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Carta desde el Instituto Nacional: la gangrena que arde

Hoy, una vez más, el fuego se alza tras la insignia de nuestro liceo: emblema de la patria y espejo de su historia. Insisten, insaciables, quienes hacen arder lo nuestro. Una comunidad entera observa, cansada, esta escena dantesca donde todo vuelve a arder.

Se incendia el estandarte. Se incendia la rectoría. Se incendian los patios. Se chamuscan los pupitres y las sillas; las salas, con sus cortinas. Se achicharran los cuadernos, los lápices, los uniformes y las pelotas. Todo se quema. Y el fuego nos alcanza. Arde el Instituto Nacional, arden los liceos hermanos, arde la educación pública. Arden sus gentes. El fuego alcanza a la rectora, al docente y al estudiante. Y no queda nada.

Decía Camilo Enríquez, director del primer periódico de la República, que «el gran fin del Instituto es dar a la patria ciudadanos que la dirijan, la defiendan, la hagan florecer y le den honor». Sentencia que con orgullo portaron por siglos los institutanos de un pasado opaco, ornamentado y desfigurado por cómo y a quién le convenga.

Cuna de la ilustración chilena, acá se aleccionaron las grandes mentes que construyeron y modelaron la República como la conocemos, que inscribieron su nombre en sus disciplinas y en nuestra historia. Presidentes, políticos de todo color, escritores, músicos, historiadores, matemáticos, científicos y cuantos saberes humanos existan: cantaron nuestro himno a primera hora de la mañana, alguna vez en su juventud. Y lo seguirán haciendo, así como el país que sigue tejiendo su historia permeada de su cuestión social, de su pasado trágico, de su polarización interminable, de sus andamiajes opacos. Asímismo, el Instituto Nacional sigue siendo el primer foco de luz de la nación. Pocas cosas son más chilenas que su colegio nacional.

No obstante, los chilenos sabemos de sobra los padeceres de nuestra nación. Somos críticos hasta la injusticia con quienes nos dirigen, legislan, enjuician, venden y ordenan. También lo somos con el compatriota que trabaja al lado, con el que se sienta adelante en la micro, con el motivo del retraso del metro —que ya van muchos estos días—. No hay razón para que el Instituto Nacional se exima del escrutinio público, que se arroja en vituperios innumerables, siempre redundantes, que nunca terminan de apuntar.

En ese mismo espíritu de crítica, lo acontecido el viernes 3 de octubre —donde más de veinte encapuchados prendieron el Patio de Honor, atacando a un funcionario de nuestra comunidad y terminando con un estudiante herido de gravedad— es tristemente otra crónica en la cuestión sobre la violencia en los liceos emblemáticos, que no parece tener algún génesis concreto, ni en retrospectiva ni en fondo. Asimismo, encabeza medios con la misma reiteración, con el mismo relato y con la misma tónica. Otra vez, el mismo titular: encapuchados en el Instituto Nacional. Otra vez, la historia se repite otra vez, algunos se cubren el rostro para incendiar lo que la comunidad construye con esfuerzo. Y en ese acto dejan de ser compañeros, se vuelven traidores: no existe consigna estudiantil coherente con incendiar el pupitre donde se sienta tu compañero. Es un hecho que no podemos negar el rol de la capucha, que ha protagonizado no solamente la consigna estudiantil, sino también la lucha que ha empujado las conquistas en materia de derechos para los trabajadores, para las mujeres, para disidencias, e inclusive la transición a la democracia —que no fue obra de un lápiz—. No obstante, cuando el otro lado de la mecha desconecta de su comunidad y se abandera por causas —si bien no menos legítimas— que no acompasan con la necesidad de continuar un proceso educativo repleto de actores y una comunidad urgida por construir cohesión, en ese momento nos traiciona. Patea la mano que pretende sostenerlos: la confianza de una comunidad que, si bien percudida por una institucionalidad urgida de reforma, sigue contando con personas que profesamos y practicamos un enorme amor por lo que es el Instituto Nacional.

