (1579), de Jacopo Comin, el hombre de los dos apodos: Robusti, por la fuerza de su padre, y Tintoretto, como lo conocería la historia del arte. El diálogo no fue con la obra monumental que puede verse en el Palacio Ducal, sino con el boceto que se conserva en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, recientemente restaurado. Nótese que se acaba de decir la palabra maldita del comentario sobre las artes plásticas, por lo tantas veces repetida y en consecuencia vaciada de sentido: diálogo. Lo que hay en Latente es otra cosa. No es una conversación académica. Tiene algo de ancestral que se hunde como un cuchillo en la garganta de quien se anima, desde la creación propia, a mirarse en ese universo de lava ardiente que es la tradición de un arte, cualquiera que sea. Pero sin enmudecer.
Ingresar en el pabellón es ingresar a una reconstrucción mental del estudio de Cardozo. No es una materialidad literal sino una atmósfera, sobria e intensa a la vez, formada por una pared de telas que alude al dolor y al sudor del trabajo manual que es intrínseco a la pintura. También hay otras texturas. Al comienzo no se entiende del todo lo que son, hasta que se comprende que se trata del dorso de los cuadros de Cardozo situados exactamente enfrente de su interpretación de la obra de Tintoretto. Como si ante la evocación del maestro el artista del presente tuviera pudor de colocar su obra propia visible al visitante.
Para la pared principal de la instalación, Cardozo preparó con paciencia las tintas que recrean los tonos que usaba Tintoretto. Con ellas pintó los materiales que fue torsionando y colocando en el espacio hasta hacerlos coincidir, en su carácter abstracto pero en el lugar preciso, con las vestimentas de los personajes de El Paraíso. Les dio volumen escultórico (podría decirse) ante la imposibilidad humana de reproducir la genialidad de la perspectiva tintorettiana en el plano. Le dio abstracción ante la derrota segura de espejarse en la figuración que lo precedía. No se trató nunca de medirse, sino de rendirse para que de ahí emergiera algo nuevo. Por eso el resultado le debe mucho al carácter de navegación mar adentro de sí mismo que se planteó Cardozo. No en vano, mientras lo usual es aprovechar cada instante de los días que se está en Venecia durante la inauguración para recorrer los otros pabellones, Cardozo hizo una peregrinación laica, iglesia por iglesia, para reencontrar la obra de Tintoretto en los lugares para los que fue pensada. Odisea homérica que necesariamente culmina, kavafianamente, en la Madonna dell’Orto, donde está la Presentación de la Virgen en el templo (1556) y la propia tumba de Tintoretto (1518-1594). “Extranjeros en todas partes” es el lema general de este año. Pese a ir, en apariencia, a contrapelo del rumbo de la mayoría de los pabellones presentes en Venecia, Cardozo lo entendió a la perfección. Así, desde la extranjería esencial de todo artista, fue a buscar fragmentos de su patria al torbellino del pasado más contemporáneo.
Roberto López Belloso es Director de Le Monde diplomatique, edición Uruguay