Vale mencionar que en los últimos años el fervor encapuchado ha disminuido cuantitativamente. El mobiliario ideológico y práctico donde descansa el accionar capucha experimenta una recesión importante. Nos decía un docente de alrededor de veinticinco años trabajando en el liceo: «Antes salían y no veías a nadie jugando. Toda la turba los seguía. Ahora ves cabros jugando a la pelota mientras son cuatro los que prenden un basurero». Él hablaba de que cada vez menos estudiantes quieren encapucharse, que puede deberse a una genuina recesión en su ímpetu, o a la también desafección que padece el movimiento estudiantil al interior del establecimiento. Por su parte, el Centro de Estudiantes, respecto a lo sucedido el viernes 3 de octubre, hablaba de una «disminución de cifras cercanas a cuarenta en años anteriores, a trece en lo que va de año». Esto hace ruido frente al titular de La Tercera, donde se habla de más de veinte encapuchados protagonizando el incidente. Aquí es donde no podemos obviar uno de los subtextos más evidentes de su comunicado: a efectos prácticos, «dudamos que estos pertenezcan a nuestra comunidad».

Si el estudiantado quisiera capuchas, se encapucharía. Y lo hacen: tres estudiantes que le abren la puerta a los diecisiete restantes. Cada vez son menos y tienen menor apoyo del estudiantado. Pero que cuenten con apoyo externo en su accionar es una de las razones por las que el Consejo Escolar debe y se ocupa de mejorar el sistema de ingreso al establecimiento. La problemática de externos colándose al liceo es complicada frente a la dificultad de revisar las credenciales de más de tres mil estudiantes. No obstante, mejorar dicho sistema, a la par de construir un Reglamento Interno de Convivencia Escolar transversal, con participación efectiva de todos los estamentos, es el camino. La literatura social ha redundado en la inefectividad de la «mano dura» en todas sus aplicaciones, y son muchos los ejemplos históricos de su inutilidad y perjuicio a largo plazo. Como comunidad, rechazamos medidas punitivas, de vigilancia y de control represivo, que además de ser un derroche de un presupuesto inexistente, son inefectivas. En reiteradas ocasiones hemos emplazado al alcalde de la comuna, que se ha vanagloriado de una instalación de cámaras con un falso apoyo transversal de la comunidad. Nuevamente, me ocupo de decirle a nuestro sostenedor —en fase terminal— que la gobernabilidad se cimenta en involucrar a las comunidades en sus procesos de organización, no solo educativas, sino también vecinales, laborales, sindicales y el largo etcétera del ecosistema social que es la comuna de Santiago.

Esto no nos hace repudiar menos la violencia, especialmente cuando nos convertimos en víctima de mechas ajenas, infiltradas de la mano de estos traidores que prenden fuego nuestras aulas y patios. Como estudiante, tampoco me canso de repudiar la violencia. La inmensa mayoría concurrimos al liceo a estudiar, con aspiraciones académicas y vocacionales, con pasiones que labrar. Nos empapamos de las herramientas que nos brinda esta casa de estudios: más de 50 academias, talleres y ramas deportivas; electivos de tres idiomas; diferenciados de filosofía, arquitectura, biología molecular y celular, límites y derivadas, participación y argumentación en democracia; organización estudiantil; activismo social; quehacer intelectual. A la par pensamos y empujamos nuestras demandas históricas, materializadas en nuestro Compendio de Necesidades Históricas y Manifiesto Social, documento elaborado a base de nuclearizaciones con el estudiantado y que ha sido firmado por el presidente de la república, Gabriel Boric Font, y ha sido recepcionado por el ministro de educación, por la comisión de educación del senado, por la exalcaldesa Irací Hassler, por el alcalde Mario Desbordes, por todos los directores de la Dirección de Educación Municipal y ahora por la directora del Servicio Local de Educación Pública de Santiago Centro, Paulina Retamales Anziani.

Y eso no nos hace menos estudiantes, ni menos liceo. Dentro de las aulas del Instituto Nacional sigue titilando la chispa de la curiosidad, la pulsión del cambio, de dirigir, de defender, de hacer florecer y de dar honor. Siguen trabajando los docentes que, numerosas veces afectados por un sistema oxidado y unas autoridades insensibles, continúan creyendo en la educación pública, en la necesidad del país de tener un colegio que ponga a los niños de la pobla a hablar de política, de artes, de cultura y de sociedad.

Pero inevitablemente, entremedio de ese quehacer, una esquina del liceo vuelve a arder. Arde un aula, arde el patio. No miran a nadie, no hablan con nadie. No le rinden cuentas a nadie. El fuego brama y sentencia otra jornada diluida en bencina y gritos. ¿Cómo obtener grandes puntajes en pruebas estandarizadas si perdemos tantas y tantas clases? ¿Cómo hacerlo cuando el docente tiene un trabajo amedrentado por exposición a la violencia, a la precariedad laboral de su profesión y a las vicisitudes que implica impartir clases en un liceo público?

¿Como hacerlo cuando el estudiante se bifurca en un «sicario de la educación» y en un adolescente despachado, arrojado al corazón de Santiago sin un itinerario para ese día? Ardemos todos y no queda nada. El docente corre al departamento por su mochila, sale arrancando y paga otro pasaje a casa, o hace hora por Santiago hasta la jornada de la tarde. El estudiante se devuelve por donde vino; con los cuadernos intactos, con el cerebro liso. Las tías del aseo limpian el desastre. ¿A quién apuntamos? ¿Quién está bajo esa capucha?

Almorzamos en Junaeb, escuchamos entre la algarabía a algunos planeando la siguiente salida. Uno se resta por disponibilidad: tiene que llevar a su madre al hospital. No habla con su padre. El otro no se habla con ninguno, vive en casas de amigos. El otro habla de sustancias, de pobreza, de vulnerabilidad. Es más que lógico: los contextos de vulnerabilidad anidan las conductas antisociales. Los mobiliarios ideológicos que justifican la violencia hacia tus compañeros, hacia tu profesor, hacia los tuyos, anidan en cabezas desprovistas de redes de apoyo. El perfil del encapuchado es difícil de construir por su naturaleza anónima y errática, pero no es muy difícil entender la fenomenología social y psicológica que existe detrás de la conducta antisocial, cuya relación con la vulnerabilidad ha sido ampliamente explorada en la literatura al respecto.

Desde que el Instituto Nacional no tiene selección de ningún tipo, su porcentaje de vulnerabilidad se ha ampliado significativamente. Hoy en día, cerca del 75% del alumnado tiene un contexto de vulnerabilidad. Esto se alinea con el propósito de funcionar como un motor social, que permita a los hijos de los obreros, a los más pobres del país, mirar hacia la universidad sobre una trayectoria académica labrada en meritocracia, cosa únicamente posible con las herramientas que se aboca a dar nuestro liceo y que debiese brindar toda la educación pública. No obstante, ese cambio en el estudiantado no ha sido correctamente atendido; puesto que carecemos de las herramientas para hacerlo.

Un liceo de la envergadura del Instituto Nacional, con cerca de quince cursos por nivel y tres mil estudiantes, y una dotación de alrededor de cien docentes, no puede abocarse a atender estas vulnerabilidades como lo haría un liceo con menor matrícula y mayor especialización. No puede hacerlo de la forma en que lo haría un colegio con dos cursos por nivel, un equipo de psicólogos que atiende a no más de diez estudiantes cada uno o una dupla psicosocial que pueda elaborar perfiles detallados de cada estudiante. Podemos avanzar en esa senda; no obstante, jamás será una labor completa si no reducimos drásticamente la matrícula, modificamos sustancialmente nuestro Proyecto Educativo y cambiamos funcionarios. Y eso, eso sería borrar al Instituto Nacional, sería convertirlo en un liceo distinto. Y podemos, quizá sea eso lo que le exige el país a su colegio nacional. Podemos buscar distanciarnos, inclusive renegar de nuestra tradición academicista, monogenérica y ciertamente capacitista e insensible al contexto socioemocional del estudiante.

Construir un nuevo Proyecto Educativo Institucional que se fundamente en la inclusión, que no busque arrojar puntajes nacionales, sino incluir a estudiantes precarizados en un proceso pedagógico integral que nos brinde herramientas para labrar un proyecto de vida de nuestra preferencia. No obstante, si es así, no podemos esperar que una comunidad de más de 200 años sea igual de dúctil, ni que funcionemos sin tropiezos en esta fase de transición a la que no fijamos horizonte. Y no parece ser así, porque el país sigue apuntando con desdén el descenso de nuestros puntajes en pruebas estandarizadas, que es tan multifactorial que en su análisis no podemos dejar de contemplar el agujero curricular que dejó la pandemia y las clases en línea. Y no parece ser así, porque es imposible diluir la identidad de una comunidad a punta de legislaciones: es un proceso social complejo, que no podemos contornear en una fase tan prematura. Esta es una de las principales razones por las que defiendo una legislación que, en el marco de la Ley de Inclusión, permita a las comunidades educativas ser parte y cabeza de sus procesos de organización y construcción, especialmente en reformas como la de los Servicios Locales de Educación Pública, la Ley Aula Segura y el Sistema de Admisión Escolar.

Lo anterior no pretende de ninguna forma condenar ni culpar al estudiante vulnerable o al funcionario con un quehacer involucrado. Tampoco arrojar una causal única a la dificultad académica del liceo. Ningún individuo, estamento o la propia comunidad es responsable de una problemática a nivel de sistema educativo, con raíces antiquísimas en nuestra historia, tejido social y legislación. Mi intención es todo lo contrario: señalo la urgente necesidad de un diagnóstico integral de la problemática de convivencia que nos aqueja, uno que sea sensible y no punitivo, formativo y no enjuiciante. Uno que se siente a conversar con todo el espectro demográfico de un liceo con política estamental, con procesos de gran envergadura y necesidades propias. Uno que revise los pliegos de nuestros más de 210 años de historia y descubra que la primera toma fue en 1818, que el apellido “General José Miguel Carrera” fue impuesto por la dictadura militar, que nuestro Centro de Extensión está administrado por una corporación privada que mucho se ha alejado de nosotros.

El Instituto Nacional es un leviatán de la educación pública: una comunidad inmensa y variopinta, una historia casi anterior a la república, demandas antiquísimas, andamiajesinstitucionalesoxidadosyrechinantes.Delmismomodo serán otros liceos, con sus propias vicisitudes y complejidades íntimamente ligadas a su historia e identidad. Llevamos décadas hablando de violencia, de delincuencia, inclusive de adoctrinamiento y ahora de sicariato: ¿por qué no hablamos de diagnósticos? ¿Por qué no se abocan los actores responsables a hablar con el profesor que lleva treinta años trabajando acá?¿Por qué no tienen una entrevista con la madre que va a cumplir la década como apoderada?¿Por qué no le preguntan

al estudiante qué echa de menos en su aula, en su liceo? ¿Por qué una comunidad tan ágil en su movilización se ve estancada y enjuiciada no solo por la ciudadanía, sino también por el propio alcalde de la comuna? Hay tanto que el Instituto Nacional tiene para decirle al país y hay tanto que el país puede ver en su espejo hecho colegio.

Por eso emplazamos a la clase política, independiente de su color, bancada en el Parlamento o lado de la mesa en La Moneda, a brindar al Instituto Nacional la ayuda que llevamos años clamando. Emplazo también a quien se oculte tras la capucha: no me canso de decir que no hay gloria en quemar el pupitre de tu compañero, en sacar a empujones a una profesora de la sala donde imparte clases desde las siete de la mañana, con un salario precario, pero con la esperanza en todo lo que representa este liceo. Y aunque el humo te oculte el rostro, la comunidad ve claro lo que eres: un síntoma y recordatorio de cuánto puede degenerar la desidia, el abandono y el rencor cuando la educación pública y la juventud se abandonan.

A su vez, hago un llamado a la ciudadanía a bajar el dedo —sea a quien sea que apunte— y embarcarse en un ejercicio reflexivo. Los medios hablan de encapuchados desde antes de que muchos de nosotros, actuales estudiantes de educación media, naciéramos. Por la Municipalidad de Santiago —sostenedor hasta este año—, han pasado izquierdas y derechas, y por La Moneda también. Y los titulares siguen redundando. Y el Instituto Nacional sigue ardiendo.

Solo hace unos días el Metro de Santiago suspendió sus recorridos toda una semana por personas en las vías y los comentarios en redes sociales fueron no solo insensibles, sino la viva evidencia de lo profundamente enferma que está nuestra sociedad. Los chilenos se lanzan al metro, materialización de la vida citadina y laboral, y la gente habla de llegar tarde al trabajo. El sistema de salud está colapsado, el de salud mental aún más. Los profesionales no quieren trabajar en el público porque hay malas condiciones, hay abandono estatal.

Mientras tanto, el chileno no empatiza con el compatriota que terminó su vida tras pasar por quién sabe qué; no empatiza con el estudiante pobre, sin familia, con problemas con las sustancias; todo a causa de la falta de redes de apoyo. El chileno no empatiza con sus compatriotas, no empatiza con el Instituto Nacional, ni con quienes día a día nos levantamos buscando clases en el liceo que llamamos casa, familia, y que es amedrentado por medios y ahora por el alcalde de su comuna.

Tampoco empatiza con su juventud. Y aunque es una dinámica ya conocida, la de la adultez renegando de la juventud, cuando sangra de abandono, quienes perdemos somos todos. Sin ir más lejos, no hace falta seguir hablando de la negligencia y abuso que personifica el SENAME, que se supone debiese atender a nuestras infancias más vulnerables y que es, sin exageración alguna, una vergüenza nacional y una herida profunda en nuestra cohesión social e institucional, y en las historias de vida de quienes padecieron esa negligencia y ese abuso. Si la institución que debiese protegernos no lo hace, si el sistema educativo tampoco se ocupa de nosotros, ¿Cómo esperamos dejar de hablar de conducta antisocial juvenil en pocos años?

Invito a la ciudadanía a entender que las problemáticas de violencia nunca son simples, sino que emanan de tejidos complejos y son síntomas de falencias sociales y estatales. Que la conducta antisocial es consecuencia, la mayoría de las veces, de la ausencia de redes de apoyo, de un sistema educativo incapaz de suplir las necesidades humanas de tantos estudiantes en un liceo tan grande, de un Estado que no llega a todas partes ni de forma adecuada, de familias desintegradas —quizá también amedrentadas por la vulnerabilidad de la pobreza, la violencia intrafamiliar, las sustancias, la delincuencia— y del largo etcétera que hoy compone la cuestión social chilena. El Instituto Nacional no es una gangrena que cortar: es un síntoma de un país envenenado, afectado en todos sus extremos, que necesita sanar desde adentro.

Son muchas las urgencias de la ciudadanía; hoy todos los candidatos se arrojan en abocarselas. Aquí hay otra más: al Estado de Chile, el Instituto Nacional le ruega ayuda una vez más. Le ruega un diagnóstico sensible, una legislación receptiva, una infraestructura digna, un sostenedor ocupado de la educación, un buen trato al profesorado —que este año ni siquiera recibió aguinaldo—, un involucramiento efectivo de las comunidades en su organización, herramientas para seguir nuestro camino: un lugar en el país.

Le ruego al país que no nos llame gangrena ni trate de amputarse un brazo. Que mire su herida y recuerde que también sangra de lo mismo. Esto es un pedido de auxilio. Que así como sentenció el propio Camilo Henríquez «aún está sin establecerse el Instituto Nacional, aprobado por las autoridades constitutivas, y su falta es cada día más sensible».

 Alumna del Instituto Nacional de Chile, 16 años.

Octubre de 2025
Instituto Nacional de Chile, Santiago de Chile, Arturo Prat #33

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